El pasado domingo me fue imposible concentrarme en la lectura sostenida de cualquier libro. Hace más de dos semanas que no concluyen las obras públicas que han convertido la calle en donde está ubicada mi residencia (que nadita tiene de zona residencial) en una suerte de campo de entrenamiento de maniobras militares (trinchera incluida). Sin exagerar, ese día el estruendo llegó a un punto desquiciante. La tortura acústica me tomó desprevenido. Empezó antes del mediodía, cuando yo ya había encargado el almuerzo y me había apoltronado en mi hogar y revisado por enésima vez los horarios televisivos de los partidos de fútbol local e internacional. Si a aquello le sumamos mi congénita flojera, toda huida era impensable. En vista de que carezco de lunas insonorizadas, y tengo el sentido del oído demasiado afinado, descarté combatir ruido con ruido. Sólo me quedaba elevar mis humildes plegarias para que los esforzados operarios terminasen su jornada dominical cuanto antes, y de paso dieran fin al martirio auditivo infligido a mi humilde persona, que parecía prolongarse más allá de lo indecible. Mientras tanto, me dediqué a ordenar lo desordenado, y a reordenar lo ordenado, lo cual viene aparejado de algún redescubrimiento que suele terminar como el punto de partida de algún post. ¿Cuál fue ese punto de partida? Pues la aparición de un e-book: Misery (1987), de Stephen King (doy por hecho, amable lector, que sabes de qué va la novela o has visto la película, así que estás advertido) y el posterior reencuentro mental con una casta de lectores obsesos que la literatura ha descrito como para preservar a sus autores de cuanto loco ande suelto por el ancho mundo o, en el peor de los casos, para abastecer a esta gentita de ideas desalmadas. Pero antes, me reflejaré en un empañado espejo.
En esa generalmente invisible e impersonal relación autor-lector que se da y cobra sentido gracias al libro que tenemos en la mano, hay momentos (cinco segundos de fama al lado de un famoso) de interactividad que se dan concertadamente, como son las firmas y las presentaciones de libros (los programados baños de multitud y giras internacionales que figuran en el contrato inhumano que todo escritor está obligado a firmar con su casa editorial); los talleres, las charlas, conferencias y mesas redondas (gratuitos congreso de endiablados egos o simples medios de subsistencia); y los momentos que el azar fabrica (encuentros inesperados) y que ciertos lectores maquinan (las rondas de la casa o el centro de trabajo de nuestro autor favorito cual fan enamorado). Una vez producido el encuentro, en cualquiera de sus formas, ambas partes pueden sumirse en el desconcierto (la timidez no sabe de oficios) y hundirse en el mutismo. O sentirse apabullados por la personalidad del otro. O íntimamente desilusionados: aquella imagen apolínea o de silfíde que la TV nos mostró (ojo que no sólo me refiero al aspecto físico), la cautivante voz que la radio emitió, y que nuestra imaginación diseñó luego de leer sus obras completas no se condicen con ese tipo malgeniado o esa señora de ceño adusto que tenemos delante; ni la fan se asemeja a las manipuladas fotos y auto descripciones que recibió el cándido escritor.
Después de leer las anécdotas de la librera Andrea (ver post anterior), más de uno habrá elaborado una lista mental con aquellos títulos prescindibles que los hicieron sentir estafados y por los que hubieran querido pedir la devolución de su dinero, como estoy seguro ha sido tu caso, cordialísimo lector. Pero creo que a nadie (quiero convencerme de ello) se le pasó por la mente hacerse justicia encarando a su autor o autores para digamos “ajustarle cuentas”… ¿Qué? ¿No es así? A veces provoca, ¿no? Mas no me dejarás mentir que también uno después de leer ciertos libros siente un profundo agradecimiento por quien los escribió y sólo puede hallarse en paz consigo mismo, no ya devorando todo lo que ha publicado o han publicado sobre él (ensayos, notas periodísticas) sino dándole las gracias personalmente y buscar contactarse con tan maravillosa persona (vía carta, e-mail, teléfono o encontronazo); con ese dechado de virtudes, de pluma y magín excelsos, que es nuestro escritor predilecto. ¿Pero cómo enfrentar la página en blanco, su voz en el otro lado del teléfono, su avasallante presencia sin caer en la sobonería o la obnubilación? Desconozco mayormente.
En diversas oportunidades asistí a presentaciones de libros, ya sea llevado por la curiosidad, por un deber moral o por obligación, pero pocas veces salí con la firma de su autor en mi ejemplar. Generalmente acudía a estas celebraciones librescas, que ya dejé de frecuentarlas, con el libro de cuentos o la novela ya leídos, así que al final de toda esa cháchara que editores, animadores y el autor suele prodigar a la platea, si el libro me había gustado yo también me sumaba a la fila de hueleguisos. Lamentablemente, cuando las lecturas y presentaciones se me aglomeraban (como las que se programan en la FIL), he terminado por arrepentirme de haber recabado ciertas firmas, ya que no podía leerlo todo a la vez en tan poco tiempo y he sido arrastrado por la novedad de tener cerca algunas presencias inusuales. De otro lado, me he visto contado los minutos para que mis autores favoritos den por concluido su discurso para ser uno de los primeros en inmortalizar, de su puño y letra, algunas palabras en mi ejemplar. Confieso, también, que he procurado (por todos los medios lícitos habidos y por haber, que van desde la persuasión hasta el ojo aguado) formar parte de la troupe de despistados entrevistadores (yo diría más bien que conversadores) que aunaron esfuerzos y concentraron voluntades para reunir las impresiones de un puñado de reconocidos autores nacionales para una página web culturosa, con el fin de que al término de tan cordial charla me firmasen uno de sus libros.
A estas alturas te estarás preguntando, inapreciable lector, en qué momento voy a referirme a la novela de Stephen King y a autoinculparme por un delito parecido al perpetrado por su protagonista: el secuestro de alguna escritora, que no escritor, o la desaparición forzosa de alguna lumbrera o joven promesa de las letras peruanas de cuarenta y pico años de edad y sexo masculino (vamos, en ocasiones me sale el lado machista), o a qué hora daré inicio a mi estudio innovador sobre el síndrome de Estocolmo. Que si no, debes estar rastreando en dónde se ubica mi casa por las obras que Sedapal está llevando a cabo en la capital, por si en la zanja adyacente aparece algún cadáver. Descuida, gentil lector. O discúlpame por no satisfacer tu morbo. No soy de ese tipo de lectores, ni creo que tú tampoco.
No somos como Annie Wilkes que secuestró, torturó y obligó a resucitar a su personaje favorito, Misery Chastain, porque su autor, Paul Sheldon, osó ponerle fin tras cuatro exitosos libros que le dotaron de reconocimiento, fama y dinero, pero que lo hacían sentirse prostituido. Annie (una genial Kathy Bates le dio vida en la pantalla) es una lectora poco común, una feroz crítica a la vez que admiradora de Paul. Él le debe la vida (ella lo ha rescatado de un accidente automovilístico), aunque en las condiciones en que fue retenido contra su voluntad, más le valdría haberse muerto si no hubiera escapado para contarlo, aunque lisiado. En cautivero, Paul escribirá forzado por las aciagas circunstancias El retorno de Misery e intentará escaparse en más de una oportunidad de esa casa del terror. La astucia de Annie representa un escollo aparentemente insalvable mientras nos enteramos, junto con el desdichado escritor, del pasado criminal de la ex enfermera.
Hay relaciones entre autores y lectores un poco menos enfermizas, pero igualmente peligrosas, como la que llevó al desconcertante Quentin Clark (personaje de La sombra de Poe, de Matthew Pearl) a coquetear con el desprestigio social, ver tambalearse sus convicciones y amenazadas sus posesiones, y estar a punto de perder al amor de su vida (que la cordura parecía haberla perdido hacía tiempo), por la desmedida admiración que le profesaba a su escritor favorito, Edgard A. Poe, quien, para él, murió en condiciones extrañas y la opinión pública, injustamente, intentó sumir su recuerdo en el descrédito. Quentin, y los terceros que voluntaria e involuntariamente congrega, se encargarán de hacer justicia al fallecido autor de El gato negro, entre otros relatos y poemas estupendos.
Pero bueno, basta ya de estas relaciones retorcidas entre lectores y escritores, que las hay más edificantes, o simplemente nunca se dan porque para muchos lectores el libro, la obra en sí, siempre estará por encima de su creador. Quizá tú también, cordial lector, tienes alguna experiencia qué contar. ¿Cómo te fue el día que tuviste enfrente a tu escritor favorito? ¿Qué le dirías llegado el caso? ¿Alguna vez te fue respondida una carta o e-mail? (por ejemplo, en mi mente he ido forjando innumerables cartas dirigidas a Gabo solicitándole que no vuelva a publicar nada parecido a su última novela, y dándole las gracias eternas por todo lo brindando a la literatura universal, lo cual pareciera haber encontrado eco en la sequía literaria del colombiano, ¡glup!) ¿Posees misivas sin ser enviadas? ¿Has tenido como tu jefe al objeto de tu admiración? Con confianza, cuéntamelo, que yo y nadie más te leerá. ¿Acaso tengo que repetirte que seré una tumba?
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Pero tendría que pasar mucho tiempo antes de que pudiera romper la seca espuma de saliva que había sellado sus labios.
Cuando lo consiguió al fin, murmuró:
-¿Dónde estoy?
La mujer se hallaba sentada en su cama con un libro en las manos. El nombre del autor era Paul Sheldon. Lo reconoció sin sorpresa, era su nombre.
-Sidewinder, Colorado -contestó ella-. Me llamo Annie Wilkes y soy...
-Ya lo sé -la interrumpió-. Usted es mi fan número uno.
-Si -le contestó sonriendo-, eso es exactamente.
*
Sí. Ella podía estar loca; pero ¿acaso la evaluación que hacía de su obra difería de la de cientos de miles de personas en todo el país, el noventa por ciento de los cuales eran mujeres, que estaban impacientes por que saliese cada nuevo episodio de quinientas páginas sobre la turbulenta vida de una inclusera que había llegado a casarse con un par del reino? No, en absoluto. Ellos querían Misery, Misery, Misery. Cada vez que se había concedido uno o dos años para escribir otras novelas, lo que él consideraba su obra seria; al principio con certeza, luego con esperanza y finalmente con negra desesperación, había recibido un alud de protestas de esas mujeres. Muchas de ellas se afirmaban "su admiradora número uno". El tono de esas cartas iba de la perplejidad, que era de algún modo lo que más dolía, al reproche, a la abierta indignación. Pero el mensaje se repetía, siempre el mismo: No era eso lo que yo esperaba, no era eso lo que yo quería. Por favor, vuelva a Misery, quiero saber lo que está haciendo Misery. Podía escribir un moderno Bajo el volcán, Tess de los D'Urbervilles, El sonido y la furia... No importaba. Ellas seguirían queriendo Misery, Misery, Misery…
Stephen King, Misery (1987)
CARTA
ESTIMADO LECTOR,
Lo afectuoso de su carta, la calidez de su letra escrita en el papel bulky color melón, me dieron ganas de de devolverle de inmediato una carta similar. Pero en el estado de ánimo en que me encuentro, no hay duda de que el e-mail es el mejor medio para contestarle. Debo decirle que no pienso hablar de mi libro frente a usted. Quizá le sea difícil comprenderlo, pero ese es un libro que a mí no me interesa, como no me interesa ninguno que yo haya escrito y publicado. Sin embargo, reconozco que es muy acertado lo que dice acerca del ninguneo, la mezquindad, la maldad de los críticos envidiosos que me tratan con frases de perdonavidas o buscando mil retruécanos para no decir lo que realmente piensan. Los escritores estamos sometidos a esas infamias, a esa callanesca lacra que son los críticos literarios. Todos ellos, encerrados en sus apestosos cubiles de fiera que son las redacciones de los diarios, mal pagados articulistas al menudeo de palabras, han hecho del deporte de las máquinas de escribir y de comentar libros un arte de modistillas. Coja usted un alto palo de madera, úntele sebo en generosas proporciones y haga trepar por él a cualquier escritor que tenga auténtico talento. Disfrute verlo resbalarse en vano tratando de subir. Ya es usted un crítico más de la fauna. Uno ofrece su corazón, se corta las venas escribiendo, ¿para qué?, ¿para quién? Nadie oye… A propósito, agradezco mucho la confianza y me encantaría leer sus cuentos inéditos, que por la belleza de su carta me imagino espléndidos, pero lamentablemente estoy lleno de trabajo en estos días. Y no hablo, pobre de mí, de trabajo literario (aunque tengo una novela inédita) sino de trabajo para sobrevivir. Porque en este país, la literatura no vale un cuerno para nadie, y uno tiene que desgañitarse dictando clases y escribiendo artículos literarios para poder llevarse un pan a la boca, cuando debería uno estar alimentándose exclusivamente de faisán.
Bueno, un saludo,
Iván Thays, La disciplina de la vanidad, Fondo Editorial de la PUCP, 2000, Pág. 20
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Nunca, antes de ese día, me había puesto a observar un edificio fantasma del que no se desprendía ni un solo ruido por el que, pronto, desde uno de sus salientes cajones –decía el Chato– asomaría Vargas Llosa con su pulcro pijama londinense, fastidiado por un insomnio imposible y, claro, al vernos con el semblante hacia el cielo, como si esperásemos la llegada de Dios, se preguntaría si acaso esos curiosos muchachos estaban ahí para verlo, para conversar con él y mitigar su insomnio con una de esas preguntas inesperadas que un escritor en ciernes quiere hacerle a aquel en el que sueña –u odiaría– verse convertido.
No apareció. Vargas Llosa no estaba en Lima y el chato lo sabía porque, cuando este acontecimiento se daba, sus jefes salían despedidos como balas perdidas dejando todo el trabajo de las ediciones sabatinas a su corte de periodistas nocturnos. No estaba, no había nadie en esa casa además de los libros de su famosa biblioteca; pero el Chato seguía hablando de Él con un tono esperanzado, como si en cualquier momento pudiese llegar a prenderse una luz desde el fondo de esa suntuosa nada, una luz que borrase la inmensa sombra en la que aquel inmueble tenebroso nos sumía.
“Así es siempre” –dijo el Chato de pronto– “vengo a menudo, Ganivet, y si no he bebido, me siento a esperarlo cinco o diez minutos, aun cuando sé que está recibiendo premios en Londres o en Madrid o en Nueva York, yo aquí lo espero y lo espero pero lo único que veo es esta imponente edificación que me ensombrece por completo. Lo curioso es que espero sin saber qué voy a decirle si un día soma y, a veces, he llegado a la conclusión de que, si alguna vez veo a Vargas Llosa sin uno de sus atractivos y perfumados guardaespaldas europeos, voy a agarrarlo a golpes.”
Diego Trelles Paz, El círculo de los escritores asesinos, Candaya, 2005, pp. 97-98
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Me impresionó tanto esa combinación de fenómenos –los periódicos, el extraño entusiasta de Poe, la inquietud que parecía aquejar a la ciudad–, que al principio no presté mucha atención a una mujer mofletuda y de cabello plateado, sentada en el banco no muy lejos del ateneo. Estaba leyendo ¡un libro de poemas de Edgard A. Poe! En este punto podría decir que yo disponía de una ventaja única de observación. Habiendo adquirido todos los volúmenes publicados de los escritos de Poe, era capaz de reconocer las ediciones a gran distancia por pequeños detalles de su aspecto, tamaño y grabados, únicos y propios de cada uno. Supongo que mi orgullo no podía ser mucho porque no abundaban las colecciones. A Poe no le gustaban las pocas que había. “Los editores timan –se lamentaba en una de las cartas que me dirigió–, Estar controlado es estar arruinado. Estoy decidido a ser mi propio editor.” Pero eso no llegó a suceder. Su situación financiera era un desastre, y la prensa periódica seguía retribuyéndole miserablemente por sus escritos.
Permanecí de pie vigilando el banco de la mujer y la observé enderezar el dedo para pasar las páginas con las puntas dobladas y manchadas. Ella no advirtió mi presencia, tan ensimismada estaba en las páginas finales del cuento, las del sublime hundimiento de “La casa Usher”. Antes de que me diera cuenta, había cerrado el libro, con aire de honda satisfacción, y se escabulló como si huyera de las ruinas del desmoronamiento de los Usher.
Matthew Pearl, La sombra de Poe, Seix Barral, 2006, p. 150