Ya está.
Ya se apagó.
No hay más batería.
Out.
Off.
K.O.
Cierro el móvil y abro el libro y los libros nunca se descargan, los libros siempre funcionan, los libros siempre están dispuestos a ser leídos… Máquinas unplugged que se conectan instantáneamente a nuestros cerebros y nos poseen y nos invaden. Tal vez, ahora lo pienso, los libros sean organismos extraterrestres. Seres que nos abducen y nos llevan a otros mundos, a mundos mejores, a mundos tanto mejor escritos que el nuestro.

Rodrigo Fresán, El fondo del cielo, Mondadori, 2009, Pág. 195

***

Sí, todo este tiempo que he estado sin postear, un tiempo libre exclusivo para la escritura eventual de uno que otro post, lo he dedicado a celebrar el campeonato de mi equipo y a la lectura; a la lectura de vuestros blogs y de la mayoría de libros que adquirí este mes. En otras palabras fui abducido, y creo que lo volveré a estar.

Les contaré que ya que no asistí al primer partido del play off que mi equipo, el victorioso Universitario de Deportes, le ganó en su cancha al cuadro rival (nadie me quiso acompañar a Matute, ¡Grrr!, pero asistimos al choque final en el Monumental en caravana/procesión/romería y fuimos parte de la fiesta), mi presupuesto para libros se vio beneficiado con la compra de 10 títulos (2 de ellos para regalo) en la pasada feria de Ricardo Palma, que no tuvo el éxito esperado de otras ediciones entre los libreros por el cambio de la sede habitual, pero sí entre los esporádicos compradores -me incluyo- que no desaprovecharon ciertas ofertas propias de fin de año.
 
Mi autoregalo típico de estas fiestas navideñas se presentó de manera azarosa y milagrosa. Dos días antes de Navidad mi PC colapsó (felizmente ya me encontraba de vacaciones), pero igual es algo incómodo y limitante saludar a las amistades lejanas (ustedes se encuentran entre ellas) desde una cabina pública. Fui pues con mi CPU una tarde calurosa hasta Wilson, y como la cosa iba a demorar, antes de volver a casa decidí darme un paseo por Quilca, previa llamada-consulta a una librería local con respuesta negativa. Y sí, en un stand quilcoso vi mi regalo: una primera edición de Octubre de este año, en tapa dura, llegada desde Barcelona y que supuestamente era inhallable en librerías. Me refiero a la última novela de Rodrigo Fresán: El fondo del cielo. Yo feliz.

Mis compras librescas decembrinas 2009 finalizaron el sábado pasado, cuando con K visitamos la Casa de la Literatura Peruana (mi cacería de erratas, pifias, gazapos no fue muy fructífera) y aproveché que al final del recorrido, en el Café literario, se encontraban instalados algunos stands libreros para llevarme un par de títulos. Y bueno, estos son los libros que he leído este mes, sumado al que pienso acabar antes de embarcarme para recibir el 2010 fuera de Lima:

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78. 84, Charing Cross Road, Helene Hanff
Me encantó. Debe ser uno de los libros que más me llamó la atención por las reseñas que nuestra comunidad lectora le dedicó. Lo encontré en e-book pero no cejaré hasta hacerme de un ejemplar.
También descargué y vi la película, con el título de La carta final (1987) cuyo visionamiento recomiendo.

Me encantará apoyar a los Dodgers de Brooklyn.-condición de que tú me devuelvas el favor animando un po­quito a LOS SPURS (el Tottenham Hotspurs Club de Fútbol, para los no iniciados), que actualmente languidecen en la cola de la clasificación de la liga. Pero la temporada no concluye hasta el próximo abril, así que aún nos queda tiem­po para salir del atolladero.
Nora y todos los de aquí te envían, junto con los míos, sus mejores deseos para esta Navidad y el Año Nuevo. Afectuosamente,
Frank Doel

79. El lector, Bernhard Schlink
Empecé a leerla en e-book, hasta que me la compré en la pasada feria antes mencionada (agradezco que la portada no incluyera a los protagonistas de la película).
Que haya visto primero su versión fílmica no me ha impedido disfrutarla y reflexionar con el tema controversial que trata. Copio el poema que Michael le dedicara a Hanna:

Cuando nos abrimos,
tú a mí y yo a ti,
cuando nos sumergimos,
tú en mí y yo en ti,
cuando nos olvidamos,
tú en mí y yo en ti.

Sólo entonces
yo soy yo
y tú eres tú.

80. La paz de los vencidos, Jorge Eduardo Benavides
Novela galardonada con el XII Premio de Novela Corta Julio Ramón Ribeyro del BCRP.
Es el mini diario de un treintañero inmigrante peruano en la isla de Tenerife rodeado de personajes singulares (¿hace falta mencionar al escritor que hace tiempo no publica?).

81. Missing, Alberto Fuguet
Su protagonista: Carlos Fuguet, el tío alguna vez desaparecido en USA del escritor chileno.
Los ajustes de cuentas con la familia paterna quedaron atrás (novelizados en su momento); ahora le toca recuperar los años perdidos de aquella oveja negra a quien nadie le interesó buscar.

82. Historia argentina, Rodrigo Fresán
Edición corregida y aumentada de su primer y exitoso libro publicado en 1993, esta vez en la colección Otra vuelta de tuerca de Anagrama.
Todos sus demás libros tienen como germen a esta novela-en-cuentos o cuentos-en-novela. La historia añadida se titula Pasión de multitudes; y sí, habla sobre el deporte rey.

83. Laura y Julio, Juan José Millás
Me gustó bastante esta novela. La irrupción de Manuel en la vida de la pareja conformada por Laura y Julio será determinante aun después de muerto.

84. El olvido que seremos, Héctor Abad Faciolince
Este es un maravilloso libro que su autor le dedica a su padre, Héctor Abad Gómez, médico de profesión e incansable defensor de los derechos humanos asesinado en 1987 por los paramilitares. Que Héctor, hijo, haya demorado casi 20 años en escribirlo, revela lo dolorosa de la experiencia de rescatar del olvido la figura de un ser ejemplar que como todos tuvo sus defectos.

85. El fondo del cielo, Rodrigo Fresán
¡Alucinante! (creo que ya me referí a otra novela de Fresán con este adjetivo) Su autor advierte:

Antes que nada: ésta no es una novela de ciencia-ficción.
Ésta –ésta fue y ésta será– es una novela con ciencia-ficción.

Me llevó de viaje mis libros del argentino para releerlos.

86. La sexta lámpara, Pablo de Santis
Leyendo

Otras adquisiciones:

El descubrimiento de España, Fernando Iwasaki
En el tiempo de las mariposas, Julia Álvarez
El séptimo velo, Juan Manuel de Prada

1. Deudas y dolores, Philip Roth
La primera novela extensa de Roth. Sólo para fans
2. El profesor del deseo, Philip Roth
Segunda novela protagonizada por David Kepesh. Las otras dos son El pecho y El animal moribundo
3. Diario de Santa María, Edgardo Rivera Martínez
La por momentos prosa poética del jaujino se aprecia mejor en otros libros
4. Poesía completa, José Watanabe
De lectura imprescindible
5. Primero estaba el mar, Tomás González
Tenía la mejores referencias de esta ochentera ópera prima, pero…
6. Los subterráneos, Jack Kerouac
Leíble, disfrutable, mucho más sencilla que En el camino
7. Persona non grata, Jorge Edwards
Reedición de imprescindible lectura
8. Historia del llanto, Alan Pauls
Irregular
9. El viaje del elefante, José Saramago
Sólo para fans del portugués
10. Sueños reales, Alonso Cueto
Aceptable recopilación de artículos literarios
11. Ribeyro, la palabra inmortal, Jorge Coaguila
Vale el esfuerzo

12. La traducción, Pablo de Santis
Concisa, buen desenlace
13. After dark, Haruki Murakami
Otros son mis libros favoritos del japonés
14. En busca de Klingsor, Jorge Volpi
Me la debía para completar la trilogía del siglo XX. del mexicano (El fin de la locura y No será la tierra)
15. Sexografías, Gabriela Wiener
De puro curioso me compré y leí las crónicas exhibicionistas de esta exhibicionista dama, el periodismo bonzo no es lo mío
16. Confesiones de Tamara Fiol, Miguel Gutiérrez
Irregular novela del piurano que tiene varios libros re/editados por Santillana…
17. Calicalabozo, Andrés Caicedo
Cuentos de corte experimental
18. Gomorra, Roberto Saviano
Excelente libro de no ficción
19. La ciudad, Mario Levrero
Muy bueno
20. París, Mario Levrero
Buenísimo
21. El lugar, Mario Levrero
Bueno
22. Mantra, Rodrigo Fresán
¡Alucinante!

23. Memorias de una dama, Santiago Roncagliolo
Entretenido...
24. Meridiano de sangre, Cormac McCarthy
¡Brutalmente maravillosa!
25. Maldita sea, Julie de Trazegnies
Buen debut literario cuentístico
26. La hermandad de la buena suerte, Fernando Savater
A mí me gustó, ¡eh!
27. Túpac Yupanqui, descubridor de Oceanía, José Antonio Del Busto
Nada de lo que se dice en sus páginas resulta descabellado
28. La esposa del rey de las curvas, Alfredo Bryce Echenique
Sólo para quienes gusten de sus cuentos
29. Demasiados héroes, Laura Restrepo
Atrapa, con ciertos altibajos
30. La maravillosa vida breve de Óscar Wao, Junot Díaz
Eso: ¡maravillosa!
31. Muerte entre poetas, Ángela Vallvey
Trama detectivesca para pasar un buen rato
32. Tu rostro mañana. 1 Fiebre y lanza, Javier Marías
Prepara el terreno para lo que sigue
33. Espuma, Carlos Gallardo
Le sobran páginas

34. Tu rostro mañana. 2 Baile y sueño, Javier Marías
Sientes que el autor te está poniendo a prueba
35. Tokio ya no nos quiere, Ray Loriga
Reflexiones rescatables
36. Tu rostro mañana. 3 Veneno y sombra y adiós, Javier Marías
¡Soberbia!
37. Papeles inesperados, Julio Cortázar
Impagable, sólo para fans
38. La utopía arcaica, Mario Vargas Llosa
Controversial, me la debía hace tiempo
39. El viento de la Luna, Antonio Muñoz Molina
El español no tiene pierde, ni siquiera cuando es autobiográfico
40. La caza del carnero salvaje, Haruki Murakami
Condensa todos los ingredientes murakamianos. Bueno
41. Al pie del Támesis, Mario Vargas Llosa
Los recurrentes demonios del arequipeño en predecible formato dramático
42. El testigo, Juan Villoro
La prosa del mexicano es de lo mejorcito, pero…
43. En busca del unicornio, Juan Eslava Galán
Entretenido
44. Corazón de Ulises, Javier Reverte
Me gustó mucho este reencuentro con el mundo helénico

45. Ella que todo lo tuvo, Ángela Becerra
Prosa demasiado elaborada para una trama que linda con lo inverosímil
46. La Luna Roja, Luis Leante
Cautivante, conmovedora, de final inesperado, aunque algo intrincada
47. El hereje, Miguel Delibes
Se deja leer
48. El viajero del siglo, Andrés Neuman
De lectura exigente, algo densa, que terminó gustándome
49. La llave del abismo, José Carlos Somoza
Final y “mensaje” algo previsibles, pero se deja leer
50. Indignación, Philip Roth
¡Sublime!
51. Otros colores, Orhan Pamuk
Imperdible, no sólo para fans del turco sino para todos los amantes de la literatura
52. Lo es, Frank McCourt
Bueno
53. Los hechos, Philip Roth
Autobiográfico. Imperdible para fans del estadounidense
54. Penúltimos escritos, Alfredo Bryce Echenique
Repetitivo, pero parece que no hay plagios…
55. El rey siempre está por encima del pueblo, Daniel Alarcón
Irregular colección de cuentos

56. El perro sulfúrico, Luis Freire
Me cuesta creer que no haya habido mejores novelas que esta que ganó un premio convocado por un diario limeño
57. Melocotones helados, Espido Freire
Se deja leer
58. La ofensa, Ricardo Menéndez Salmón
Prosa elaborada que invita a la reflexión
59. Señora de rojo sobre fondo gris, Miguel Delibes
Conmovedoramente genial
60. El cojo y el loco, Jaime Bayly
Me sentí extraño riéndome con varios pasajes. Escatológicamente prescindible
61. El dinero del diablo, Pedro Ángel Palou
Interesante novela basada en hechos reales que todo antipapista debería leer, pero demora en despegar
62. Córdoba de los omeyas, Antonio Muñoz Molina
¡Genial!
63. La canción de Dorotea, Rosa Regás
Buena dosis de intriga, pero de final algo flojo
64. La sombra de Poe, Mathew Pearl
Para leerla con calma, puede llegar a exasperar, lenguaje algo plano
65. El amante de Lady Chatterley, D. H. Lawrence
Nada del otro mundo
66. Vida y opiniones del Caballero Tristram Shandy, Laurence Sterne
Me encantó. El tío Toby se roba la novela

67. La ladrona de libros, Markus Zusak
La prejuzgué mal y terminó gustándome
68. Cosmética del enemigo, Amélie Nothomb
Angustiante, pero el final le resta puntos
69. Estupor y temblores, Amélie Nothomb
Desopilante
70. Higiene del asesino, Amélie Nothomb
¡Le sobran páginas!
71. Vida y destino, Vasili Grossman
¡¡¡EXTRAORDINARIA!!!
72. Ácido sulfúrico, Amélie Nothomb
Un bluff
73. Caín, José Saramago
Mordaz, ácida…
74. Todos los hermosos caballos, Cormac McCarthy
Me transportó a otros parajes. Buena novela
75. Diccionario de nombres propios, Amélie Nothomb
Desconcertante
76. El callejón de los milagros, Naguib Mahfuz
Me gustó mucho mi reencuentro con el Nobel egipcio
77. El jardín devastado, Jorge Volpi
Un Volpi hasta cierto punto poético que no terminó de convencerme

Relecturas:

1. Los cuadernos de don Rigoberto, Mario Vargas Llosa
Estimulante…
2. Desgracia, J. M. Coetzee
La primera novela que leí del Nobel sudafricano. Me gustó más que la primera vez
3. La carretera, Cormac McCarthy
Lo confirmo: sensiblera y efectista


El pasado 6 de noviembre, Toronto, con apabullantes 33 votos de un total de 52 (un voto nulo para las estadísticas), fue elegida sede de los Juegos Panamericanos a realizarse el año 2015. La ciudad canadiense se impuso a las candidatas sudamericanas Lima (11 votos) y Bogotá (7 votos). Trascendió que la delegación ganadora regaló una blackberry a cada jefe de los comités olímpicos (42 afortunados NN); lo cual, según el alcalde bogotano, habría influido en los resultados. ¿Y qué es lo que llevaron de regalo las otras delegaciones? Un libro de Gabriel García Márquez, los colombianos; mientras que los peruanos no tuvieron mejor idea que repartir sendas botellas de pisco. ¿Y qué hay con todo eso? Que yo no dejo de preguntarme sobre el destino de aquellos obsequios.

En realidad la imaginación me alcanza y sobra para intuir el lugar preferencial que ocuparán las blackberry. En el mejor de los casos, las botellas de pisco servirán de adorno, si es que no se sabe apreciar su contenido. ¡Cuántos habrán visto al diablo calato al bebérselo puro! Lo que me quita el sueño es saber adónde habrán ido a parar los libros de Gabo, así como conocer los títulos elegidos. Hace unos días Lahierbaroja le dedicó un post a Del amor y otros demonios (1994), la bella novela corta del colombiano cuyo ejemplar el año pasado renové (tengo algunos ejemplares de la mítica editorial Oveja negra que no pienso condenar al ostracismo). Si El amor en los tiempos del cólera (1985) los intimida por su número de páginas, o ya vieron la película y no tienen ganas de dar cuenta del libro, adentrarse en los avatares de Sierva María de Todos los Ángeles y Cayetano Delaura puede ser un buen punto de partida para quienes no han leído al Nobel sudamericano o no saben con qué libro retomarlo.

El mes pasado, viendo libros, me encontré con dos ediciones, de tamaño distinto, de La ladrona de libros (2006), la archiconocida novela del australiano Markus Zusak, en la editoral DeBolsillo. Ambos ejemplares costaban igual así que decidí adquirir el de formato más grande: 14 x 21 cm. En Internet averigüé las dimensiones de la edición de Lumen: 15 x 23 cm, de lo que se deduce que la diferencia es mínima, detalle que se agradece en este tipo de libros que incluyen ilustraciones. ¿Y cuánto mide un DeBolsillo común y corriente? Pues 12.5 x 19 cm. Pero no es el único ejemplo de que las ediciones económicas “crecen”. Los Booket (Seix Barral), Punto de Lectura (Santillana) y Compactos Anagrama también han variado sus dimensiones. Las gracias desde aquí a quien corresponda.

Invisible (2009), la nueva novela de Paul Auster, está a punto de salir a la venta. Yo sigo sin comprarme y leer Un hombre en la oscuridad (2008), nada me apura, por lo que lo haré el día que ambas estén disponibles en Compactos. Contrariamente a Teresa, quien le dedicó una estimulante reseña a Brooklyn Follies (2005), a mí como que no me atraen mucho los libros del norteamericano que tienen final esperanzador. He gozado más con La música del azar (1990), Leviatán (1992) o El país de las últimas cosas (1987), cuyas resoluciones tendrán que descubrir en cuanto se animen a leerlas… Total, gustos son gustos, ¿no? 

El último viernes fui a Quilca con el fin de adquirir Caín (Alfaguara, 2009), la última novela de José Saramago y de paso tentar suerte en mi búsqueda de Todos los hermosos caballos (1992), de Cormac McCarthy, la novela elegida a debatir en el club de lectura Bibliolandia. Encontré la novela del portugués a 36 soles (13 menos que en librerías). Por el libro del norteamericano tuve que ir a Crisol; felizmente lo hallé en la editorial DeBolsillo (41 soles sin rebaja). Recién en casa revisé mis libros y me di con la sorpresa de que mi ejemplar de Caín, impresión nacional, no tenia sobrecubierta… Busqué mi otro libro de Saramago leído a principios de año: El viaje del elefante (2008), impreso en Argentina, para efectuar las comparaciones respectivas. La edición gaucha incluye sobrecubierta; los colores de la portada y contraportada son más vivos, además las letras e imagen tienen mayor relieve, luminosidad. Su precio en librerías: 54 soles, 5 soles más que Caín, pero también 80 páginas más de contenido. Sería equivocado pensar, pues, que la inexistencia de sobrecubierta en la edición peruana, así como la deslavazada calidad de sus tapas se deba a una intención de abaratar los costos. ¿Dónde me quejo?

Actualmente estoy leyendo Caín. Su lectura en todo momento está ligada a una novela que también se permite reinterpretar una parte de la Biblia: la expulsión de Adán y Eva del jardín del Edén. Me refiero a El infinito en la palma de la mano, de la nicaragüense Gioconda Belli, ganadora por unanimidad del Premio Biblioteca Breve de Novela 2008. La escritora Rosa Montero fue miembro del jurado. ¿Por qué la menciono? Porque Ale le dedicó una reseña a la que considero la mejor novela de la española: Historia del Rey Transparente (2005) y por ese motivo decidí sacar mi ejemplar y revisar mis apuntes que, por única vez, y en exclusiva, muestro a ustedes en una foto ¿Que no se entienden mis garabatos? De eso se trata: de preservar el mito.

Carmina ha inaugurado la sección “Perlas de la Literatura” de su blog, con frases extraídas de Tokio blues, Norwegian Wood, de Murakami. Como casi siempre suelo incluir citas literarias en mis posts, esta vez no será la excepción para redondear esta entrada “anárquica”. Líneas arriba dije que no me importaría esperar por las ediciones económicas de las últimas novelas de Auster para leerlas. En cambio, confieso que me gana la impaciencia de ver en librerías la última novela de Rodrigo Fresán, El fondo del cielo (Mondadori, 2009), para comprármela a cualquier precio. Los dejo, entonces, con un par de citas de Jardines de Kensington (DeBolsillo, 2005), una de las excelentes novelas del argentino. Hay que seguir leyendo y releyendo a Bolaño, Fresán y Villoro. Ni se les ocurra leer mi post fallido sobre Tristram Shandy

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Un libro y yo y ese particular e inimitable silencio que llena una habitación cuando hay alguien leyendo en ella. Un silencio diferente; porque nada tiene que ver el complejo silencio que uno produce al leer con el simple silencio que uno hace cuando, nada más, hace silencio. El silencio que brota de los libros y nos envuelve es un silencio lleno de sonidos. Un silencio que altera las coordenadas de la eternidad y así uno, sin darse cuenta, puede pasar horas leyendo en el baño, los pantalones alrededor de los tobillos, hipnotizado por el perfume secreto de las letras y la fragancia íntima de las propias tripas. Los libros como punto de fuga, como sitio desde el cual descolgarse y dejarse caer y salir corriendo para adentrarnos sorpresivamente ágiles y veloces en el bosque. No es casual, pienso, que los libros estén hechos con la carne de los árboles y que las bibliotecas, finalmente, acaben convirtiéndose en bosques petrificados, en ramas y raíces que se hunden en nosotros y florecen en nuestra imaginación. (pp. 38-39)


Ésta, creo, es siempre la función de mis libros favoritos, nuestros libros de cabecera, los libros que leemos para poder dormir, los libros que volvemos a leer apenas nos despertamos: descubrir en ellos que alguien ya nos ha escrito mucho mejor de lo que jamás podremos hacerlo nosotros. Y saber que ese libro –ese libro que muchos pueden haber leído pero que fue pensado sólo para una persona– nos espera en alguna parte, que sólo tenemos que buscarlo y encontrarlo.

Algunas frases, algunas palabras que no dejan de aparecerse en mi cabeza en los momentos más inesperados, sin pedir permiso, como si fueran accionadas por un resorte escondido que activa una puerta trampa y aquí están, todas juntas, tal vez porque intuyen que ésta será la última oportunidad que tendrán de saltar encima mío. (p. 354)

Hay libros que parecen perseguirlo a uno, mientras que uno puede pasarse toda una vida persiguiendo un libro. Hubo una época en que el Tristram Shandy me perseguía, no físicamente, sino a través de artículos, ensayos, declaraciones y entrevistas de sus más fervientes admiradores y deudores como Alfredo Bryce Echenique, Javier Marías, Enrique Vila-Matas, entre otros escritores y críticos que no dudaban en remarcar su influencia en novelas como Ulises, de Joyce y en escritores latinoamericanos como Julio Cortázar (Rayuela), José Lezama Lima (Paradiso) y Guillermo Cabrera Infante (Tres tristes tigres), pero que a la postre no resultaban determinantes a la hora de capturar mi interés por las largas que le daba a la hora de hacerme de un ejemplar del libro. Su elección en Bibliolandia fue la excusa perfecta para de una vez decidirme a buscarlo, así que de perseguido pasé a perseguidor; en todo caso un perseguidor que parecía tener todas las de perder.

No recuerdo exactamente la primera vez que tuve conocimiento de Vida y opiniones del Caballero Tristram Shandy (publicada por entregas entre 1760 y 1767), de Laurence Sterne. Debió haber sido leyendo alguna entrevista a Bryce o uno de sus artículos, o quizá algún ensayo sobre su obra. Por si fuera poco, el escritor peruano en sus Antimemorias, Permiso para vivir (1993) a la hora de enumerar sus 10 libros preferidos señaló la novela Sterne en tercer lugar, por debajo de El Quijote y Gargantúa y Pantagruel. Años después, como lector de Javier Marías y Vila-Matas me enteraría de la alabada y premiada traducción de la novela del irlandés del primero (Premio de Traducción Fray Luis de León en 1979) y de la devoción del segundo (el catalán es nada menos que miembro de la Sociedad de amigos de Laurence Sterne). Por si fuera poco, el prólogo de la edición turca estuvo a cargo de Orhan Pamuk, cuyo texto titulado: Tristram Shandy: Todos deberíamos tener un tío así, encontré en su libro recopilatorio Otros colores (Mondadori, 2008).

Cuando me eché a buscar la novela de Sterne mis conversaciones con ciertos libreros estuvieron signadas por la mutua incomprensión. Más de uno se negaba a entender que estaba bien deletreado el nombre del título de la novela. Por mi parte, no concebía que existiera gente tan desfachatada haciendo gala de su ignorancia (nadie ha nacido sabiendo, pero cuánta razón tienen quienes dicen que la ignorancia es atrevida). Hubo quien osó corregirme al decirme “Habrás querido decir Tristán”. Que me decidiera a escribir el título de la obra en un papel tampoco me salvó de los desaguisados. Una dama incluso desenvainó su lapicero y tachó la segunda “r” y añadió una tilde a la “a” antes de buscarlo en su computadora. Luego de que con media sonrisa me dijera que no lo tenían y que yo le hiciera ver su entintada afrenta (comprendan, me sentía injuriado), arguyó que pensaba que me refería a Tristán e Isolda, que dicho sea de paso tampoco estaba disponible, pero la película es bien bonita… Me quedé con la duda a qué película se refería, si a Tristán y Shandy o a Tristram Isolda o ¿es al revés? (hay una adaptación cinematográfica de la novela de Sterne), mas eran evidentes la capacidad digresiva de la dama en cuestión y mi tolerancia proverbial para irme por donde vine mudo y meditabundo.

Busqué las ediciones disponibles del Tristram Shandy en castellano tanto la de Alfaguara (la recomendada traducción de Marías) como la de Cátedra (qué más daba ya) por aire, mar y tierra... OK Exagero. Soy acrofóbico. Eso sí, descarté comprarlo vía Internet porque me salía el triple de su valor en cualquiera de sus formatos. Sólo me faltaba dejar un anuncio en el periódico. No le creí al librero que me dijo que varias personas estaban detrás de ese libro y que ya lo habían pedido. Con el último día del mes de agosto se fueron también mis esperanzas de encontrarlo, luego de recorrer casi todas las librerías limeñas y los stands de la pasada FIL.

Pero el día llegó. Un lunes 12 de octubre una de mis caseritas me llamó al celular para decirme que tenían mi pedido. Mentalmente me estaba preparando para leer Tristán e Isolda, o lo que fuere, pero nada perdía preguntándole a qué libro se refería. Hombre de poca fe que soy, recién vi la luz al fondo del túnel cuando la caserita con todas sus letras me dijo Vida y opiniones del Caballero Tristram Shandy, en Cátedra. Creo que mi anonadado silencio lo tomó como si ya no lo quisiera, ya que había pasado más de un mes y medio desde que, sin la más mínima ilusión, le apuntara el título en su agenda; así que añadió que no importaba si ya no lo quería, palabras que resultaron mágicas ya que improvisé sobre la marcha diciéndole que por favor me lo separara un par de días hasta que hiciera las consultas respectivas; mejor dicho hasta que deshojara margaritas: lo compro o no lo compro.

Como prácticamente ya estábamos a mitad de mes, y por más que leyera el Tristram Shandy en un suspiro era poco factible que me integrara al debate, tenía mis dudas de si comprarlo o no. Que fuera la edición de Cátedra (traducción de José Antonio López de Letona) y no la de Alfaguara también representaba un dilema. Recuerdo que vía e-mail les pedí su opinión a Isi, Lammermoor y Homo libris (pueden acceder a las reseñas de los dos primeros) y una vez más recordé que es uno de los libros favoritos de Bryce, y yo, como admirador de sus novelas llenas de digresiones, no debía dejar de pasar esa oportunidad.

***

Del Tristram Shandy sólo puedo decir que me gustó a pesar de que tiene partes bastante densas (y eso que edición de Cátedra no incluye los cuatro sermones de Mr. Yorick, publicados con anterioridad por Sterne). Resumir su argumento, que no lo tiene, es imposible. Sumergirse en su lectura representó un desafío. Si bien me obligué a leerlo, no lo terminé obligado, porque finalmente, repito, me gustó.

A continuación les dejo una serie de testimonios de Bryce, Vila-Matas y Pamuk sobre la novela y su autor. También incluyo una pequeña muestra de las traducciones de Marías y López de Letona de un mismo párrafo para las comparaciones respectivas.

***

-En la espléndida conferencia inicial con la que usted inauguró el curso de La Rábida elogió las virtudes del humor y dijo que la digresión era otro gran invento de la literatura. ¿Podría hablarnos de las virtudes de la digresión y de la forma cómo actúa en su obra?

-La digresión es el alma misma de la novela de sentimientos, porque se trata de un proceso en el que abandonamos una frase que se está escribiendo para ir en busca de otro sentimiento que se nos escapa y que también se deja a medio enunciar para ir en busca de otro y otro más. Veamos el caso de la típica novela digresiva, la primera de todas, la más grande de todas, el Quijote, que abandona el tema que está tratando y se va por las ramas presentándonos fragmentos de teatro, de novela pastoril, de ensayo y de todo tipo de géneros hasta el momento en que vuelve a retomar las aventuras de Don Quijote y Sancho. Pero quizá sea más ilustrativo el caso de La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy en la que el personaje empieza a contar su vida y se dispersa en todo tipo de digresiones para tornar una y otra vez al momento en que fue concebido. Recordemos que se trata de una novela de cerca de 500 páginas que tiene incluso páginas jaspeadas, páginas negras y páginas en blanco para que el lector añada todo lo que quiera, convirtiéndose en una de las más grandes digresiones de la historia de la literatura, de la que puede decirse que toda la novela es una digresión. En mi escritura yo trato de trasladar al papel la ilusión de lo hablado y, ya que la digresión es una de las operaciones que realizamos con más frecuencia cuando estamos dialogando, resulta inevitable que la incluya en mis relatos por efecto práctico.

La entrevista completa a Bryce aquí.

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Entre lo mejor del Tristram Shandy se encuentra algo en lo que algunos críticos franceses reparan últimamente como si se tratara de un descubrimiento. En un momento en que tanto se habla de narraciones ensambladas con el ensayo y esas combinaciones y novelas híbridas se presentan a veces como novedad absoluta, se ve ahora que el libro de Sterne fue seguramente la primera novela-ensayo de la historia. Así que la cosa viene de lejos. Como también de lejos viene mi shandysmo. En Barcelona, pertenezco a la Sociedad de amigos de Laurence Sterne. Nos reunimos una vez al año, el 24 de noviembre, y celebramos el aniversario del nacimiento de ese gran escritor, oriundo de Clonmel (Irlanda). Si los seguidores de James Joyce son unos fanáticos que desayunan cada 16 de junio té, tostadas y riñón de cerdo, los amigos de Sterne no les vamos a la zaga y nos reunimos a cenar cada 24 de noviembre en un restaurante de las afueras de Barcelona, que se llama precisamente Clonmel y que regenta un oriundo de esa población irlandesa, un tipo que curiosamente nunca ha sido admirador de Sterne.

El artículo completo de Vila-Matas aquí.

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De la traducción de Javier Marías:

Y dígame usted, ¿quién era la yegua de Tickletoby?- -Esa, señor, es una pregunta tan vergonzosa e indigna de un caballero instruido como inquirir acerca del año (ad urb. con.) en que estalló la segunda guerra púnica.-¡Qué quién era la yegua de Tickletoby!-¡Lea, lea, lea, lea usted, mi ignorante lector! Lea,-o, por el saber del gran San Paraleipomenon,-ya se lo digo de antemano, mejor hará usted en tirar el libro inmediatamente; porque sin mucha lectura, por lo que, como su reverencia sabe, entiendo mucho saber, no será usted más capaz de comprender la moral de la jaspeada página que viene a continuación (¡el abigarrado emblema de mi obra!) de lo que ha sido el mundo, con toda su sagacidad, de desvelar las muchas opiniones, transacciones y verdades que aún yacen místicamente ocultas bajo el oscuro velo de la que estaba en negro.

La nota aclaratoria de Marías al respecto de este párrafo:

El ignorante lector de Sterne deberá acudir al Pantagruel de Rabelais (Libro IV, cap. XIII), Tickletoby es la traducción inglesa de Tappecoue, que en francés coloquial significa pene.

El mismo párrafo traducido por López de Letona:

Pero, ¡oiga! ¿Quién es la yegua de Tickletoby? Bueno, esa pregunta resulta tan poco académica y tal vez tan vergonzosa, señor mío, como haber preguntado en qué año (ab urb. con.) estalló la segunda guerra púnica. ¡Que quién era la yegua Tickletoby! Querido y poco erudito lector, ¡lea!, ¡lea! Lea y, por el saber del gran santo Paraleipomene, le diré previamente, que más le valdría dejar el libro al instante, pues cuando digo mucha lectura –como sabe vuestra merced- yo quiero decir mucho conocimiento y sin ella será igual de incapaz de alcanzar a comprender la moraleja de la próxima página marmórea (¡moteado símbolo de mi obra!) más de lo que lo ha sido la gente de desentrañar las numerosas opiniones, mudanzas y verdades que yacen místicamente soterradas bajo el negro velo de la oscuridad.

Líneas arriba aparece esta nota explicativa sobre “Tickletoby”:

Se refiere a un episodio de Gargantúa y Pantagruel. Tristram, que apunta una vez más a las alusiones sexuales de Rabelais, parece querer educar al lector, obligándole a leer más. Tickletoby, en argot, significa “pene”.

***

Párrafos finales de TRISTRAM SHANDY: TODOS DEBERÍAMOS TENER UN TÍO ASÍ. Prólogo a la introducción de Nuram Yavuz de Tristram Shandy

En resumen: La vida no se parece a lo que cuentan los grandes libros, sino a la estructura de este que tienen en las manos.
Pero cuidado: La vida no se parece a este libro en sí, sino a su estructura. Porque este libro no termina ninguna historia de las que cuenta y, en realidad, no les da sentido.

CONCLUSIÓN

La vida no tiene sentido, solo una estructura.
Si me dicen: eso ya lo sabíamos, ¡para qué escribir un libro de seiscientas páginas!, les responderé:
Todas las grandes novelas se escriben para mostrarnos algo que ya sabíamos pero que no podíamos aceptar porque, precisamente, no se había escrito al respecto ninguna gran novela.

Recuerdo claramente que a principios del año pasado adquirí 3 libros de Haruki Murakami (Kioto, 1949) de sopetón. Esta clase de actitudes tal vez sea catalogada de imprudente por un lector más sensato. ¿Quién puede arriesgarse así tan ciegamente por un autor desconocido, máxime si los ejemplares no son muy cómodos que digamos (aún no estaban disponibles los Maxi Tusquets)? Como cuando se trata de libros la sensatez me abandona, ese día salí con un peso extra bajo el brazo: Tokio blues, Norwegian Wood; Sputnik, mi amor; y Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. La novela de la cual tenía las mejores referencias no la encontré, me refiero a Kafka en la orilla, cuyo hallazgo, junto con otros títulos durante un buen tiempo inhallables, fue materia de un post.

Tokio blues (1987) fue el primer libro que leí del japonés, pero no lo fue de manera continua ya que por la mitad de sus páginas hice una pausa leyendo otro libro. Me acuerdo que llegaron a resultarme asfixiantes los avatares leídos de sus personajes (la inestabilidad de Naoko, el encanto de Midori, la desfachatez de Nagasawa, la fragilidad de Hatsumi y los vaivenes emocionales de Toru Watanabe), pero por una extraña razón todo lo que se contaba en sus páginas me causaba atracción. ¿Un trasunto de la pasada realidad? Quizá.

Leyendo Sputnik, mi amor (1999) todos mis sensores de alarma se activaron. Murakami me iba descubriendo sus temas recurrentes: los amores no correspondidos, la búsqueda de la identidad, los autoexilios, etc. y sus ingredientes omnipresentes: música, libros y gatos, pero la irrupción de lo sobrenatural era algo para mí hasta ese momento desconocido en la prosa del japonés, y lo que a fin de cuentas salvaba a la novela de ser una más del montón. Me disgustó cómo queda Myû a los ojos del narrador. La resolución con final abierto sí fue de mi agrado.

Kafka en la orilla (2002) era “la novela” con mayúsculas de Murakami que me habían recomendado. Encontré un único ejemplar en una librería que no suelo frecuentar. Tenía otro libro del japonés en compás de espera, pero me decidí por éste. Una experiencia fascinante. Al término de su lectura uno se queda en un limbo, con más preguntas que respuestas, o en todo caso con las respuestas que más nos satisfagan, todas válidas. Lo fantástico y onírico adquieren un mayor peso y las recurrencias se palpan.

Su novelita Al sur de la frontera, al oeste del sol (1998) me resultó algo empalagosa, pero al fin y al cabo tolerable porque se lee sin ninguna dificultad. 

Del prólogo de su libro de relatos Sauce ciego, mujer dormida (1981-2005) rescato estas líneas:

"En mi caso, cuando escribo novelas me esfuerzo mucho por aprender de los éxitos y los fracasos que experimento cuando escribo cuentos. En ese sentido, para mí el cuento es una especie de laboratorio experimental como novelista. Es difícil hacer experimentos como a mí me gusta dentro del marco de una novela, de modo que sé que, sin cuentos, la tarea de escribir novelas resultaría aún más difícil."

Crónica del pájaro que da cuerda al mundo (1994) es para mí, hasta ahora, su mejor novela, y de lo mejorcito que leí el 2008. Empieza a ganar interés como muchas otras ficciones: esposa abandona esposo, esposo no se resigna a su desaparición (pese a las maledicencias del cuñado), esposo se pregunta cuánto conoce a su mujer (en tanto ella cree en oráculos, premoniciones y lo paranormal, como que se complican las cosas), y uno quiere responderle que la conoció cuanto ella quiso que él la conociera, que es imposible saberlo todo de otra persona, por más que sea tu pareja. La novela comienza con una llamada anónima y la desaparición del gato, y en sus casi 700 páginas cobran vida todo tipo de personajes que se revelan al protagonista y en mayor o menor medida le serán de ayuda.

After dark (2004) me pareció muy evidente en sus intenciones de dejar un mensaje con respecto a la relaciones entre las hermanas Mari y Eri Asai (una bella durmiente atrapada en otra realidad).

La caza del carnero salvaje (1982) me gustó y suscitó la siguiente divagación que escribí de un tirón para Bibliolandia (aún están a tiempo para re/integrarse al Club de lectura):

La caza del carnero salvaje (1982) fue la primera novela en ser traducida al castellano de Haruki Murakami, bajo el sello de Anagrama, en 1992. Hasta ahora es el último libro del japonés que he leído (en total suman 7 novelas y una colección de cuentos). Disfruté de su lectura hace más de cuatro meses, lo que quiere decir que cuando salió elegido como el autor a debatir en Bibliolandia, yo ya había leído todos sus libros hasta ese momento disponibles en nuestro idioma (espero que no tarde mucho en llegar a Lima su nueva novela traducida: El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas). Visualmente mi ejemplar de Compactos Anagrama (edición aparecida este año) es el que desentona de los otros siete editados por Tusquets, pero también es el más antiguo en relación con los otros, así que decidí revisar mis notas de esta novela para comentarla pero teniendo presente lo elementos recurrentes en la prosa de Murakami.
 
Quien haya leído siquiera un libro de Murakami se habrá percatado de que sus personajes principales son devoradores de libros, especialmente los más jóvenes; los adultos leen a su ritmo, pero también lo hacen (las instalaciones de más de una biblioteca son descritas para nuestro regocijo), y el libro que tienen entre manos parece ir de acuerdo a su estado emocional presente. Particularmente me quedé con las ganas de saber el título del libro de tapa dura que estaba leyendo Mari Asai. Sus protagonistas suelen regalarse buena música a sus oídos y una canción en particular como Norwegian Wood o South of the Border es el punto de partida para sus evocaciones y obsesiones, o es determinante para desvelar su trama, como es el caso de la ficticia Kafka en la orilla del mar, cuya letra y música fue compuesta por la señora Saeki.

Los gatos no escasean. En Kafka en la orilla hay incluso un anciano (Nakata) que puede hablar con ellos y luego esta facultad la heredará otro (Hoshino). En Crónica del pájaro que da cuerda al mundo el michi desaparecido del matrimonio sin hijos que conforman Tooru Okada y Kumiko es tal vez el ser más importante que los una. Sumire, quien luego de la desaparición de su gato no quiso volver a tener otro, le cuenta a Myû la escalofriante historia de los gatos antropófagos. Hacia el final de Tokio Blues, la aparición de la gata Gaviota en la vida de Toru Watanabe parece coincidir con cierta impresión de estabilidad.

Las presencias siniestras son infaltables: Boris el despellejador, Jhonnie Walken, Shirakawa (el frecuentador de prostitutas de After dark) y el hermano de Kumiko tiranizan y abusan tanto en el plano real como en el onírico. Los suicidas o fallidos suicidas también abundan, por tanto campean los depresivos. Dicho irónicamente, cualquier novela de Murakami podría terminar en un suicidio colectivo que incluya personajes y lectores. Pero vamos, hay presencias femeninas frescas al mismo tiempo que desconcertantes: Midori, Sumire (antes del suceso en la isla griega), y la extravagante May Kasahara (la amiga de Tooru) equilibran la balanza.

A los varones treintañeros parece quedarles sólo sus recuerdos o intentar conjurar un hecho específico de su pasado para no hundirse en el desánimo. Por lo general llevan una vida bastante anodina y rutinaria. Del marasmo en que habitan sólo puede sacarles un hecho extraordinario (que su esposa misteriosamente desaparezca o que un bendito día un amor del pasado se materialice en la calle, mucho mejor si se llama Shimamoto). Los hijos únicos remarcan su condición de tales y se buscan. Los varones, independientemente de su edad y estado civil, suelen ir a la caza de mujeres y de sexo sin amor. Parecen tener la coartada perfecta al dividir sus emociones: mientras no sean correspondidos o se sientan realmente enamorados, pueden llegar a encamarse hasta con la madre de uno de sus alumnos.

Tal vez las mejores novelas de Murakami son las que tienen mayores elementos fantásticos o insólitos. Hay contados sucesos extraordinarios en Sputnik, mi amor (el incidente en la noria y el cabello blanco de Myû, la desaparición de Sumire) así como en After dark; pero son marca registrada en Kafka en la orilla (la piedra de la entrada, la cosa blanca, los desdoblamientos, el joven llamado Cuervo) y en la que para mí es su mejor novela: Crónica del pájaro que da cuerda al mundo.

Algunos detalles que encontrarán en Crónica del pájaro que da cuerda al mundo: una prostituta de la mente; un pozo que parece tener la puerta a otra dimensión, a un espacio de crucial importancia; la mansión de la horca; personajes con facultades adivinatorias y poderes inexplicables; etc. Todo esto puede resultar chocante porque dicho de esa manera linda con lo estrambótico y hasta lo risible, pero adquieren coherencia y verosimilitud dentro de la narración, ya que al final las piezas terminan por encajar… a golpes, pero encajan, jeje; no como en Kafka en la orilla que da para devanarse artísticamente los sesos. Además, las anécdotas que los personajes inolvidables del teniente Mamiya y la enigmática dama “Nutmeg” (madre de “Cinnamon”) le van contando al narrador protagonista le confieren a la novela un insoslayable carácter humano como testimonios de los espantos y traumas que acarrean las guerras.

Pero bueno, ¿qué encontrarán leyendo La caza del carnero salvaje? Todo lo anteriormente dicho, pero a escala menor. Hay un treintañero (el narrador), los recuerdos de éste (una joven del pasado recientemente fallecida; un amigo, el Ratón, con quien ha perdido todo contacto y del sólo le quedan unas cartas y ciertas instrucciones sobre una foto), sus conquistas (la última de las cuales es una mujer medio adivina de orejas de una belleza sobrenatural), su gato, libros, discos y fotos mutiladas (exclusivamente lo suyo tras cuatro años de matrimonio, ni siquiera un recuerdito material de la ex). Llega un momento en que el buen hombre decide poner fin a su sociedad laboral, así que nada tiene que perder, nada lo ata. Cuando es conminado a buscar un mítico carnero con la impronta de una estrella, digamos que acepta y lo hace por puro espíritu deportivo (con las debidas recomendaciones, deja al gato en aparentemente buenas manos). En esta aventura tiene como compañía a la mujer de las orejas de singular belleza y como libro de cabecera Las aventuras de Sherlock Holmes. Y si encuentra el carnero… ¿qué?

El pasado domingo me fue imposible concentrarme en la lectura sostenida de cualquier libro. Hace más de dos semanas que no concluyen las obras públicas que han convertido la calle en donde está ubicada mi residencia (que nadita tiene de zona residencial) en una suerte de campo de entrenamiento de maniobras militares (trinchera incluida). Sin exagerar, ese día el estruendo llegó a un punto desquiciante. La tortura acústica me tomó desprevenido. Empezó antes del mediodía, cuando yo ya había encargado el almuerzo y me había apoltronado en mi hogar y revisado por enésima vez los horarios televisivos de los partidos de fútbol local e internacional. Si a aquello le sumamos mi congénita flojera, toda huida era impensable. En vista de que carezco de lunas insonorizadas, y tengo el sentido del oído demasiado afinado, descarté combatir ruido con ruido. Sólo me quedaba elevar mis humildes plegarias para que los esforzados operarios terminasen su jornada dominical cuanto antes, y de paso dieran fin al martirio auditivo infligido a mi humilde persona, que parecía prolongarse más allá de lo indecible. Mientras tanto, me dediqué a ordenar lo desordenado, y a reordenar lo ordenado, lo cual viene aparejado de algún redescubrimiento que suele terminar como el punto de partida de algún post. ¿Cuál fue ese punto de partida? Pues la aparición de un e-book: Misery (1987), de Stephen King (doy por hecho, amable lector, que sabes de qué va la novela o has visto la película, así que estás advertido) y el posterior reencuentro mental con una casta de lectores obsesos que la literatura ha descrito como para preservar a sus autores de cuanto loco ande suelto por el ancho mundo o, en el peor de los casos, para abastecer a esta gentita de ideas desalmadas. Pero antes, me reflejaré en un empañado espejo.

En esa generalmente invisible e impersonal relación autor-lector que se da y cobra sentido gracias al libro que tenemos en la mano, hay momentos (cinco segundos de fama al lado de un famoso) de interactividad que se dan concertadamente, como son las firmas y las presentaciones de libros (los programados baños de multitud y giras internacionales que figuran en el contrato inhumano que todo escritor está obligado a firmar con su casa editorial); los talleres, las charlas, conferencias y mesas redondas (gratuitos congreso de endiablados egos o simples medios de subsistencia); y los momentos que el azar fabrica (encuentros inesperados) y que ciertos lectores maquinan (las rondas de la casa o el centro de trabajo de nuestro autor favorito cual fan enamorado).  Una vez producido el encuentro, en cualquiera de sus formas, ambas partes pueden sumirse en el desconcierto (la timidez no sabe de oficios) y hundirse en el mutismo. O sentirse apabullados por la personalidad del otro. O íntimamente desilusionados: aquella imagen apolínea o de silfíde que la TV nos mostró (ojo que no sólo me refiero al aspecto físico), la cautivante voz que la radio emitió, y que nuestra imaginación diseñó luego de leer sus obras completas no se condicen con ese tipo malgeniado o esa señora de ceño adusto que tenemos delante; ni la fan se asemeja a las manipuladas fotos y auto descripciones que recibió el cándido escritor.

Después de leer las anécdotas de la librera Andrea (ver post anterior), más de uno habrá elaborado una lista mental con aquellos títulos prescindibles que los hicieron sentir estafados y por los que hubieran querido pedir la devolución de su dinero, como estoy seguro ha sido tu caso, cordialísimo lector. Pero creo que a nadie (quiero convencerme de ello) se le pasó por la mente hacerse justicia encarando a su autor o autores para digamos “ajustarle cuentas”… ¿Qué? ¿No es así? A veces provoca, ¿no? Mas no me dejarás mentir que también uno después de leer ciertos libros siente un profundo agradecimiento por quien los escribió y sólo puede hallarse en paz consigo mismo, no ya devorando todo lo que ha publicado o han publicado sobre él (ensayos, notas periodísticas) sino dándole las gracias personalmente y buscar contactarse con tan maravillosa persona (vía carta, e-mail, teléfono o encontronazo); con ese dechado de virtudes, de pluma y magín excelsos, que es nuestro escritor predilecto. ¿Pero cómo enfrentar la página en blanco, su voz en el otro lado del teléfono, su avasallante presencia sin caer en la sobonería o la obnubilación? Desconozco mayormente.

En diversas oportunidades asistí a presentaciones de libros, ya sea llevado por la curiosidad, por un deber moral o por obligación, pero pocas veces salí con la firma de su autor en mi ejemplar. Generalmente acudía a estas celebraciones librescas, que ya dejé de frecuentarlas, con el libro de cuentos o la novela ya leídos, así que al final de toda esa cháchara que editores, animadores y el autor suele prodigar a la platea, si el libro me había gustado yo también me sumaba a la fila de hueleguisos. Lamentablemente, cuando las lecturas y presentaciones se me aglomeraban (como las que se programan en la FIL), he terminado por arrepentirme de haber recabado ciertas firmas, ya que no podía leerlo todo a la vez en tan poco tiempo y he sido arrastrado por la novedad de tener cerca algunas presencias inusuales. De otro lado, me he visto contado los minutos para que mis autores favoritos den por concluido su discurso para ser uno de los primeros en inmortalizar, de su puño y letra, algunas palabras en mi ejemplar. Confieso, también, que he procurado (por todos los medios lícitos habidos y por haber, que van desde la persuasión hasta el ojo aguado) formar parte de la troupe de despistados entrevistadores (yo diría más bien que conversadores) que aunaron esfuerzos y concentraron voluntades para reunir las impresiones de un puñado de reconocidos autores nacionales para una página web culturosa, con el fin de que al término de tan cordial charla me firmasen uno de sus libros. 

A estas alturas te estarás preguntando, inapreciable lector, en qué momento voy a referirme a la novela de Stephen King y a autoinculparme por un delito parecido al perpetrado por su protagonista: el secuestro de alguna escritora, que no escritor, o la desaparición forzosa de alguna lumbrera o joven promesa de las letras peruanas de cuarenta y pico años de edad y sexo masculino (vamos, en ocasiones me sale el lado machista), o a qué hora daré inicio a mi estudio innovador sobre el síndrome de Estocolmo. Que si no, debes estar rastreando en dónde se ubica mi casa por las obras que Sedapal está llevando a cabo en la capital, por si en la zanja adyacente aparece algún cadáver. Descuida, gentil lector. O discúlpame por no satisfacer tu morbo. No soy de ese tipo de lectores, ni creo que tú tampoco.

No somos como Annie Wilkes que secuestró, torturó y obligó a resucitar a su personaje favorito, Misery Chastain, porque su autor, Paul Sheldon, osó ponerle fin tras cuatro exitosos libros que le dotaron de reconocimiento, fama y dinero, pero que lo hacían sentirse prostituido. Annie (una genial Kathy Bates le dio vida en la pantalla) es una lectora poco común, una feroz crítica a la vez que admiradora de Paul. Él le debe la vida (ella lo ha rescatado de un accidente automovilístico), aunque en las condiciones en que fue retenido contra su voluntad, más le valdría haberse muerto si no hubiera escapado para contarlo, aunque lisiado. En cautivero, Paul escribirá forzado por las aciagas circunstancias El retorno de Misery e intentará escaparse en más de una oportunidad de esa casa del terror. La astucia de Annie representa un escollo aparentemente insalvable mientras nos enteramos, junto con el desdichado escritor, del pasado criminal de la ex enfermera.

Hay relaciones entre autores y lectores un poco menos enfermizas, pero igualmente peligrosas, como la que llevó al desconcertante Quentin Clark (personaje de La sombra de Poe, de Matthew Pearl) a coquetear con el desprestigio social, ver tambalearse sus convicciones y amenazadas sus posesiones, y estar a punto de perder al amor de su vida (que la cordura parecía haberla perdido hacía tiempo), por la desmedida admiración que le profesaba a su escritor favorito, Edgard A. Poe, quien, para él, murió en condiciones extrañas y la opinión pública, injustamente, intentó sumir su recuerdo en el descrédito. Quentin, y los terceros que voluntaria e involuntariamente congrega, se encargarán de hacer justicia al fallecido autor de El gato negro, entre otros relatos y poemas estupendos.

Pero bueno, basta ya de estas relaciones retorcidas entre lectores y escritores, que las hay más edificantes, o simplemente nunca se dan porque para muchos lectores el libro, la obra en sí, siempre estará por encima de su creador. Quizá tú también, cordial lector, tienes alguna experiencia qué contar. ¿Cómo te fue el día que tuviste enfrente a tu escritor favorito? ¿Qué le dirías llegado el caso? ¿Alguna vez te fue respondida una carta o e-mail? (por ejemplo, en mi mente he ido forjando innumerables cartas dirigidas a Gabo solicitándole que no vuelva a publicar nada parecido a su última novela, y dándole las gracias eternas por todo lo brindando a la literatura universal, lo cual pareciera haber encontrado eco en la sequía literaria del colombiano, ¡glup!) ¿Posees misivas sin ser enviadas? ¿Has tenido como tu jefe al objeto de tu admiración? Con confianza, cuéntamelo, que yo y nadie más te leerá. ¿Acaso tengo que repetirte que seré una tumba?

***

Pero tendría que pasar mucho tiempo antes de que pudiera romper la seca espuma de saliva que había sellado sus labios.
Cuando lo consiguió al fin, murmuró:
-¿Dónde estoy?
La mujer se hallaba sentada en su cama con un libro en las manos. El nombre del autor era Paul Sheldon. Lo reconoció sin sorpresa, era su nombre.
-Sidewinder, Colorado -contestó ella-. Me llamo Annie Wilkes y soy...
-Ya lo sé -la interrumpió-. Usted es mi fan número uno.
-Si -le contestó sonriendo-, eso es exactamente.

*

Sí. Ella podía estar loca; pero ¿acaso la evaluación que hacía de su obra difería de la de cientos de miles de personas en todo el país, el noventa por ciento de los cuales eran mujeres, que estaban impacientes por que saliese cada nuevo episodio de quinientas páginas sobre la turbulenta vida de una inclusera que había llegado a casarse con un par del reino? No, en absoluto. Ellos querían Misery, Misery, Misery. Cada vez que se había concedido uno o dos años para escribir otras novelas, lo que él consideraba su obra seria; al principio con certeza, luego con esperanza y finalmente con negra desesperación, había recibido un alud de protestas de esas mujeres. Muchas de ellas se afirmaban "su admiradora número uno". El tono de esas cartas iba de la perplejidad, que era de algún modo lo que más dolía, al reproche, a la abierta indignación. Pero el mensaje se repetía, siempre el mismo: No era eso lo que yo esperaba, no era eso lo que yo quería. Por favor, vuelva a Misery, quiero saber lo que está haciendo Misery. Podía escribir un moderno Bajo el volcán, Tess de los D'Urbervilles, El sonido y la furia... No importaba. Ellas seguirían queriendo Misery, Misery, Misery…

Stephen King, Misery (1987)

***

CARTA

ESTIMADO LECTOR,
Lo afectuoso de su carta, la calidez de su letra escrita en el papel bulky color melón, me dieron ganas de de devolverle de inmediato una carta similar. Pero en el estado de ánimo en que me encuentro, no hay duda de que el e-mail es el mejor medio para contestarle. Debo decirle que no pienso hablar de mi libro frente a usted. Quizá le sea difícil comprenderlo, pero ese es un libro que a mí no me interesa, como no me interesa ninguno que yo haya escrito  y publicado. Sin embargo, reconozco que es muy acertado lo que dice acerca del ninguneo, la mezquindad, la maldad de los críticos envidiosos que me tratan con frases de perdonavidas o buscando mil retruécanos para no decir lo que realmente piensan. Los escritores estamos sometidos a esas infamias, a esa callanesca lacra que son los críticos literarios. Todos ellos, encerrados en sus apestosos cubiles de fiera que son las redacciones de los diarios, mal pagados articulistas al menudeo de palabras, han hecho del deporte de las máquinas de escribir y de comentar libros un arte de modistillas. Coja usted un alto palo de madera, úntele sebo en generosas proporciones y haga trepar por él a cualquier escritor que tenga auténtico talento. Disfrute verlo resbalarse en vano tratando de subir. Ya es usted un crítico más de la fauna. Uno ofrece su corazón, se corta las venas escribiendo, ¿para qué?, ¿para quién? Nadie oye… A propósito, agradezco mucho la confianza y me encantaría leer sus cuentos inéditos, que por la belleza de su carta me imagino espléndidos, pero lamentablemente estoy lleno de trabajo en estos días. Y no hablo, pobre de mí, de trabajo literario (aunque tengo una novela inédita) sino de trabajo para sobrevivir. Porque en este país, la literatura no vale un cuerno para nadie, y uno tiene que desgañitarse dictando clases y escribiendo artículos literarios para poder llevarse un pan a la boca, cuando debería uno estar alimentándose exclusivamente de faisán.
Bueno, un saludo,
El autor.

Iván Thays, La disciplina de la vanidad, Fondo Editorial de la PUCP, 2000, Pág. 20

***

Nunca, antes de ese día, me había puesto a observar un edificio fantasma del que no se desprendía ni un solo ruido por el que, pronto, desde uno de sus salientes cajones –decía el Chato– asomaría Vargas Llosa con su pulcro pijama londinense, fastidiado por un insomnio imposible y, claro, al vernos con el semblante hacia el cielo, como si esperásemos la llegada de Dios, se preguntaría si acaso esos curiosos muchachos estaban ahí  para verlo, para conversar con él y mitigar su insomnio con una de esas preguntas inesperadas que un escritor en ciernes quiere hacerle a aquel en el que sueña –u odiaría– verse convertido.

No apareció. Vargas Llosa no estaba en Lima y el chato lo sabía porque, cuando este acontecimiento se daba, sus jefes salían despedidos como balas perdidas  dejando todo el trabajo de las ediciones sabatinas a su corte de periodistas nocturnos. No estaba, no había nadie en esa casa además de los libros de su famosa biblioteca; pero el Chato seguía hablando de Él con un tono esperanzado, como si en cualquier momento pudiese llegar a prenderse una luz desde el fondo de esa suntuosa nada, una luz que borrase la inmensa sombra en la que aquel inmueble tenebroso nos sumía.

“Así es siempre” –dijo el Chato de pronto– “vengo a menudo, Ganivet, y si no he bebido, me siento a esperarlo cinco o diez minutos, aun cuando sé que está recibiendo premios en Londres o en Madrid o en Nueva York, yo aquí lo espero y lo espero pero lo único que veo es esta imponente edificación que me ensombrece por completo. Lo curioso es que espero sin saber qué voy a decirle si un día soma y, a veces, he llegado a la conclusión de que, si alguna vez veo a Vargas Llosa sin uno de sus atractivos y perfumados guardaespaldas europeos, voy a agarrarlo a golpes.”

Diego Trelles Paz, El círculo de los escritores asesinos, Candaya, 2005, pp. 97-98

***

Me impresionó tanto esa combinación de fenómenos –los periódicos, el extraño entusiasta de Poe, la inquietud que parecía aquejar a la ciudad–, que al principio no presté mucha atención a una mujer mofletuda y de cabello plateado, sentada en el banco no muy lejos del ateneo. Estaba leyendo ¡un libro de poemas de Edgard A. Poe! En este punto podría decir que yo disponía de una ventaja única de observación. Habiendo adquirido todos los volúmenes publicados de los escritos de Poe, era capaz de reconocer las ediciones a gran distancia por pequeños detalles de su aspecto, tamaño y grabados, únicos y propios de cada uno. Supongo que mi orgullo no podía ser mucho porque no abundaban las colecciones. A Poe no le gustaban las pocas que había. “Los editores timan –se lamentaba en una de las cartas que me dirigió–, Estar controlado es estar arruinado. Estoy decidido a ser mi propio editor.” Pero eso no llegó a suceder. Su situación financiera era un desastre, y la prensa periódica seguía retribuyéndole miserablemente por sus escritos.

Permanecí de pie vigilando el banco de la mujer y la observé enderezar el dedo para pasar las páginas con las puntas dobladas y manchadas. Ella no advirtió mi presencia, tan ensimismada estaba en las páginas finales del cuento, las del sublime hundimiento de “La casa Usher”. Antes de que me diera cuenta, había cerrado el libro, con aire de honda satisfacción, y se escabulló como si huyera de las ruinas del desmoronamiento de los Usher.

Matthew Pearl, La sombra de Poe, Seix Barral, 2006, p. 150

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