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A primera hora de la mañana, un hombre con dos bolsas llenas de libros llegó a la librería de Andrea. Andrea lo saludó y él respondió el saludo muy educadamente. Ella le preguntó entonces en qué podía ayudarlo y él dijo:
–Estos son libros que me robé de esta librería. Ya los leí, así que vengo a devolverlos.
Pensando que había entendido mal, Andrea le preguntó:
–¿Usted me está diciendo que estos son libros robados y viene a devolverlos? ¿Por qué viene a devolverlos después de tanto tiempo?
–Porque ya los leí –dijo él– Ya no los necesito.
Andrea no sabía qué decirle, no sabía si aquel hombre estaba tomándole el pelo.
–No se preocupe, que están bastante bien conservados –dijo él, muy amablemente, entregándole las bolsas.
Andrea echó una mirada a los libros y calculó que había quince o veinte novelas en cada bolsa.
–Los necesité para no suicidarme cuando me dejó mi novia –dijo él–. Pero ya me enamoré de nuevo. Ya no los necesito.
Luego le dio la mano y se marchó.
Jaime Bayly, Y de repente, un ángel, Planeta, 2005, pp. 46-47
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Un hombre viejo, de barba y anteojos, llegó a la librería de Andrea, se dirigió resueltamente a la caja, sacó un libro y dijo:
–Quiero que me devuelvan mi plata.
Sorprendida, Andrea le preguntó:
–¿Qué plata tenemos que devolverle, señor?
–La plata que gasté en comprar este libro malísimo en esta librería –dijo él, muy serio, sin levantar la voz.
–Aquí no se pueden devolver los libros, señor –le dijo Andrea–. No es política de la librería devolverle el dinero al cliente si el libro no le gusta.
–No me importa si es política o no es política de la librería –dijo él–. Yo compré este libro por culpa de ustedes y ahora quiero que me devuelvan mi plata.
–¿Por qué por culpa nuestra? –preguntó Andrea.
–Porque yo le pregunté a una de sus vendedoras si esta novela era buena y ella me dijo que sí, que me la recomendaba mucho, que era excelente.
Andrea no dijo nada. El tipo de barba continuó:
–Y la novela es una mierda, oiga usted.
–Cuánto lo lamento –dijo Andrea–. Pero no podemos devolverle el dinero.
–O me devuelve mi plata o les meto un juicio por daños y perjuicios, señorita –dijo él.
–Bueno, está bien, vamos a hacer una excepción, tratándose de usted –dijo Andrea–. La verdad es que a mí también me parece malísima esta novela, así que vamos a devolverle su plata, pero sólo por esta vez.
Ibid., pp. 178-179
***
Anoche me encontré con Na en el Messenger y, como casi siempre, hablamos de libros y escritores. Ambos somos cortazarianos (ella hasta cuando piensa y escribe, yo en sueños), estamos descubriendo al colombiano Andrés Caicedo (ya asumí mi culpa por presentárselo) y nos rendimos ante la poesía de Luchito Hernández (1941 - 1977) Al final quedamos en que le iba a presentar a mis caseritos de Quilca, ya que cuando ella fue a comprar Vox Horrísona, el poemario reimpreso del vate peruano, una de mis caseritas no le rebajó ni un céntimo y, por si fuera poco, dijo desconocerme... Para la próxima tendré que repartir mi tarjeta con mi nombre. ¿Cuál de todas? Buena pregunta.
Anoche, también, luego de una búsqueda tenaz por mis libreros, recovecos y escondrijos, al fin pude reunir algunos libros, editados el presente milenio, que ganaron algún concurso internacional o quedaron finalistas, los que leí en su momento. En torno a su naturaleza divagaré en algún post; quizá me resulte una defensa, quizá no; a lo mejor únicamente consigne los motivos por los que me atraen este tipo de libros “galardonados”. Además, sigue pendiente el post que se centrará en las novelas ganadoras del Premio Alfaguara.
El punto es que durante esa titánica búsqueda, apareció una novela de Jaime Bayly (Lima, 1965) que quedó finalista del Premio Planeta 2005. Sucede que cuando los libros de escritores peruanos son premiados o reconocidos en el extranjero, estos no tardan mucho en ser publicados aquí, como fue el caso de Y de repente, un ángel, el libro de Bayly (quien el día de ayer estuvo firmando su más reciente novela, El cojo y el loco, en una conocida librería capitalina), así que yo no me hago de rogar hasta hacerme con un ejemplar.
Para mí, el nombre de Jaime Bayly siempre estará asociado al de otro escritor peruano, Oswaldo Reynoso (Arequipa, 1931), no por sus semejanzas, que parecen no tenerlas, sino por sus marcadas diferencias en cuanto a estilo narrativo, exposición mediática y postura ideológica. Al menos en dos oportunidades le escuché a Reynoso referirse a los libros de Bayly como “literatura basura”, y en más de una entrevista calificarlo de payaso: “un tipo simpático que hace payasadas”. A Bayly simplemente esto le resbala.
Particularmente he disfrutado, y lo seguiré haciendo, de ambos escritores. Una buena noticia es la reedición en Argentina de la célebre -espero que ya no sólo a nivel local- novela de Reynoso, En octubre no hay milagros (1965), país hasta donde viajó para su presentación. Enhorabuena por él (aunque no comparta para nada su forma de pensar) y por quienes lo leerán por primera vez e irán descubriéndolo.
De regreso a lo de anoche, a Y de repente, un ángel, con el libro en la mano me dediqué a repasar sus hojas deteniendo la mirada en alguno de sus setenta y ocho capítulos breves, a la espera de que aparezca mi hojita de apuntes. La verdad, no esperaba encontrar en mis anotaciones algún dato revelador acerca de su trama y personajes, menos una cita citable. En realidad nunca existió tal papelito, no porque se me extraviara sino porque no me hizo falta, tal cual me lo esclarecería la última página del libro en donde, ¡horror de los horrores!, con un lápiz a mina escribí los números de cuatro mini capítulos, correspondientes a igual número de anécdotas que le suceden a Andrea, la dueña de una librería y pareja de Julián Beltrán, el narrador protagonista de la novela.
Como ya han podido percatarse, dos de esas anécdotas librescas las he transcrito al comienzo de este post, sin duda un buen complemento a aquellos adjuntos rescatados por Lammermoor que en su momento comentamos. Me refiero a Todos los caminos llevan a Roma I y II. Queda en ustedes identificarse o no con sus protagonistas. Vale reírse.