1.
Un sábado, dos días después de su estreno, fuimos con K a ver Blindness, la adaptación cinematográfica de Ensayo sobre la ceguera (1995), novela del portugués José Saramago. Antes había recalado en el blog de Strika y reparado en su entrada dedicada a la película dirigida por Fernando Meirelles. Por las dudas (no fuera a crearme algún tipo de prejuicio) dejé pendiente su lectura para cuando ya la hubiera visto, cosa que hice al día siguiente y me eximiría de hacer cualquier tipo de disquisición al respecto.
Por lo general, la curiosidad me gana cuando anuncian que alguno de mis libros favoritos va a ser llevado a la pantalla grande. Estoy pendiente del día de estreno y cierro mis ojos y oídos a cualquier comentario al respecto, que a fin de cuentas termina por colarse y ser muy crítico y hasta lapidario (por ejemplo, lo que se filtró sobre la versión fílmica de El amor en los tiempos del cólera -antes de su estreno en Lima- era el mayor disuasivo para no ir a verla). Pero no sólo mi curiosidad termina por abrirse paso (expectativas por los suelos, que al final terminan bajo tierra), sino la vana ilusión de ver en la pantalla una copia aproximada o mejorada de los personajes que mi imaginación diseñó y cautivaron como lector, ya que alguien sabiamente los retrató en el papel para fijarlos en mi memoria.
Son muy raras las ocasiones en las que el visionamiento de una determinada película me ha llevado a leer el libro que la inspiró. Un ejemplo sería la cinta dirigida por los hermanos Coen, No es lugar para débiles (título en castellano), ganadora del Oscar a mejor película y a mejor director. Leer No es país para viejos fue mi primer acercamiento a la obra de Cormac McCarthy, pero luego de haber visto a sus personajes en la pantalla, durante su lectura me fue imposible deshacerme de la imagen del Anton Chigurh interpretado por Javier Bardem, y que le valiera el Oscar a mejor actor de reparto.
No es sino hacia el final de libro en que McCarthy, por intermedio de dos personajes secundarios (lo muchachos que lo asistieron luego del accidente), suelta algunos datos sobre los rasgos físicos de esa fascinante máquina de matar que es Chigurh, indisociable del depósito de aire y la pistola de aire comprimido. Algunos de estos datos -a esas alturas de la trama vueltos irrelevantes- son que es de mediana estatura, complexión media, treinta y pico de edad, pelo castaño oscuro. La caracterización de Bardem es imborrable.
¿Cuántos Anton Chigurh existen?, ¿cuántas Ferminas Daza, Remedios la bella, Magas? Tantos como lectores los imaginaron. ¿Cuántos superpondrán ese retrato concebido por la imaginación (a partir de algunos datos descriptivos, emocionales, leídos) el que una actriz o actor les ha dado -o dará en el futuro- vida? Algo tengo que decir al respecto. ¿Son menos vivos los personajes de ficción que no tienen sus pares en la pantalla? De esto sí estoy seguro: no. ¿Un actor o actriz, interpretando toda una saga libresca, puede llegar a encasillarse en un solo papel? Daniel Radcliffe, entre otros, tiene la palabra. ¿Puedo uno ver en los insoslayables rasgos físicos de determinado actor o actriz, la figura idónea para interpretar a un personaje de ficción? Quienquiera, bajo su cuenta y riesgo (al terminar de leer un libro, algunas personas mentalmente elaboran su propio casting). ¿Puedo dejar de preguntar inanidades? Trataré.
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2.
De los once libros de Philip Roth que me compré, leí primero El animal moribundo y en segundo lugar La mancha humana, con la intención de ver sus adaptaciones cinematográficas para mí disponibles. No son los únicos libros de Roth llevados a la pantalla grande. Hace poco me enteré de la existencia de las adaptaciones de Goodbye, Columbus y El lamento de Portnoy, que datan de 1969 y 1972 respectivamente, y una adaptación televisiva de La visita al maestro en 1984.
El 2003 Robert Benton dirigió La mancha humana. Los papeles principales recayeron en Anthony Hopkins (Coleman Silk), Nicole Kidman (Faunia Farely), Ed Harris (Lester Farely), Gary Sinise (Nathan Zuckerman) y Wentworth Miller (Coleman joven). Este año se estrenó Elegía (título de la adaptación de El animal moribundo). Dirigida por la barcelonesa Isabel Coixet (la misma de Mi vida sin mí); encabezan el reparto Penélope Cruz (Consuelo Castillo) y Ben Kingsley (David Kepesh).
La mancha humana (2000) es una de las mejores novelas, si no la mejor, que hasta ahora he leído de Roth. Forma parte, junto con Pastoral americana (1997) y Me casé con un comunista (1998), de la llamada trilogía de la América perdida. El animal moribundo (2001) es una obra menor, pero intensa. Es parte de la trilogía (El pecho, 1972 y El maestro del deseo, 1977) protagonizada por David Kepesh, otro álter ego de Roth, al igual que Nathan Zuckerman. Ambas novelas, dicho superficialmente, tratan sobre pasiones otoñales, las que se dan cuando sus protagonistas cuentan con 71 y 62 años. Pero La mancha humana es mucho más. (El triunfo de Barak Obama sería algo impensable en los tiempos pretéritos en que se enmarcan ciertos hechos trascendentales en la vida del joven Coleman.)
Antes de haber leído ambas novelas, antes de que mi imaginación dotara de un rostro y cuerpo a sus protagonistas -imaginara las situaciones, concibiera los escenarios-, me informé de los actores que les dieron vida en la pantalla. Leí El animal moribundo con la imagen de Penélope Cruz como Consuelo Castillo. David Kepesh es el narrador protagonista de este idilio devenido en drama. Una nouvelle con intensos pasajes eróticos y cierto efectismo sensiblero sobre final. Kepesh es un profesor universitario que a sus 62 años no pierde su olfato seductor, pero no contaba con la arrolladora presencia (y el mayor monstruo, los celos) de Consuelo, hija de exiliados cubanos, a quien describe en las primeras páginas como una mujer de cutis pálido, boca arqueada, de labios gordezuelos, frente redondeada y lustrosa, cabello muy negro y liso, complexión imponente, y lo más llamativo: sus “pechos poderosos y bellos”. Pocos rasgos en esta prosopografía concuerdan con Cruz, pero su imagen retratada en algunas fotos de la película me dejó una huella indeleble. A todo esto debo sumarle los ojos omnipresentes que figuran en la portada del libro (un marketero Movie Tie-in). Eso sí, para mí, y soy injusto en decirlo, Ben Kingsley de sensacional Gandhi en la pantalla no pasó.
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“Era delgada y austera. Nada, o muy poco, revelaban sus ojos. Desde luego, su rostro no tenía la menor elocuencia. ¿Sensualidad? Cero. No se le veía por ningún lado. Aparte de la palidez lechosa, todos sus posibles atractivos estaban ocultos. Había conseguido adoptar un aspecto que le hacía pasar por completo desapercibida. Era la habilidad de un animal, tanto depredador como presa.”
El párrafo anterior consigna la descripción que a la mitad de La mancha humana hace Nathan Zuckerman de Faunia Farley, después de conocerla. Hasta ese momento, el autor había hecho una descripción del carácter y costumbres del personaje (una etopeya). El retrato final se complementa con un dato ya conocido: tiene 34 años. ¿Quién le dio vida en la pantalla? Nada menos que Nicole Kidman, actriz de una belleza fría, quien tuvo que sufrir cierto desaliño para estar a la altura del papel encomendado, pero que nunca se superpuso al que mi magín concibió leyendo el libro. Tampoco la figura de Anthony Hopkins, convenientemente maquillado para la ocasión, en rol del septuagenario Coleman Silk, invadió los terrenos de la imaginación, mas su capacidad histriónica en la cinta sí es digna de resaltar.
3.
Siempre me han llamado la atención las diversas respuestas de críticos, escritores, personajes mediáticos y simples mortales, dan a la pregunta de ¿con qué personaje literario tendrías un romance? Yo mismo me he sorprendido con lo poco fiel que he sido a medida que mis lecturas se ensanchaban. Alguna vez pensé este juego podría desembocar en algún tipo de parafilia (desconozco si alcanzaría ese rango, si ya está tipificado). En fin. Para terminar, transcribo un párrafo muy elocuente, como quien quiere redimirse de sus inexistentes culpas pasadas, presentes y futuras. Pertenece a uno de los libros autobiográficos del sudafricano J. M. Coetzee.
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Desde luego Emma Bovary es un personaje de ficción, nunca se la encontrará en la calle. Pero Emma no fue creada de la nada: sus orígenes se remontan a las experiencias de carne y hueso de su autor, experiencias que luego fueron sometidas al fuego transfigurador del arte. Si Emma tuvo un original, o varios, de ello se deduce que en el mundo real deberían existir mujeres como Emma o como su original. E incluso de no ser así, incluso si ninguna mujer del mundo real acaba de ser como Emma, tiene que haber muchas mujeres a quienes la lectura de Madame Bovary haya afectado tan hondamente que hayan caído bajo el embrujo de Emma y se hayan convertido en versiones de ella. Tal vez no sean la Emma real pero en cierto sentido son su personificación en vida. (Coetzee, J. M., Juventud, Pág. 33)