Maggie adoraba la feria que los libreros de viejo montaban cada semestre en el jardín principal de la universidad. Aunque era cierto que nunca se ofertaban ni los clásicos de bolsillo, y los hallazgos editoriales parecían reservarse a latitudes más sórdidas, como los jirones Amazonas y Quilca en el centro de la ciudad, disfrutaba pasear su nariz por el perfume de tantas páginas sepias distribuidas caóticamente sobre las mesas de madera de cada puesto, guiándose sólo por el efecto narcótico de la experiencia que desprendían, y que, según ella, habían robado de sus antiguos lectores. A Maggie le gustaba creer que las horas y polillas invertidas en cada libro permanecían extáticas en sus páginas como ladrillos incandescentes con los que se podía reconstruir la Babilonia de los jardines y hasta su respectiva torre políglota. Distraída siempre en ese tipo de anotaciones, no dejaba de reconocerse extraña, evidentemente otra que, sin embargo, parecía más ella que nunca, concentrada en la sonrisa tonta del tal Mendizábal…
Giancarlo Poma Linares, Sonata para kamikazes
Anoche… No, anoche no. Las primeras horas del día de hoy terminé de leer
Firmin (Seix Barral, 2007). En realidad debía haber terminado de leer la novela de Sam Savage unas horas antes, cuando aún era viernes, pero me daba pena acabar la historia, a pesar de lo abducido que me hallaba, así que traté de retrasar el final mirando para otro lado, pensando en las musarañas, ideando escribir un post -otro post fantasma- que se titule “Instrucciones para comprar libros (guía local)”. Como el sueño no me visitaba, decidí tomar una de mis lecturas pendientes de reciente adquisición (sí, regresé a la FIL y compré otros 6 libros):
Sonata para kamikazes, de Giancarlo Poma Linares (Lima, 1985), novela ganadora del XIII Premio de Novela Corta Julio Ramón Ribeyro BCRP, pero pese al evidente color local de las situaciones, no pude pasar de la página 27, ya que el último párrafo de esta página (transcrito al principio) me dirigió directo y sin escalas a las páginas finales y al final de la ratita devoradora de libros.
Debo reconocer que las partes que más me gustaron de
Firmin tenían que ver con las observaciones que la ratita hacía del librero Norman Shine y su librería de viejo, Libros Pembroke: la azarosa disposición de los libros, la diligencia de Norman, el buen ojo del librero a la hora de valorar ciertos libros, la gente que acudía a la librería y se internaba en sus instalaciones como si de la caza de un tesoro se tratase o sólo iba a husmear y departir con el dueño, etc. Cuando Firmin pasa a compartir sus días con Jerry Magoon, el escritor fracasado, la trama se torna bastante previsible, pero no menos entrañable, hasta que…
A continuación, algunos de mis extractos favoritos de esta imperdible novela; mi pequeña lista de nuevas adquisiciones, y más fotos de la FIL
A veces los libros estaban bien colocados, bajo sus rótulos correspondientes, pero otras veces se encontraban por ahí, desperdigados, en cualquier sitio. Cuando empecé a comprender mejor a las personas, caí en la cuenta de que ese increíble desorden era una de las cosas que la gente apreciaba en Libros Pembroke. No venían sólo a comprar un libro, soltar la pasta y darse el piro. Se quedaban un buen rato. Ellos lo llamaban mirar, pero más bien parecía que estaban excavando una mina. Me sorprendía que no trajesen palas. Cavaban en busca de tesoros con las manos desnudas, hundiendo a veces los brazos hasta las axilas, y cuando extraían alguna pepita literaria de algún montón de escoria, se sentían muchísimo más felices que si hubieran llegado y hubiesen comprado directamente el libro. En ese sentido, comprar en Pembroke era como leer: nunca sabe uno con qué va a encontrarse en la página siguiente —la estantería, el montón, la caja siguientes—, y eso constituía una parte importante del placer. Y eso constituía una parte importante del placer de los túneles, también: nunca sabía uno qué aguardaba a la vuelta de la esquina, al final del conducto siguiente.
A raíz de este descubrimiento, me dediqué casi por entero a los libros de arriba, mejores que los del sótano. Salas y más salas repletas de libros. Los había encuadernados en cuero, con ribetes de oro, pero el caso era que a mí me gustaban más los de bolsillo, sobre todo los de New Directions, con sus cubiertas en blanco y negro, y también los muy serios y muy austeros de Scribner. Si fuera un ser humano y me dedicase a leer en los parques, ésos son los libros que siempre llevaría conmigo.
Y no tienes que creerte los relatos para que te gusten. Me gustan todos. Me encanta la progresión del planteamiento, del desarrollo y del desenlace. Me encantan la lenta acumulación de significados, los brumosos paisajes de la imaginación, los recorridos laberínticos, las laderas boscosas, los reflejos en los estanques, los giros trágicos y los deslices cómicos.
Y así a decenas [de dedicatorias], en cada ranchera llena de libros que llegaba. Era asqueroso. Tendrían que enterrar los libros con sus propietarios, como hacían los egipcios, para que la gente no pudiera poner sus manazas en ellos, luego; para que los muertos tuvieran algo que leer en su largo recorrido de la eternidad.
Mis compras en mi segunda visita a la FIL (los 3 primeros son de escritores peruanos):
Sonata para kamikazes (Banco Central de Reserva de Perú, 2010), Giancarlo Poma Linares.
Un beso de invierno (BCR, 2001), Premio BCRP – Novela Corta 2000, de José de Piérola.
Crecer es un oficio triste (ElCobre, 2003), creo que es el primer libro de cuentos (para adultos) del peruano Santiago Roncagliolo.
Historias de amor (Biblioteca esencial, La Nación, 2005), 18 cuentos del argentino Adolfo Bioy Casares.
Yo, el rey, de Juan Antonio Vallejo-Nágera, Premio Planeta 1985
Todo bajo el cielo (Planeta, 2006), de Matilde Asensi. No he leído nada de esta escritora de best-sellers. Si no me gusta, normal, teniendo en cuenta que generalmente no me va bien con este tipo de novelas, pero ay!, si me llega a gustar, voy a tener que buscar más de sus libros.