Quiero creer que soy un lector poco prejuicioso. Que lo que puede pasar a ojos de terceros como prejuicios son más bien preferencias, y por tanto tengo gustos simples y en ocasiones un tanto excéntricos o poco comunes. Si todo este rollo es cierto o no, me quedan aún varios años por averiguarlo. A lo mejor dé con la respuesta al final de esta entrada.
El día domingo me quedé con las ganas de echarle una mirada un tanto extemporánea a mis lecturas 2009 y escribir una suerte de ranking con lo mejores y peores libros leídos, así como elaborar algún tipo de balance. Me fue imposible porque empecé a sentirme un tanto mal de salud (una común y corriente gripe puede dejarme en el desamparo) y por si fuera poco, la lista con los mejores títulos se me hacía muy larga (sobrepasaba el top ten) y no me atrevía a catalogar de malos a los que no me convencieron en su momento. Lo que terminó por dejarme medio comatoso fue el (des)balance que se iba gestando. Con lápiz y papel en mano fueron apareciendo cifras apocalípticas, y no me estoy refiriendo al número de libros leídos (80 propios; 6 e-books) sino a esto:
De los 64 autores que leí, sólo 9 fueron mujeres (14 libros en total).
Por si fuera poco, parece que no soy muy dado a descubrir escritores nuevos, los que suman 25, en tanto los viejos conocidos 39. Amplia mayoría son los autores hispanohablantes: 47. Resto del mundo: 17
La ficción fue mayoría con 71 títulos, de los cuales únicamente 4 fueron colecciones de cuentos, el resto novelas.
13 libros de no ficción, o que privilegien la no ficción, y un libro de poesía y otro de teatro son cifras que llevan a la reflexión (al menos a mí).
Editoriales con mayor presencia: Alfaguara (20), DeBolsillo (11), Seix Barral, incluyendo los Booket (10). Esto tiene su explicación en lo caras que son otras editoriales y la poca oferta de títulos.
Autores más leídos: Amélie Nothomb (5), Philip Roth (4). Con 3: Javier Marías (los que conforman Tu rostro mañana), Mario Levrero y Rodrigo Fresán.
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Ayer, ya mejor de salud, y con la ilusión a flor de piel de que este 2010 las cosas se tornasen más balanceadas en cuanto a mis lecturas, acudí a mi primera compra de libros del año con algunos títulos en la mente pero siempre llano a sorprenderme y ensanchar mi parnaso literario. Dos títulos que vienen dándome vueltas en la cabeza son El corazón helado, de Almudena Grandes, quien es una vieja –dicho con respeto– conocida (¿alguien más leyó o vio Las edades de Lulú?, digan que sí), capaz de balancear lo balanceable y Saber perder, de David Trueba (un desconocido por conocer). Sé en qué librería puedo encontrar ambas novelas, pero mis pasos me dirigieron en la dirección contraria, a Quilca, dispuesto, como dije, a dejarme sorprender.
Para los interesados, en Quilca vi dos títulos de la flamante Nobel Herta Müller, editados por Siruela, tapa dura. Una autora por conocer, sin duda, pero cuyos libros no me convencieron, en todo caso quién sabe más adelante supere lo cortitos que son y… Sí, no hubo sorpresas. Cedí a mis preferencias, a mis gustos, a mis tentaciones, que no prejuicios. Al final me llevé la Trilogía Millennium de Stieg Larsson y los dos tomos con la edición definitiva de los ¡cuentos! de La palabra del mudo, de Julio Ramón Ribeyro (1929 – 1994), escritor peruano que no me cansaré de recomendar.
¿Por qué La palabra del mudo?
“Porque en la mayoría de mis cuentos se expresan aquellos que en la vida están privados de la palabra, los marginados, los olvidados, los condenados a una existencia sin sintonía y sin voz. Yo les he restituido este hálito negado y les he permitido modular sus anhelos, sus arrebatos y sus angustias”.
(De una carta del autor al editor, el 15 de febrero de 1973).
Almudena, David: para la próxima será. Total, todos tenemos nuestro plan infinito.
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No quiero cerrar el capítulo 2009 sin darles las gracias a todos los que ensancharon mis lecturas gracias a sus recomendaciones directas e indirectas (leyendo parte o el total de sus reseñas o sus intercambios de comentarios). La lista también es larga y en el plan infinito están los españoles arriba nombrados y otros tantos por descubrir. Para todos ustedes mi eterno agradecimiento y lo siguiente:
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Poco antes o poco después de que mi hermana menor estuviera a punto de ahogarse, recibí otra lección de ella, sin que ella quisiera dármela, y esta lección coincidió con otra decepción para mi papá. Estaban celebrando en Medellín una Feria Popular del Libro, en el centro, y él nos llevó a los dos hermanos menores, a Sol y a mí. Al llegar nos dijo que cada uno podía escoger un libro, el que quisiéramos, para que él nos lo comprara, y para que después lo pudiéramos leer en la casa. Primero íbamos a recorrer todos los puestos de exhibición, y luego de regreso, escogeríamos el libro que más nos llamara la atención.
Hicimos el recorrido dos veces, calle arriba y calle abajo, y mi papá, sin forzarnos demasiado, nos hacía algunas sugerencias, cogía libros entre las manos y elogiaba las virtudes de la historia, la maestría del escritor, lo apasionante del tema. Pronto mi hermana escogió uno siguiendo los consejos de él. El ruiseñor y la rosa y otros cuentos de Oscar Wilde, en una edición muy modesta, pero hermosa, blanca, con una rosa roja en la cubierta. Yo en cambio me había obsesionado desde el primer recorrido con un libro caro, grande, de tapas rojas, que se llamaba Las reglas oficiales de todos los deportes. Ahora, si había algo que mi papá despreciara eran los deportes, el ejercicio en general, que para él era solamente una posible fuente de lesiones y accidentes. Trató de disuadirme; me dijo que eso no era literatura, ni ciencia ni historia, incluso llegó a decir, cosa insólita en él, que era muy caro. Pero yo estaba cada vez más resuelto, y apretando los dientes, contrariado, mi papá me lo compró.
Cuando más tarde llegamos a la casa, nos fuimos los tres a la biblioteca, y mientras yo intentaba entender las reglas del fútbol americano, que ni esa vez ni nunca pude comprender, mi papá empezó a leerle en voz alta a mi hermana el primer cuento de Oscar Wilde que venía en el libro, precisamente “El ruiseñor y la rosa”. Llevarían una página en la lectura cuando yo ya estaba completamente decepcionado de las incomprensibles reglas del fútbol americano, y oyendo con disimulo la maravillosa historia de Wilde, hasta que al final, cuando el pájaro muere traspasado por la espina del rosal, yo mismo cerré mi libro y me acerqué a ellos, humilde y arrepentido. Mi papá terminó de leer con mucha emoción. Creo que me sentí tan miserable como la vez en que no había sido capaz de salvar a mi hermana en su caída al mar, y creo que mi papá estaba casi tan decepcionado de mí como esa otra vez. Escondí el libro rojo de las reglas de los deportes detrás de mis otros libros, como si fuera una revista pornográfica, leí una y otra vez los fascinantes cuentos de Wilde, y desde entonces no he hecho otra cosa que leer literatura, ciencia, historia, aunque ya no aprendiera jamás las reglas de críquet, ni del rugby, ni del fútbol americano o el judo japonés.
Héctor Abad Faciolince, El olvido que seremos, Págs. 137-139