Como no suelo reseñar los libros que voy leyendo (salvo en casos especiales), hoy que he hecho una pausa con los que tengo pendientes (la verdad es que no me ha provocado leer más de 50 páginas, a pesar de ser domingo), y he leído una buena cantidad de reseñas y posts de los amigos bloggers (sólo me falta estar al día con los comentarios), me puse a pensar en torno a ciertos hechos curiosos -otros no tanto- que los libros que he leído este año de una u otra forma han suscitado; desde el momento en que fueron adquiridos, hasta terminarlos. De estas cavilaciones (anécdotas, manías, promesas incumplidas, etc.) trata la siguiente entrada. Pero antes, la lista de los libros leídos:

En el tiempo de las mariposas (1995), Julia Álvarez
El descubrimiento de España (2000), Fernando Iwasaki
Los santos inocentes (1981), Miguel Delibes
Los hombres que no amaban a las mujeres (2005), Stieg Larsson
El séptimo velo (2007), Juan Manuel de Prada
Exploradores del abismo (2007), Enrique Vila-Matas
La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina (2006), Stieg Larsson

A fines del año pasado me había prometido dedicarle la primera semana del 2010 a la relectura de los libros que tengo de Rodrigo Fresán. Ya se sabe que este tipo de promesas nunca deben hacerse; se necesita más que fuerza de voluntad para alejar de nuestro campo visual aquellos libros que claman ser leídos por primera –y quién sabe única– vez. De manera que, apenas me sentí capacitado para tomar un libro en mis manos, me puse a leer la novela de una escritora desconocida para mí: la dominicana Julia Álvarez, quien, como su compatriota Junot Díaz, escribe en inglés.

En el tiempo de las mariposas (Punto de Lectura, 2004) es una novela que tiene como protagonistas a las hermanas Mirabal (Minerva, Patria y Teresa; una cuarta hermana, Adela “Dedé Mirabal sobrevivió para contar los sucesos en la ficción)) y su lucha contra el trujillato que les costara la vida, pero cuyo martirio no fue en vano. Supe por primera vez de las monstruosidades de la dictadura de Rafael Leonidas Trujillo gracias a la magistral novela de Vargas Llosa, La fiesta del chivo (2000). En Latinoamerica abundan las novelas sobre dictadores (ergo también abundan esta clase de sátrapas), unas mejores que otras (la de Julia Álvarez no es la mejor técnicamente hablando), pero si están escritas con honestidad, y no por mero afán comercial, son necesarias para no volver a cometer los mismos errores ni tolerar esos regímenes autoritarios. Un hecho curioso: hace algunos días sintonicé de casualidad los instantes finales de la adaptación cinematográfica de este libro (aquellos que van desde el encierro de las Mirabal –y de sus esposos y amigos– hasta su ejecución). Cuesta ver y escuchar a una Salma Hayek, entre otros actores mexicanos, perorando en inglés.

Fernando Iwasaki es un escritor peruano afincado en Sevilla hace más de dos décadas. El descubrimiento de España (Peisa, 2000) es el libro número 7 que le leo, todos ellos (cuentos, ensayos, novelas) caracterizados por el humor y la ironía que destilan. Tengo 11 meses por delante con el fin de postear algo referente a 3 peruanos que radican en España, y cuyas obras en gran parte he leído; me refiero a Iwasaki, Jorge Eduardo Benavides (Tenerife) y Santiago Roncagliolo (Barcelona). No es una promesa, pero sé que me divertiré escribiéndolo y eso suena más que tentador.

Todo apuntaba a que mi primer acercamiento a la obra del controversial Juan Manuel de Prada iba a ser mi primer libro en abandonar en 5 años, desde que no pudiera con La guerra de los mundos, de H. G Wells (previo al estreno de la película de Spielberg). El séptimo velo (Booket, 2008), galardonada con el Premio Biblioteca Breve 2007, es una novela de largo aliento que se desarrolla en diversos escenarios (España, Francia y Argentina) y en distintas épocas. Describe ciertos acontecimientos dolorosos y heroicos (la ocupación alemana en Francia, la resistencia francesa, así como una España que acusa los estragos de la Guerra Civil), pero se enfanga cada tanto, mejor dicho me enfangué, debido a la prosa demasiado recargada en adjetivos e imágenes. La recuperación del pasado del protagonista, y narrador en varios pasajes, es el tema principal. Sólo mi interés por llegar a conocer en su totalidad los hechos hizo que llegara al final del libro, pero en el camino terminé de leer 2 igual de sugestivos pero sin mayores alardes retóricos.

Hace un tiempo me prometí (sigo con las promesas rotas) no adquirir libros de segunda mano que consignen en alguna parte de sus páginas el nombre de su antiguo propietario. No tengo ningún reparo en acudir a los libreros de viejo en busca de algún ejemplar atractivo. Mis únicas condiciones innegociables son que contengan todas sus páginas y carátulas originales, y su tipografía sea legible. Una que otra manchita, o el palmario paso del tiempo en sus hojas, no me arredran. Quiso el azar o el destino que me topara con un libro de Miguel Delibes inhallable en librerías, en el stand de una caserita reciente que vende en su mayoría libros de segunda y de no sé cuántas manos. El punto es que encontré en la primera página de Los santos inocentes (Booket, 1997) el ilegible (ustedes me dirán que alcanzaron a leer) nombre de alguno de sus dueños, así como la fecha. No me arrepiento de haber roto mi promesa dada la calidad de la nouvelle. ¿El fin justifica los medios?

No recuerdo exactamente cuándo tuve conocimiento de la trilogía de Stieg Larsson. Quizá fue cuando anunciaron en España la publicación del tercer libro o cuando leí las cifras de infarto que convertían al fallecido escritor sueco en un autor de best-sellers, fama que lamentablemente no llegó a disfrutar en vida. Confieso, en mi ignorancia, que el rótulo Los hombres que no amaban a las mujeres (Destino, 2007) me sonaba a título de libro de autoayuda y que para mí ostentaba -y aún ostenta- una espantosa portada, salvo mejor opinión. Con el correr de los días, la lectura muy por encima de las reseñas que le dedicaban a Millennium terminó por capturar mi interés. A partir de ese momento empezó la interminable cuenta regresiva hasta ver en librerías limeñas los libros de Larsson (¡y vaya que se hicieron esperar!) y mi negativa a leer lo que decían otros lectores sobre cualquiera de ellos. Eso sí, ya identifiqué las entradas que los amigos bloggers le han dedicado; las leeré cuando concluya con la trilogía.

Podría considerar de afortunado el día en que fui donde una de mis caseritas a recoger mi pedido: El corazón helado, de Almudena Grandes, porque no sólo conseguí mi tercer libro de Delibes, sino porque también me hice del número 8 de Enrique Vila-Matas (el noveno me lo va a regalar mi compinche). La lectura de los relatos de Exploradores del abismo (Compactos Anagrama, 2009) me vino como caída del cielo antes de abordar Millennium II. En el plan de contingencia tenía otro libro de relatos y la lectura (relectura en algunos casos) del primer tomo de La palabra del mudo, los cuentos de Julio Ramón Ribeyro (el catalán en más de una ocasión ha expresado su admiración por la prosa del peruano).

Hubo un domingo que leí como enajenado Millennium I. Tengo registrados el número de páginas. Un caso excepcional, sin duda, pero de los que no son pocos en mi experiencia como lector, ya que la novela tardó en despegar. Luego vería la película con el riesgo de ponerle el rostro de sus actores cuando lea los dos libros restantes, cosa que no me ha pasado ya que los pormenorizados retratos que Larsson hace de la indestructible Lisbeth Salander y del periodista Mikael Blomkvist, entre otros personajes, evitan que mi imaginación claudique ante cualquier suplantación venida de la pantalla grande. Los malabares que han hecho con el guión para presentarnos a un Mikael casi monógamo y las incontables licencias que incluyen un flashback tomado del segundo libro me han hecho pensar si debería ver Millennium II. La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina, (Destino, 2009) es hasta ahora mi novela favorita de la saga. De ritmo trepidante, hace que uno pase por alto sus defectos estructurales y las morosas descripciones.

Esas fueron, pues, mis lecturas de Enero. Algunos de estos títulos han pasado a formar parte de Un reto con carácter. Sí, llegué a registrarme. Supuestamente voy 76 caracteres leídos...

Quiero creer que soy un lector poco prejuicioso. Que lo que puede pasar a ojos de terceros como prejuicios son más bien preferencias, y por tanto tengo gustos simples y en ocasiones un tanto excéntricos o poco comunes. Si todo este rollo es cierto o no, me quedan aún varios años por averiguarlo. A lo mejor dé con la respuesta al final de esta entrada.

El día domingo me quedé con las ganas de echarle una mirada un tanto extemporánea a mis lecturas 2009 y escribir una suerte de ranking con lo mejores y peores libros leídos, así como elaborar algún tipo de balance. Me fue imposible porque empecé a sentirme un tanto mal de salud (una común y corriente gripe puede dejarme en el desamparo) y por si fuera poco, la lista con los mejores títulos se me hacía muy larga (sobrepasaba el top ten) y no me atrevía a catalogar de malos a los que no me convencieron en su momento. Lo que terminó por dejarme medio comatoso fue el (des)balance que se iba gestando. Con lápiz y papel en mano fueron apareciendo cifras apocalípticas, y no me estoy refiriendo al número de libros leídos (80 propios; 6 e-books) sino a esto:

De los 64 autores que leí, sólo 9 fueron mujeres (14 libros en total).
Por si fuera poco, parece que no soy muy dado a descubrir escritores nuevos, los que suman 25, en tanto los viejos conocidos 39. Amplia mayoría son los autores hispanohablantes: 47. Resto del mundo: 17

La ficción fue mayoría con 71 títulos, de los cuales únicamente 4 fueron colecciones de cuentos, el resto novelas.
13 libros de no ficción, o que privilegien la no ficción, y un libro de poesía y otro de teatro son cifras que llevan a la reflexión (al menos a mí).

Editoriales con mayor presencia: Alfaguara (20), DeBolsillo (11), Seix Barral, incluyendo los Booket (10). Esto tiene su explicación en lo caras que son otras editoriales y la poca oferta de títulos.

Autores más leídos: Amélie Nothomb (5), Philip Roth (4). Con 3: Javier Marías (los que conforman Tu rostro mañana), Mario Levrero y Rodrigo Fresán.

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Ayer, ya mejor de salud, y con la ilusión a flor de piel de que este 2010 las cosas se tornasen más balanceadas en cuanto a mis lecturas, acudí a mi primera compra de libros del año con algunos títulos en la mente pero siempre llano a sorprenderme y ensanchar mi parnaso literario. Dos títulos que vienen dándome vueltas en la cabeza son El corazón helado, de Almudena Grandes, quien es una vieja –dicho con respeto conocida (¿alguien más leyó o vio Las edades de Lulú?, digan que sí), capaz de balancear lo balanceable y Saber perder, de David Trueba (un desconocido por conocer). Sé en qué librería puedo encontrar ambas novelas, pero mis pasos me dirigieron en la dirección contraria, a Quilca, dispuesto, como dije, a dejarme sorprender.

Para los interesados, en Quilca vi dos títulos de la flamante Nobel Herta Müller, editados por Siruela, tapa dura. Una autora por conocer, sin duda, pero cuyos libros no me convencieron, en todo caso quién sabe más adelante supere lo cortitos que son y… Sí, no hubo sorpresas. Cedí a mis preferencias, a mis gustos, a mis tentaciones, que no prejuicios. Al final me llevé la Trilogía Millennium de Stieg Larsson y los dos tomos con la edición definitiva de los ¡cuentos! de La palabra del mudo, de Julio Ramón Ribeyro (1929 – 1994), escritor peruano que no me cansaré de recomendar.


¿Por qué La palabra del mudo?
“Porque en la mayoría de mis cuentos se expresan aquellos que en la vida están privados de la palabra, los marginados, los olvidados, los condenados a una existencia sin sintonía y sin voz. Yo les he restituido este hálito negado y les he permitido modular sus anhelos, sus arrebatos y sus angustias”.
 (De una carta del autor al editor, el 15 de febrero de 1973).


Almudena, David: para la próxima será. Total, todos tenemos nuestro plan infinito.

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No quiero cerrar el capítulo 2009 sin darles las gracias a todos los que ensancharon mis lecturas gracias a sus recomendaciones directas e indirectas (leyendo parte o el total de sus reseñas o sus intercambios de comentarios). La lista también es larga y en el plan infinito están los españoles arriba nombrados y otros tantos por descubrir. Para todos ustedes mi eterno agradecimiento y lo siguiente:

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Poco antes o poco después de que mi hermana menor estuviera a punto de ahogarse, recibí otra lección de ella, sin que ella quisiera dármela, y esta lección coincidió con otra decepción para mi papá. Estaban celebrando en Medellín una Feria Popular del Libro, en el centro, y él nos llevó a los dos hermanos menores, a Sol y a mí. Al llegar nos dijo que cada uno podía escoger un libro, el que quisiéramos, para que él nos lo comprara, y para que después lo pudiéramos leer en la casa. Primero íbamos a recorrer todos los puestos de exhibición, y luego de regreso, escogeríamos el libro que más nos llamara la atención.

Hicimos el recorrido dos veces, calle arriba y calle abajo, y mi papá, sin forzarnos demasiado, nos hacía algunas sugerencias, cogía libros entre las manos y elogiaba las virtudes de la historia, la maestría del escritor, lo apasionante del tema. Pronto mi hermana escogió uno siguiendo los consejos de él. El ruiseñor y la rosa y otros cuentos de Oscar Wilde, en una edición muy modesta, pero hermosa, blanca, con una rosa roja en la cubierta. Yo en cambio me había obsesionado desde el primer recorrido con un libro caro, grande, de tapas rojas, que se llamaba Las reglas oficiales de todos los deportes. Ahora, si había algo que mi papá despreciara eran los deportes, el ejercicio en general, que para él era solamente una posible fuente de lesiones y accidentes. Trató de disuadirme; me dijo que eso no era literatura, ni ciencia ni historia, incluso llegó a decir, cosa insólita en él, que era muy caro. Pero yo estaba cada vez más resuelto, y apretando los dientes, contrariado, mi papá me lo compró.

Cuando más tarde llegamos a la casa, nos fuimos los tres a la biblioteca, y mientras yo intentaba entender las reglas del fútbol americano, que ni esa vez ni nunca pude comprender, mi papá empezó a leerle en voz alta a mi hermana el primer cuento de Oscar Wilde que venía en el libro, precisamente “El ruiseñor y la rosa”. Llevarían una página en la lectura cuando yo ya estaba completamente decepcionado de las incomprensibles reglas del fútbol americano, y oyendo con disimulo la maravillosa historia de Wilde, hasta que al final, cuando el pájaro muere traspasado por la espina del rosal, yo mismo cerré mi libro y me acerqué a ellos, humilde y arrepentido. Mi papá terminó de leer con mucha emoción. Creo que me sentí tan miserable como la vez en que no había sido capaz de salvar a mi hermana en su caída al mar, y creo que mi papá estaba casi tan decepcionado de mí como esa otra vez. Escondí el libro rojo de las reglas de los deportes detrás de mis otros libros, como si fuera una revista pornográfica, leí una y otra vez los fascinantes cuentos de Wilde, y desde entonces no he hecho otra cosa que leer literatura, ciencia, historia, aunque ya no aprendiera jamás las reglas de críquet, ni del rugby, ni del fútbol americano o el judo japonés.

Héctor Abad Faciolince, El olvido que seremos, Págs. 137-139

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