Tengo la costumbre de navegar por Internet y pasear la mirada por las distintas ediciones en castellano y otros idiomas de mis libros favoritos. Me quedo extasiado ante las distintas portadas (subjetivamente, todo un muestrario del buen y mal gusto), la mayoría de ellas más vistosas, artísticas y acordes con el contenido del libro, que la que me tocó en suerte. En la muestra dedicada a la vida y obra de Vargas Llosa hay/había (desconozco si todavía puede visitarse) todo un mural multicolor con las fotos de un número significativo de las portadas de sus libros en varias lenguas, que parcialmente fotografié (con K ubicábamos nuestras carátulas favoritas por títulos y distinguíamos algunas faltantes -sí, las había- y las que nos tocaron en gracia).

Este mes, en Estados Unidos ha salido a la venta la traducción a cargo de Natasha Wimmer de la meganovela póstuma de Roberto Bolaño: “2666” (antes de ser publicada, The New York Times la ha calificado como la mejor novela del 2008). El lector interesado puede acceder a la edición completa en un solo tomo o en tres manejables volúmenes. Para variar, a juzgar por la foto, la portada del único tomo en la editorial Farrar, Straus and Giroux me ha gustado más que la que tengo de Anagrama.



Hará un par de años, un compañero de trabajo, llevado por mis comentarios laudatorios al libro que acababa de leer, me lo pidió prestado. Días atrás, la selección “azurra” se había coronado campeona del mundial de fútbol en tierras germánicas y yo daba cuenta de “Dios es redondo”, libro de crónicas del mexicano Juan Villoro, como quien quiere prolongar el éxtasis futbolero con una prosa atildada que convocaba el retumbar de las tribunas para deleite de mis ojos.

Apenas pude (antes había pasado por otras manos) le presté mi libro a este compañero quien, al día siguiente, lo llevaría al trabajo y devolvía para mi desconcierto. Por un momento pensé que rápidamente se había desencantado (una noche de lectura parecía bastarle para emitir un veredicto negativo). No fue así. Me lo devolvía, sí, pero para adquirir ese mismo día su propio ejemplar, motivado por las breves pero sustanciosas páginas que había leído.

Informado por mí de su costo y el lugar donde lo había adquirido, esa noche lo acompañé a efectuar su compra, la cual no se llevó a cabo, no porque ya no había ejemplares disponibles, sino porque los que había, tenían otra portada que, caprichos de un exigente lector, consumado fetichista, a mi compañero no le satisfacía visualmente. Él quería la edición argentina de Planeta, en la que ante un arco desguarnecido se distingue de espaldas la figura un anónimo pelotero (amateur a juzgar por las fachas) de rodillas, con los brazos en alto, elevando una plegaria al resplandor emitido por un dios -a todas luces- celestial.

Como no hubo compra, tuve que prestarle mi libro. Me inhibí de preguntarle acerca de las consideraciones que lo llevaron a no comprar la edición mexicana del libro de marras, aunque la anodina figura plana y sin gracia de un balón de fútbol en la carátula podría decirlo todo o decir nada, independientemente del contenido que era el mismo. Visto en una hipotética disyuntiva, yo hubiera optado por el diseño de la edición argentina; no me hubiera dado igual una u otra portada. Ahora, con la visualización de la edición en Anagrama (un tercero en discordia), la cosa se pone peliaguda, aunque por lo general salgo perdiendo.

Siempre habrá una portada más “bonita” que la que uno tenga, y no sólo eso. Por sí sola (la foto, pintura, dibujo, etc.) dirá mucho del contenido del libro, mientras le buscamos el (sin)sentido de la carátula del que tenemos entre manos, cosa en la que necesariamente no tiene ingerencia el autor: su opinión a veces no es tomada en cuenta o éste se desentiende por completo. La polémica se instaló hace unos años cuando Carolina López, la viuda de Roberto Bolaño, mostró su disgusto cuando el 2005 Seix Barral reeditó "La literatura nazi en América", en cuya portada se incluyen imágenes de Adolf Hitler. El caso lo pueden leer aquí.

La semana pasada al fin pude comprarme "La literatura nazi en América" (leído en su momento en formato e-book. De Bolaño me faltan “Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce”, “Una novelita lumpen”, “Tres” y “Los perros románticos”). Francamente, me importó un pepino que Hitler aparezca en la carátula. Este libro me era esquivo hace años. No era para ponerse exquisito. Al final, uno termina por acostumbrarse a las portadas de sus libros, por muy estrafalarias, kitsh (¿alguien dijo horror vacui?) o minimalistas (nombre del autor y título de la obra deslavazados) que estas sean. A veces, la necesidad tiene cara de hereje.

Noble, y a veces incomprendida, la tarea de quien se propone regalar un libro. No es sencillo dar con el gusto ajeno, por más que uno crea saber medianamente los intereses libreros del receptor. Más fácil, creo yo, es hacer las averiguaciones respectivas (de mutuo propio o por terceros) sobre lo que nunca leería esa persona a obsequiar; qué tópicos le repelen, qué autores le enronchan (prejuicios incubados), y, por mera intuición (se nota a leguas), indagar si le dedica un tiempo a la lectura, si en verdad lee algo más que no sean revistas y correos electrónicos. Considero un desperdicio regalarle un libro a alguien que no aprecie la lectura y los libros.

En mis peores pesadillas me he visto jugando por obligación (casi amenazado) al amigo secreto, recibiendo anónima y estentóreamente los más diversos libros de autoayuda (secretos para ser feliz, mejorar mi calidad de vida, vivir en armonía con el cosmos; recetas para hacer de este, un mundo mejor, como si no bastara el simple hecho de haber nacido), y yo tenía que tatuarme una sonrisa falsaria para estar a tono con el espíritu navideño y no pasar como un resentido, paria o Grinch.

Cada vez que se acerca el cumpleaños de alguna amiga, conocida, compañera sentimental o de trabajo, ya estoy pensando en el libro que le regalaré (novela, colección de cuentos o poemario, preferentemente). A los patas, compañeros, con una dotación alcohólica, creo haberme ganado el cielo. Soy demasiado previsible en estas situaciones.

No envidio a los memoriosos que recuerdan el primer libro que les fue obsequiado. En mi caso, tendría que acudir a la regresión hipnótica, pero como aún no me resulta relevante para fines prácticos (podría inventármelo, incluso, hacer una ficción de aquello), sólo me recuerdo leyendo, escogiendo qué libro leer, discriminando por el diseño de la portada, número de hojas, ilustraciones interiores y otras consideraciones bisoñas. Por el contrario, llevo una relación de los libros que me obsequiaron en los últimos 13 años, a partir de mi cumplemenos número 18. Relevante sí me parece incentivar la lectura de los pequeños de la familia, mediante el regalo de libros acordes a su edad.

Me intriga, eso sí, el rostro de cualquier agasajada con un libro: el inmediato momento en que rasga el papel de regalo y lee el título. Me gustaría contrastarlo con el que adoptará al justo instante final de su lectura. Suelo conformarme con el talante que adquiere cuando me está contando sus impresiones. Que dicha persona haya llegado al final del libro, ya es reconfortante. Por eso, nada más matalectores que regalar librotes de cuantiosas páginas, por el anodino hecho de quedar como un sabihondo en cuestiones literarias con la mejor edición del Ulises de Joyce o de La montaña mágica de Mann. Se trata, creo yo, de llegar en breve a intercambiar opiniones con el receptor, por más críticas que estas sean, sobre el libro obsequiado.

No suelo regalar un libro cuyo título no tenga en mi biblioteca y, obviamente, no haya leído antes. Esto no sólo por crear un tema de conversación a futuro, sino por la preponderante y egoísta razón de que una vez adquirido el libro desconocido para mí, terminaría por leerlo y quien sabe quedándomelo. Una única vez iba a hacer lo contrario (actualmente ocupa un lugar en mi biblioteca). El caso lo ameritaba.

Con “ella” habíamos tenido todo tipo de charlas en torno a la poesía de Luis Hernández, a raíz de la publicación de una antología que incluía diversas fotos del vate peruano y que ambos no teníamos, porque estábamos satisfechos (o eso creía al menos yo) con nuestro propio ejemplar de su reeditada Vox Horrísona. De todas maneras, creí que a ella le vendría de perillas esa antología como obsequio por su cumpleaños. Pero no contaba que yo no era el único que pensaba de esa manera. Alguien antes se me había adelantado (esas cosas pasan cuando suceden; pero yo nunca las había sufrido!).

Lo mejor que pudo haberme pasado fue averiguarlo en una conversación telefónica, la víspera de nuestro encuentro. Por más que ella me instaba a dejarlo así, ya que yo no podía cambiarlo, menos devolverlo, o que le regalara uno de mis libros (jamás lo haría, sería incapaz de tamaño gesto de desprendimiento, y no se imaginan cuánto valoré cuando yo fui merecedor de tal regalo), mentalmente hice cálculos para llegar a la cita a la hora acordada con otro libro. ¿Pero cuál? Con los datos recabados, esa noche cavilé al respecto: finalmente entre dos libros escogería. Al día siguiente, in situ, terminé por decidirme. Tiempo después, sería grato saber que, de haber optado por el otro título en mente, igualmente ella hubiera terminado por gustarle (es más, la novela que no elegí, ella pudo leerla por su cuenta y ver una aceptable adaptación cinematográfica).

...
.
El domingo último terminé de leer un libro más de Philip Roth. Quedé medio grogui. Era el séptimo libro leído consecutivamente de los once que junté del escritor norteamericano. Como faltaban dos días para mi cumpleaños, decidí tomarme un descanso, releer algunos párrafos, darle un vistazo a mis apuntes. El miércoles, post celebraciones, en vez de retomar a Roth, decidí regalarme un libro que no fuera de él. Un regalo simbólico, claro está, ya que quienes somos lectores impenitentes, no hay mes del año en que no nos obsequiemos libros; unos serán más especiales que otros, pero regaladísimos estamos y seremos por nadie mejor que uno mismo.

La tarde del miércoles la tenía libre. Salí del trabajo con un libro que me obsequiaron lo que me mantuvo contento y predispuesto a salir afortunado de mis pesquisas librescas. En vez de dirigirme a cualquier cadena de librerías, mis pasos me condujeron hacia mis caseritos del boulevard de la cultura de Quilca, a no sólo en búsqueda de mi regalo simbólico, sino también por tres títulos más de Roth que había encargado.

Llegué y mis pedidos estaban ahí: Deudas y dolores, El oficio: Un escritor, sus colegas y sus obras, y La conjura contra América (¿de quién más?: de Roth). Luego me dediqué a buscar "mi regalo". Oscurecía y ya tenía en mente un par de títulos, hasta que lo vi. Se trataba de una edición aparentemente cuidada de La Vaca (Alfaguara, 1999), del entrañable escritor guatemalteco Augusto -Tito para los amigos- Monterroso (1921 - 2003). Solicité
que le sacaran el plástico. Comprobé su buen estado, las imperceptibles huellas de humedad de sus hojas, el paso del tiempo en ellas, ese olor inconfundible a cosa guardada esperando por uno. Pese al precio adherido al plástico, pregunté su costo e incluso pedí rebaja, la cual me fue concedida.

En el taxi que me condujo a casa, empecé a darle una ojeada a mis libros. A simple vista, el libro de Monterroso exigía leerlo con paciencia, degustarlo de a pocos (no me equivocaría). De los tres nuevos títulos de Roth, La conjura contra América hacía toda clase de méritos para retomar a su autor (eso haré en breve). El auspicioso prólogo del libro que me regalaron, exigía acometerlo de inmediato (hecho), hacerle los honores, previa indagación en la red de si existía alguna reseña que confirmara lo escrito por el prologuista, el español Hernán Miyoga. En casa no sólo confirmé sospechas y terminé por decidirme a empezar la lectura del libro que me regalaron, también a escribir, más temprano que tarde, este post.



¿Qué cara poner cuando te regalan un libro que se titula Estúpidos, rufianes e iluminados (San Marcos, Colección Súmmum, 2008)? ¿Qué cara te devuelve el espejo, la memoria? ¿La de estúpido, rufián o iluminado? ¿Dos de tres o las tres? En mi caso, no me sentí aludido, tal vez debería haberlo hecho, pero sólo tuve palabras de agradecimiento para quien me regaló la ópera prima de un ex rostro televisivo y ex hombre de radio, de inconfundible acento rioplantense, pero más peruano que el gallito de las rocas: Carlos Bejarano.

Supongo que habrá quienes intentarán descifrar en el título, no ya en las páginas interiores, de los libros que les obsequian, un mensaje oculto, soterrado; algo implícito, algo que les quitará el sueño o los predispondrá a la duda eterna. Habrá también quiénes se lo pensarán dos veces antes de regalar un libro que contengan un título socarrón, alarmista, triple x, o de un escritor que se precia de una prosa dura, escatológica, o que justo por todo aquello los escogen.

A mí me tocaron en suerte un buen número libros de regalo. Me descubrieron por primera vez a escritores que ya hice mis favoritos como Javier Marías y Juan José Millás, por citar un par que mi memoria soltó prestamente. Hubo quienes se animaron a dejarme algunas líneas como dedicatoria, también quienes me la solicitaron y tuve que vencer mi timidez y el temblor de mi mano para estar a la altura. Hubo y habrá. Habrá mientras hubo.

1.

Un sábado, dos días después de su estreno, fuimos con K a ver Blindness, la adaptación cinematográfica de Ensayo sobre la ceguera (1995), novela del portugués José Saramago. Antes había recalado en el blog de Strika y reparado en su entrada dedicada a la película dirigida por Fernando Meirelles. Por las dudas (no fuera a crearme algún tipo de prejuicio) dejé pendiente su lectura para cuando ya la hubiera visto, cosa que hice al día siguiente y me eximiría de hacer cualquier tipo de disquisición al respecto.

Por lo general, la curiosidad me gana cuando anuncian que alguno de mis libros favoritos va a ser llevado a la pantalla grande. Estoy pendiente del día de estreno y cierro mis ojos y oídos a cualquier comentario al respecto, que a fin de cuentas termina por colarse y ser muy crítico y hasta lapidario (por ejemplo, lo que se filtró sobre la versión fílmica de El amor en los tiempos del cólera -antes de su estreno en Lima- era el mayor disuasivo para no ir a verla). Pero no sólo mi curiosidad termina por abrirse paso (expectativas por los suelos, que al final terminan bajo tierra), sino la vana ilusión de ver en la pantalla una copia aproximada o mejorada de los personajes que mi imaginación diseñó y cautivaron como lector, ya que alguien sabiamente los retrató en el papel para fijarlos en mi memoria.

Son muy raras las ocasiones en las que el visionamiento de una determinada película me ha llevado a leer el libro que la inspiró. Un ejemplo sería la cinta dirigida por los hermanos Coen, No es lugar para débiles (título en castellano), ganadora del Oscar a mejor película y a mejor director. Leer No es país para viejos fue mi primer acercamiento a la obra de Cormac McCarthy, pero luego de haber visto a sus personajes en la pantalla, durante su lectura me fue imposible deshacerme de la imagen del Anton Chigurh interpretado por Javier Bardem, y que le valiera el Oscar a mejor actor de reparto.

No es sino hacia el final de libro en que McCarthy, por intermedio de dos personajes secundarios (lo muchachos que lo asistieron luego del accidente), suelta algunos datos sobre los rasgos físicos de esa fascinante máquina de matar que es Chigurh, indisociable del depósito de aire y la pistola de aire comprimido. Algunos de estos datos -a esas alturas de la trama vueltos irrelevantes- son que es de mediana estatura, complexión media, treinta y pico de edad, pelo castaño oscuro. La caracterización de Bardem es imborrable.

¿Cuántos Anton Chigurh existen?, ¿cuántas Ferminas Daza, Remedios la bella, Magas? Tantos como lectores los imaginaron. ¿Cuántos superpondrán ese retrato concebido por la imaginación (a partir de algunos datos descriptivos, emocionales, leídos) el que una actriz o actor les ha dado -o dará en el futuro- vida? Algo tengo que decir al respecto. ¿Son menos vivos los personajes de ficción que no tienen sus pares en la pantalla? De esto sí estoy seguro: no. ¿Un actor o actriz, interpretando toda una saga libresca, puede llegar a encasillarse en un solo papel? Daniel Radcliffe, entre otros, tiene la palabra. ¿Puedo uno ver en los insoslayables rasgos físicos de determinado actor o actriz, la figura idónea para interpretar a un personaje de ficción? Quienquiera, bajo su cuenta y riesgo (al terminar de leer un libro, algunas personas mentalmente elaboran su propio casting). ¿Puedo dejar de preguntar inanidades? Trataré.
.

2.

De los once libros de Philip Roth que me compré, leí primero El animal moribundo y en segundo lugar La mancha humana, con la intención de ver sus adaptaciones cinematográficas para mí disponibles. No son los únicos libros de Roth llevados a la pantalla grande. Hace poco me enteré de la existencia de las adaptaciones de Goodbye, Columbus y El lamento de Portnoy, que datan de 1969 y 1972 respectivamente, y una adaptación televisiva de La visita al maestro en 1984.

El 2003 Robert Benton dirigió La mancha humana. Los papeles principales recayeron en Anthony Hopkins (Coleman Silk), Nicole Kidman (Faunia Farely), Ed Harris (Lester Farely), Gary Sinise (Nathan Zuckerman) y Wentworth Miller (Coleman joven). Este año se estrenó Elegía (título de la adaptación de El animal moribundo). Dirigida por la barcelonesa Isabel Coixet (la misma de Mi vida sin mí); encabezan el reparto Penélope Cruz (Consuelo Castillo) y Ben Kingsley (David Kepesh).


La mancha humana (2000) es una de las mejores novelas, si no la mejor, que hasta ahora he leído de Roth. Forma parte, junto con Pastoral americana (1997) y Me casé con un comunista (1998), de la llamada trilogía de la América perdida. El animal moribundo (2001) es una obra menor, pero intensa. Es parte de la trilogía (El pecho, 1972 y El maestro del deseo, 1977) protagonizada por David Kepesh, otro álter ego de Roth, al igual que Nathan Zuckerman. Ambas novelas, dicho superficialmente, tratan sobre pasiones otoñales, las que se dan cuando sus protagonistas cuentan con 71 y 62 años. Pero La mancha humana es mucho más. (El triunfo de Barak Obama sería algo impensable en los tiempos pretéritos en que se enmarcan ciertos hechos trascendentales en la vida del joven Coleman.)

Antes de haber leído ambas novelas, antes de que mi imaginación dotara de un rostro y cuerpo a sus protagonistas -imaginara las situaciones, concibiera los escenarios-, me informé de los actores que les dieron vida en la pantalla. Leí El animal moribundo con la imagen de Penélope Cruz como Consuelo Castillo. David Kepesh es el narrador protagonista de este idilio devenido en drama. Una nouvelle con intensos pasajes eróticos y cierto efectismo sensiblero sobre final. Kepesh es un profesor universitario que a sus 62 años no pierde su olfato seductor, pero no contaba con la arrolladora presencia (y el mayor monstruo, los celos) de Consuelo, hija de exiliados cubanos, a quien describe en las primeras páginas como una mujer de cutis pálido, boca arqueada, de labios gordezuelos, frente redondeada y lustrosa, cabello muy negro y liso, complexión imponente, y lo más llamativo: sus “pechos poderosos y bellos”. Pocos rasgos en esta prosopografía concuerdan con Cruz, pero su imagen retratada en algunas fotos de la película me dejó una huella indeleble. A todo esto debo sumarle los ojos omnipresentes que figuran en la portada del libro (un marketero Movie Tie-in). Eso sí, para mí, y soy injusto en decirlo, Ben Kingsley de sensacional Gandhi en la pantalla no pasó.
.


“Era delgada y austera. Nada, o muy poco, revelaban sus ojos. Desde luego, su rostro no tenía la menor elocuencia. ¿Sensualidad? Cero. No se le veía por ningún lado. Aparte de la palidez lechosa, todos sus posibles atractivos estaban ocultos. Había conseguido adoptar un aspecto que le hacía pasar por completo desapercibida. Era la habilidad de un animal, tanto depredador como presa.”

El párrafo anterior consigna la descripción que a la mitad de La mancha humana hace Nathan Zuckerman de Faunia Farley, después de conocerla. Hasta ese momento, el autor había hecho una descripción del carácter y costumbres del personaje (una etopeya). El retrato final se complementa con un dato ya conocido: tiene 34 años. ¿Quién le dio vida en la pantalla? Nada menos que Nicole Kidman, actriz de una belleza fría, quien tuvo que sufrir cierto desaliño para estar a la altura del papel encomendado, pero que nunca se superpuso al que mi magín concibió leyendo el libro. Tampoco la figura de Anthony Hopkins, convenientemente maquillado para la ocasión, en rol del septuagenario Coleman Silk, invadió los terrenos de la imaginación, mas su capacidad histriónica en la cinta sí es digna de resaltar.

3.

Siempre me han llamado la atención las diversas respuestas de críticos, escritores, personajes mediáticos y simples mortales, dan a la pregunta de ¿con qué personaje literario tendrías un romance? Yo mismo me he sorprendido con lo poco fiel que he sido a medida que mis lecturas se ensanchaban. Alguna vez pensé este juego podría desembocar en algún tipo de parafilia (desconozco si alcanzaría ese rango, si ya está tipificado). En fin. Para terminar, transcribo un párrafo muy elocuente, como quien quiere redimirse de sus inexistentes culpas pasadas, presentes y futuras. Pertenece a uno de los libros autobiográficos del sudafricano J. M. Coetzee.
.
Desde luego Emma Bovary es un personaje de ficción, nunca se la encontrará en la calle. Pero Emma no fue creada de la nada: sus orígenes se remontan a las experiencias de carne y hueso de su autor, experiencias que luego fueron sometidas al fuego transfigurador del arte. Si Emma tuvo un original, o varios, de ello se deduce que en el mundo real deberían existir mujeres como Emma o como su original. E incluso de no ser así, incluso si ninguna mujer del mundo real acaba de ser como Emma, tiene que haber muchas mujeres a quienes la lectura de Madame Bovary haya afectado tan hondamente que hayan caído bajo el embrujo de Emma y se hayan convertido en versiones de ella. Tal vez no sean la Emma real pero en cierto sentido son su personificación en vida. (Coetzee, J. M., Juventud, Pág. 33)

;;