Los hombres duros recogen las migajas de la memoria sin una
...........................................................................................queja

Roberto Bolaño, La Universidad Desconocida


Te olvido para que me recuerdes

6.

Hoy decidí ventilar mis recuerdos. Airearlos lejos de ese ambiente que, por no tener otra denominación mejor, llamo morada, vivienda, domicilio. Debería decir lejos de mi casa, del moho que sólo yo percibo, del aire viciado que me abotarga, pero a mi edad pocas cosas le pertenecen verdaderamente a uno que no conciernan al fuero de los recuerdos. No puedo preciarme de memorioso ni fisonomista, pero sí dotado de cierto instinto para deambular a mis anchas por esta ajetreada ciudad -que cada vez se me hace más caótica- y encontrar un espacio que se conecte con el pasado, un rostro que convoque otro: uno que me sea conocido, familiar o añorado.

Al salir no tenía un rumbo fijo, menos un propósito o itinerario. El azar se confabuló con un anuncio publicitario, convocó recuerdos, me encaminó: las puertas abiertas, el ingreso libre; un saludo y una venia que respondí en iguales términos. Por sobre un murmullo, una voz que intentaba ser amable, quizá condescendiente. Yo ya no podía escuchar a nadie que no sea a mí mismo y sus múltiples yos. De un gesto zanjé cualquier cuestión que tuviera que ver conmigo y me puse detrás del último de la fila, pero no de una fila cualquiera como después se me revelaría.

No podía calcular cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había hecho una cola tan larga como esta, que no fuera para entrar a una sala de cine y ver una película en día de estreno. La mayoría de transacciones, pagos de servicios, los efectuaba desde un cajero automático o a través de Internet. En el mejor de los casos, bancos u otras entidades brindaban asientos y una o varias pantallas para cotejar número y/o letra en el minúsculo papel impreso que se nos había proporcionado a la entrada y que indicaban el turno y la ventanilla a la cual dirigirse. Debía tratarse de un día especial porque escasos asientos estaban ocupados y ninguna pantalla funcionaba. La mayoría de personas sobrellevaba su impaciencia de pie. Yo tampoco quise tomar asiento porque algunos pasos delante se me redibujaba un perfil juvenil familiar.

Hice zapping mental por todos los rostros de mujer joven que me marcaron o cobraron cierta relevancia en mi vida. No fue difícil hallar uno que se le asemeje, o así quise creerlo; las voces en mi cabeza demandaban una situación real. Este tipo de esperas, suerte de paréntesis en el quehacer cotidiano, la gente les saca partido a su modo: escuchando sus canciones favoritas, leyendo algún libro o apunte, o simplemente recordando, como yo, ahora, gracias al pretexto brindado por aquella desconocida.

4.

–Parece que nadie va a venir –dije como al descuido. Era evidente que me dirigía a ella, quien en esos momentos había dejado de leer un pesado libro que colocó en el asiento contiguo, A mí me pareció más bien que lo releía, que revisaba ciertos pasajes por la manera en que se salteaba las páginas y tomaba apuntes en un papel aparte. Solté mi frase en el momento que ella dirigía la mirada con dirección a la puerta, donde inevitablemente se toparía con mi presencia.

–Así parece –dijo quedamente acompañado de una mueca de fastidio. No podía desaprovechar la oportunidad y dejar su frase en el aire, debía transformarme en su receptor, dar pie al diálogo. Busqué su atención:

–¿Es la primera vez que vienes? –aventuré a preguntarle. –Yo sí…

–No, es la segunda –me respondió girando el torso hacía mi ubicación. Sobre sus rodillas descansaba un bolso negro de tela.

–¿Estás acá por algún familiar? –continué con el interrogatorio hasta ese momento presupuestado, ya que algo me decía que no podía tratarse de una enfermera.

–Sí. Por mi abuelo que está enfermo. Con mis hermanas menores nos encargamos de cuidarlo.
Percibí su tristeza. De cuánto quería a su abuelo materno me enteraría después, así como los detalles penosos de cómo la enfermedad galopante minó su memoria. Del hombre bonachón y afable que le leía sus primeros cuentos cuando niña, sólo quedaba el imborrable recuerdo. La abuela hacía tiempo que había fallecido. Sus padres estaban separados.

–Tienes algo que vas a atesorar por siempre –dije bastante conmovido por su historia.

–Por supuesto –asintió. –Bueno, hasta que a mí también se me borre el casete –añadió con una risa algo amarga tras un breve silencio.

Creo que percibió mi desconcierto. Se trataba de un rasgo propio de su carácter, del que luego me enteraría: No era dada a exteriorizar sus sentimientos de pena, si estos afloraban (es más fácil sincerarse con un extraño, me diría tiempo después a modo de justificación), en el acto ironizaba sobre su naturaleza. Pero no le faltaba razón. Si el abuelo tenía Alzheimer, los hijos y hasta nietos podían heredar esa enfermedad. Luego de decirnos nuestros nombres, Niobe pasó a paladear la peculiaridad del mío: Teruel, repitiéndolo varias veces.

–¿Y tú también estás por un familiar? ¿No me digas que eres el médico de las charlas y tú bien sentadote, afanándome? –me inquirió risueñamente para de inmediato ponerse seria e interesarse por mi respuesta.

Dominé mi perplejidad y le conté mi parcial versión de los hechos. Al terminar de responderle, algo en ella consideró felicitarme. Dijo en cambio que mi familia era rara por no haber mandado a un asilo a Carmela, la otrora nana de la familia. Mi querida Carmela y su peculiar acento que alimentaba mi imaginación infantil.

Actualmente trato de rememorar la versión completa de los hechos y cómo forcé aquel encuentro que poco tenía de casual. Una voz que me interpela, nítida, se desanuda, fluye, me ensalma.

1.

Aquella tarde llegaste a la casa de tus padres para instalarte en el refugio de tu antigua habitación. No tuviste necesidad de preguntar por ellos. Sabías que no estarían, tan crédulamente necesarios que se sentían -especialmente tu madre- en el apoyo y cuidados de la hija menor y su estrenada maternidad.

La noche anterior habías discutido con Farah, tu novia. Sus amenazas se materializaron al día siguiente. A media tarde, muy educada ella, con una llamada al estudio te notificó su partida: luego de meditarlo, en esos momentos sacaba sus cosas, se despedía de ti: que no la buscaras más porque ni ella sabía adónde se iría. Cortó. No te dio tiempo para decirle nada.

Cancelaste todo lo que tenías que hacer y saliste para el departamento en tu auto con la vana esperanza de todavía encontrarla y disuadirla de su decisión. En el trayecto intentaste comunicarte con ella pero su celular sólo timbraba. A medio camino, un atolladero infernal dio pie a maldecir tu suerte, a pensar mejor la situación. ¿Podía haber un arreglo entre ellos? Instintivamente te desviaste de la ruta original. Diste varias vueltas hasta estacionarte cerca de una fachada conocida con la certeza de no querer volver de momento al trabajo ni al vacío dejado por Niobe.

En casa de tus padres, quisiste darle un tono de naturalidad a tu visita. Preguntaste por los otros habitantes de la casa. La abuela sesteaba. En cambio, la nana Carmela estaba despierta, alumbrada quizá por el fulgor de sus propios recuerdos. Consultaste con Rocío, la empleada, si podías verla. Tu interés no era impostado sino genuino. Te dijo que sí y de inmediato advirtió que probablemente no te reconocería. No ignorabas ese detalle en la vida de la octogenaria cabecita blanca que acompañó tu niñez. Entraste a la habitación de tu nana, seguido de Rocío La divisaste sentada en su silla de ruedas viendo y no viendo la televisión. Su contemplación te sosegaba.

Pasó un largo rato hasta que reparaste en la ausencia de la enfermera que tu padre había contratado para el cuidado de la nana Carmela. Rocío no sabía el motivo pero si mostró su alivio ahora que tú estabas en casa porque ya podría pedirte por favor que permanecieras un rato más, lo que tardara en recoger los medicamentos que le proporcionaba el seguro a la señora Carmela. Le dijiste que te diera el recetario y el documento de identidad de la nana porque tú irías.

Ir. Huir. A veces, cuando vas a algún lado es porque estás huyendo de otro. Cuando llegas, implícitamente te estás despidiendo. Farah se fue de ti, huyo de ti, te dijo adiós. En esos momentos ella era movimiento lejos de ti. Tú no querías permanecer quieto a merced de tu inaugurada frustración, debías moverte, asirte de un recuerdo futuro, no acontecido, o vivir como real un pasado imaginario. No hacer planes, porque el que se proyecta en soledad, sólo dispone realmente de los aprestos de su propia muerte, lo demás son posibilidades. Quiéraslo o no, tú estabas vivo, como esa joven de la cola que te rozó con su mochila. Dime si no es igualita a la que crees ver ahora. ¿Qué otra excusa quieres para contarte cómo llegaste a conocerla? ¿Te da vergüenza? Pero si eso puede solucionarse…

2.

Como no conocía muy bien el lugar, dejó el auto en la amplia cochera de la casa de sus padres y abordó un taxi. Reinaba una calma chicha previa a una de las horas punta, así que no hubo mayores demoras en el traslado. Llegado a su destino, consultó una vez más el papelito con la dirección exacta y repasó con la memoria los datos dados por Rocío de cómo llegar a la farmacia exclusiva para pacientes imposibilitados de valerse por sí mismos. En la puerta de entrada, la seguridad del local terminó por despejarle cualquier duda. Antes, un desconocido le puso en las manos un volante que sin leerlo llevó directamente a uno de sus bolsillos del saco hasta que encontrase una papelera donde echarlo.

Una vez dentro del recinto, le inquietó ver entre quienes hacían cola como él -para dejar el documento y el recetario del paciente-, y los que esperaban -sentados unos, de pie otros- el llamado para recoger las medicinas, a ancianos que no deberían estar en esos trotes, quienes en el futuro también se verían lastrados por la enfermedad. También vio a mujeres vestidas con un atuendo similar a los de una enfermera, como podría ser el caso, pensó, del personal que atendía a la nana Carmela. Pero si alguien se distinguía en esa pequeña multitud, que se diferenciaba por su aspecto y talante abstraído, era una joven, adolescente quizá, que esperaba sentada leyendo un libro.

Más de una vez alguien ubicado detrás hacía sonidos que podían significar cualquier cosa menos su verdadera intención (que avanzara), de tan impactado que estaba ante la visión de esa chica. Decidió tratar de memorizar sus rasgos, dibujarla en la memoria: su largo cabello negro que caía formando ondas por debajo de sus hombros, enmarcaba un rostro ovalado de tez clara; largas pestañas, boca pequeña; labios delgados apenas separados. Daba la impresión de que estuviera inhalando por la boca el oxígeno que emanaba de las páginas del libro que asía con sus manos pequeñas de dedos afilados y uñas recortadas. Algo o alguien la sacaron de su ensimismamiento. Sus ojos luminosos parecieron sorprendidos por la ficción poco amable de la realidad. Por el altavoz emitieron un par de apellidos que la concernían. Con movimientos ligeros se puso de pie, cerró el libro y lo colocó en el asiento que ocupaba y encima, en precario equilibrio, la mochila -pesada a la vista- que hasta ese instante reposaba en el suelo.

Cuando Teruel tuvo que hacerse atender en la primera ventanilla de ese pequeño circuito, la perdió de vista. Minuto, minuto y medio después, le dijeron que esperase su turno para el recojo de las medicinas. Cuando se dirigió a las hileras de asientos, la encontró nuevamente sentada junto a la puerta, acomodando o reacomodando algo dentro de su mochila. Permaneció de pie cerca de ella. Justo en ese preciso instante, personal de la farmacia pegaba unos papeles impresos en las paredes y el resto los repartía a los congregados. Se trataba de un comunicado con los horarios del próximo curso para los encargados de cuidar a sus pacientes. Teruel vio el interés reflejado en el rostro de la muchacha, traducido en algún tipo de consulta a quien le ofrecía la hoja informativa, y dándose por satisfecha con la información adicional recabada, se dispuso a partir. En el camino golpeó a un extraño con su pesada mochila colgada de un hombro, murmuró unas disculpas a nadie en particular y prosiguió su ruta.

Teruel la siguió a prudente distancia hasta las afueras del local. Un tipo de peinado y atuendo extravagantes, vistos a alguien o a un grupo en alguna parte, y que tenía imprudentemente estacionada su moto, la llamó con un silbido. Ella pareció dudar, hasta que pasados unos segundos se le aproximó puso su mochila sobre los hombros del sujeto y acomodó detrás. Ninguno llevaba puesto el casco protector. Cuando arrancaron, ya era demasiado tarde para que el policía más cercano se diera por enterado. Teruel vio que la moto no tenía placa. Pensativo, retornó en pos de las medicinas de la nana Carmela, se llevó las manos a los bolsillos del saco y sacó de ellos un par de papeles: el volante que le habían dado al ingreso con el anuncio de los servicios ofrecidos por una casa de reposo y, como si se tratara de un billete premiado de lotería, el comunicado del curso a llevarse a cabo dentro de un par de días (viernes a las 7pm), fecha en que si la fortuna le era propicia, Teruel esperaba encontrar a la muchacha (ya iba perfilándose la idea de qué hacer mientras tanto). No era una deducción descabellada, en todo caso nada perdería asistiendo. Además, no tenía ningún plan en el corto plazo salvo olvidar. Olvidar a Farah se vislumbraba una ardua tarea. Y a partir de ese día, recordar a Niobe sería un dulce condena.

5.
Continuará...

1 comentarios:

Anónimo dijo...

cómo se escribe un suspiro?...
el paro de la respiración?...
la expectativa de la siguiente línea...

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