Solo nos queda esperar. Del otro lado nos llega apenas un concierto de murmullos. Ya se han percatado de nuestra situación. Que esperemos un poco, nos dice alguien con tono estudiadamente tranquilizador. La semipenumbra incita a adivinarnos los gestos, yo se los conozco todos. Me pregunto si este ambiente no le afinará otros sentidos, si no percibirá mi pulso acelerado, mi corazón debatiéndose por alcanzar un ritmo a la par de las circunstancias, cuando ya me está invitando a sentarme a su lado, en el piso, y ahora posa su cabeza en mi hombro y siento el perfume embriagador de sus cabellos causante de un incendio en mi rostro
Quisiera hacerle llevadera esta espera, pero de pronto se me ha nublado la mente. Sé de su afición por la literatura y el cine español. Súbitamente Bryce o Almodóvar se me hacen seres extraños, distantes, desfamiliarizados. Confesarle mis sentimientos en un momento como este sería descabellado, menos decirle aquellas cosas que hasta hoy no me he atrevido ni en la oficina, ni en las pocas reuniones en que hemos coincidido, lo cual demuestra mi natural timidez para decidirme siquiera a invitarla a conversar, a tomar una bebida a solas. A dar ese trascendental primer paso o acercamiento que me facilitaría todo e infundiría aplomo.
Ella parece dormitar y yo consigo tranquilizarme. Descarto cualquier posibilidad de romper el silencio casi mágico que se ha creado a nuestro alrededor, un ambiente propiciatorio de las más nobles confesiones que me brinda la posibilidad de ahondar en mis recuerdos y el extraño deleite que me produce encontrar una situación similar en el pasado.
De aquello hace ya una década y media. Por esa época vivía en el cuarto piso del edificio ubicado en un céntrico distrito limeño. A mis doce años, despreocupado parcialmente de las impiedades del gobierno saliente y los estragos que causaba el terrorismo, estaba sumido en una rutina apenas modificada por las vacaciones de medio y fin de año, lo incierto del futuro inmediato y las pocas salidas a badulaquear con los amigos, pero no hasta muy tarde porque. a decir de los mayores, reportaba peligro. De modo que la mayor parte del tiempo me la pasaba sumido en la lectura de todo lo que caía en mis manos y en la contemplación del reducido universo del otro lado de mi ventana.
Cierto día me fijé en un camión de mudanza estacionado y el trajín de los empleados en subir muebles y demás objetos al edificio en que habitaba. Se trataba de mis nuevos vecinos: los padres y sus dos hijas. Desde el primer instante quedé prendado ante la visión de Vanessa, la hija mayor: delgada, cabello negro, largo y sedoso, un tono de piel como de la canela, pero más claro. Podría jurar a quien sea que me había enamorado a primera vista.
Vanessa fue la primera mujer que me estremeció de pies a cabeza. Una niña, tal vez, pero definitivamente debíamos tener la misma edad, y si me lo proponía, no iba a ser relegada al limbo de mis amores platónicos que empezaban con la Miss del nido y acababan con la tarambana de la otra cuadra, acaparadora de libidinosas miradas y musa involuntaria de las ingentes poluciones nocturnas del barrio. Estaba en mí caerle algún día a Vanessa (así escuché llamarle a gritos cierto día a su hermanita), pero antes, debía buscarle conversación: primer y fatal escollo ya que era un inexperto en el arte de seducir y agradar a quien no fuera una tía solterona o amiga de mi madre.
Transcurrieron un par de meses y mi amor crecía silencioso y amenazaba con colapsar por permanecer en la incertidumbre de no saber si era correspondido. Durante este período fueron innumerables las veces que cruzamos miradas, compartimos la misma acera o me tropezaba con las muecas burlonas de su hermana menor. Una que otra vez coincidimos en el ascensor y sentía clavada su mirada en mí. En esos precisos instantes ansiaba tener el don de la invisibilidad. No atinaba a nada.
En el colegio me enteré de que algunos compañeros ya estrenaban enamorada, los más precoces las coleccionaban. Tal vez ese fue el acicate que me faltaba, saber que mis más íntimos camaradas tenían pareja. Yo estaba convencido de mis sentimientos y soñaba con formar parte de este feliz grupo. En el peor de los casos sería rechazado, pero al menos lo intentaría.
Se fue un mes más. Decidí hablarle a mi amada, pero no me conformaría con emitir un “hola” prosaico, seguido de las previsibles frases. Quería si bien no impactar, al menos asegurarme siempre su atención y generar una mínima y prometedora complicidad. Sabía dónde estudiaba, sus horarios, a qué hora llegaba del colegio (los viernes invariablemente llegaba más tarde de lo habitual, con ropa deportiva) y ciertas costumbres de fin de semana.
Era el mes noviembre. Tenía un talonario con rifas por vender y una kermés a la vuelta de la esquina: la excusa perfecta para ofrecerle en venta una y si no podía pagarla, no importaba pues la invitaba a la actividad que se organizaba en mi colegio. Venía ensayando frente al espejo mis gestos. Busqué un tono de voz adecuado, hallé las pausas necesarias. No podía fallar. Un viernes fue el día escogido, a golpe de seis de la tarde. Desde mi ventana la vería llegar desde la avenida. Yo saldría de casa y tomaría el ascensor para evitar fatigas innecesarias o una súbita marcha atrás. Cero atolondramientos, directo al grano, seguro de mí mismo; que notara mi interés por ella y darle a entender que no aceptaba un no por respuesta.
Las cosas no salieron como lo esperaba. Ninguno de los dos contaba con que justo cuando abordaba el ascensor y descendía con él, entre el tercer y segundo piso se fuera el fluido eléctrico. ¡Malditos terroristas! La oscuridad fue total, no como ahora en que me encuentro con Sandra y vimos encenderse automáticamente unas luces de emergencia que contribuyeron a no dejarnos ciegos ante lo próximo.
Esa vez llamaron a los bomberos. Mi madre estaba desesperada. Yo adentro, con el talonario estrujándolo en la mano, me sentía frustrado; tal vez no tendría otra oportunidad. La kermés era el domingo. Como a la hora abrieron la puerta. Cuando traspuse el umbral, el abrazo materno se abalanzó sobre mí. Por sobre su hombro pude ver rostros de vecinos curiosos; no sería la primera vez, con los frecuentes apagones que acaecían. De pronto vi a Vanessa. Me sonreía.
Ya en casa, fui presa de la más absoluta confusión. La energía eléctrica llegó pasadas las nueve de la noche, seguramente me desvelaría leyendo. Al poco rato de tomada mi decisión, resignado del todo, sonó el timbre, cosa rara a esas horas. Fui a abrir la puerta. Era Vanessa.
Buenas noches me dijo a la par que me alcanzaba unos papeles medio arrugados, para luego agregar que tal vez eso era mío. Se trataba de las benditas rifas. Nuevamente quedé mudo, incrédulo y como atontado; mi natural condición para esos casos. Luego de algunos segundos de mutuo y devastador silencio, comprensiblemente ella decidió irse con un adiós que me estremeció. La vi tomar el camino que conducía a las escaleras. Pronuncié su nombre.
Un ruido similar al de otra época interrumpe mis recuerdos. Se ha superado el desperfecto que ocasionó nuestro encierro en este moderno ascensor. Nos detenemos en la planta baja. Se abre la puerta. Del otro lado miradas y voces expectantes. Alguien ensaya una broma ruborizante, digna del Don Juan que nunca seré. La normalidad invade el ánimo de los presentes, el mío más que nunca, como si hubiera derrapado por los terrenos de la confesión.
Sandra sonríe despreocupada, nítidamente relajada. Ambos tenemos que volver a nuestras respectivas oficinas. Da unos pasos y de pronto parece recordar algo. Se acerca y me pregunta qué tal si nos tomamos un café a la salida para que le termine de contar cómo me fue con Vanessa. Con la mayor naturalidad del mundo asiento. Nos ponemos de acuerdo en el lugar y despedimos hasta más tarde. Alguien tiene que llamarme para salir de este delicioso desconcierto. Pienso en el tiempo restante y en lo interminable que se me va a hacer esta nueva espera.
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