Y un día dejó de ser el eterno candidato.

Vargas Llosa es el escritor de quien he leído casi todos sus libros y tengo más títulos en mi biblioteca. Es quien me proporcionó mis primeras lecturas serias e hizo más sencilla la de libros considerados difíciles. Le sigo leyendo cada vez que publica un nuevo libro y eventualmente me hace renegar cuando opina sobre temas extraliterarios.

En más de una oportunidad he recomendado sus libros en este y otros blogs (en el pasado lo hacía de una manera casi militante). He compartido largas tertulias sobre su vida política y me he situado del lado de los defensores de su obra literaria. He querido leer todos los libros que menciona en La verdad de las mentiras y puse en práctica, con espantosos resultados (la culpa fue eminentemente mía), sus "recetas" de Cartas a un (joven) novelista.

Se podría decir que cuando desperté para la literatura de largo aliento, había un libro del Boom ahí, y Vargas Llosa era uno de sus exponentes favoritos de mi abuelo. Recuerdo perfectamente su primer libro que cayó en mis manos (esto ya lo conté) en una modesta edición, que me hizo estremecer con su relato coral sobre un muchacho emasculado. Su primera novela, La ciudad de los perros, cayó por sí sola, y yo caí rendido a su talento: el balance perfecto para un lector bisoño entre el fondo y la forma. 

Luego, en la época infame de los noventa, a modo de homenaje a ese hombre de letras que fue candidato a la presidencia de su país, si la memoria no me falla en el orden, siguieron novelas emocionantes y divertidas como La tía Julia y el escribidor, Pantaleón y las visitadoras y su novela erótica Elogio de la madrastra. Antes de aventurarme con sus novelas mayores di cuenta de sus obras dramáticas como La señorita de Tacna y La chunga, también en sencillas ediciones y cerré una mini etapa iniciática con un libro estupendo: sus memorias de El pez en el agua.

Mi fascinación por su escritura llegó con novelas como La casa verde, Conversación en la Catedral y La guerra del fin del mundo. El alarde -no encuentro otra palabra- técnico de la primera, la gran pregunta sin respuesta de la segunda ("¿en qué momento se había jodido el Perú?") y esa infinidad de sensaciones que sólo las mejores ficciones lo hacen vivir y revivir a uno, de la tercera, me llevó a buscar bibliografía sobre su obra y rastrear por mi cuenta los títulos que me faltaban (otras novelas, sus ensayos sobre Tirante el Blanco, Madame Bovary, Arguedas, Los Miserables, Onetti; compilaciones de artículos periodísticos), hasta el día de hoy que espero impaciente su nueva publicación: El sueño del celta, con la misma impaciencia que en su día tuve a la espera de ver en librerías La fiesta del chivo (narración de gran calidad, para quienes pensaban que después de su novela de tinte épico situada en Canudos el peruano ya estaba en declive), El Paraíso en la otra esquina y Travesuras de la niña mala (uuufff, hasta ahora recuerdo el nudo en la garganta que me produjo cierto pasaje).

Escribo esto rompiendo mi silencio bloggero que un día dije definitivo y robándole unos minutos a mi hora de descanso. Es mediodía. Sigo en el trabajo. Me hubiera sido imposible esperar hasta llegar a mi casa para dar rienda suelta a esta alegría desbordante y compartirla con ustedes. Quizá horas más tarde hubiera escrito algo más pensado, meditado, con fotos de mis libros, etc., y no el caos que sabrán disculpar. 

Les animo a leer a este gran escritor. A retomarlo. Es un grande de nuestras letras y el ejemplo de disciplina que todo escritor o aspirante a escritor debería tener en mente a la hora de enfrentarse a la página en blanco.

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