Hace algunos días terminé de leer El Tercer Reich (Anagrama, 2010), la novela póstuma de Roberto Bolaño (1953 – 2003) publicada en febrero de este año, y refrené mis ganas de comentarla inmediatamente. Probablemente si dejaba pasar más días le iba a encontrar otros defectos al libro (que si el final, que si la mentalidad seudo germánica del diarista, la falta de verosimilitud en tal o cual escena, etc.), pero si de algo tratará este post, no será sobre las imperfecciones encontradas en sus páginas, algo bastante injusto tomando en cuenta que su autor no autorizó su impresión. Si “algo” pretende comunicar esta entrada, ya se verá en el camino. Aun cuando mis maneras poco atildadas e inelegantes de expresarme terminen contradiciéndome, mi intención es acercar a su obra a los primerizos, picarles la curiosidad, máxime si salió elegido como autor a debatir en Bibliolandia.

Me enteré de la llegada de El Tercer Reich a librerías limeñas por Internet, un par de días después de celebrarse el día del libro, lo que llevó a pesarme por no haber esperado una semana más antes de liquidar mi efectivo disponible para este tipo de gastos. Viendo bien las cosas, no tenía mayor apuro ya que pensé que el libro de Bolaño no tardaría en llegar donde mis caseros los libreros de Quilca y obtendría de ellos un pequeño pero nada desdeñable descuento. Abreviando, la novela -con lo carita que está- la tuve que comprar en una librería ya que la casera no me la iba a poder conseguir; arguyó que los de Crisol se adueñaron de todos los ejemplares, así que no me quedó más que creerle a la amable señora porque, por si fuera poco, en mi última visita a la feria del libro que les conté, de donde salí con dos nuevos libros (uno de ellos es el que ahora estoy leyendo), no vi el bendito libro por ningún lado, y a mí ya me estaba invadiendo la ansiedad.

Desde su fecha de publicación, hasta dar con el final de mi propio ejemplar, leí muy por encima tres reseñas sobre El Tercer Reich escritas por bloggers aficionados a la literatura que recomendaban su lectura a la vez que aumentaban mi expectativa y envidia. Los autores de dichas reseñas resultaron lectores de Bolaño: uno de ellos confesaba haberse leído casi todo lo publicado por el chileno; otro se jactaba de estar dosificando sus lecturas bolañeanas (le quedaban algunas novelas cortas por estrenar); mientras que el tercero -a mi parecer el más afortunado- aún no había accedido a sus novelas más celebradas: Los detectives salvajes (1998) y 2666 (2004). Lo curioso al volver a estas reseñas, y leerlas en su totalidad, es lo mucho que se parecen sus textos entre sí: sin contar nada medular, prácticamente dicen, aunque con otras palabras, lo mismo que se consigna en la sinopsis de la contraportada, y yo no quería caer en lo mismo, si es que podía evitarlo. ¿Y cómo evitarlo?

Primero, como dije, evité ponerme a escribir sobre El Tercer Reich inmediatamente después de haberla terminado, más aún si se trataba de la novela póstuma de uno de mis escritores favoritos (con lo que cuesta ser imparcial con ellos), cuyas copias mecanografiadas (sólo las primeras 60 volcadas en la computadora) datan de 1989 como fecha aproximada. Esto quiere decir, siete años antes de que iniciara su relación editorial con Jorge Herralde y la publicación de Estrella distante en 1996 (ese año también aparecería La literatura nazi en América en Seix Barral), y nueve años antes de su consagración definitiva con Los detectives salvajes (1998), premio Herralde de Novela y premio Rómulo Gallegos en 1999. ¿Qué hacer mientras dejaba pasar algunos días para, ilusamente, abordar el libro de una manera desapasionada y objetiva? Me puse leer poesía mientras llovía o más bien a oír el repiqueteo de la lluvia hecha poesía... Miento. En la ficción, la estación veraniega en la Costa Brava (lugar donde se dan los sucesos o el escenario principal de los hechos) había quedado atrás para dar paso a un clima lluvioso muy acorde a la atmósfera enrarecida que respiraban sus personajes, y algo de todo aquello yo seguía percibiendo, a la vez que leía versos dispersos de Bolaño, los que lejos estoy de comprender mas no de sentir.

La violencia es como la poesía, no se corrige.
No puedes cambiar el viaje de una navaja
ni la imagen del atardecer imperfecto para siempre.

En realidad lo que hice de manera constante mientras me desentendía de la cotidianeidad fue leer El Sabueso de los Baskerville, novelita que me reconcilió con su autor, Arthur Conan Doyle (escritor cuyas resoluciones de sus relatos por mí leídos en el pasado los encontraba algo forzados), pero que tangencialmente me remitía a la novela de Bolaño: los poderes del mal no provienen de fuerzas inescrutables o paranormales sino más bien de mentes pedestres, terrenales. Además, qué es El Tercer Reich sino una novela de misterio sin misterio; un largo recuento de personajes sospechosos, ¿pero sospechosos de qué? Sospechosos tal vez de querer inducir -voluntaria o involuntariamente- a la locura a Udo Berger, de confrontarlo ante sus miedos (algo imperdonable si no se tiene permiso o excusa válida), de incitarlo a dar la batalla final, la madre de todas las batalles, lejos del tablero de wargame. ¿Quién era Udo sino un investigador paranoico de un crimen no cometido; un apócrifo detective cuya cordura es puesta a prueba por un falso asesino (o asesino en potencia, como muchos, como todos) y llevado con cantos de sirena por un desfigurado personaje -el Quemado- a una lucha sin cuartel que redima a inocentes y culpables? Lo mismo: ¿por qué y de qué culpables? ¿De qué y por qué inocentes?

Los libros de Bolaño tiene la peculiaridad de decir más de lo que cuentan, de resistir múltiples lecturas (sí, cuántas veces hemos leído semejantes consideraciones, créanme que en este caso no son gratuitas). Son célebres las voces monologantes, los sueños de sus personajes introducidos en la narración; voces acosadas, desatadas, de hombres como el cura literato de Nocturno de Chile (2000) y mujeres como la autodenominada madre de la poesía mexicana de Amuleto (1999). Lo que pase o deje de pasar importa poco o nada ante lo que apenas se vislumbra o late escondido, acechante, mientras vemos imantada nuestra atención por todos los libros y autores que se mencionan, por esas variadas y largas listas que son el inconfundible sello del chileno, por esa apabullante manera que tiene Bolaño de decirnos lo poco que hemos leído, lo neófitos que somos en literatura y otras materias, pero sin ser arrogante, ya que ahí están los Ramírez Hoffman y Carlos Wieder de sus novelas publicadas en 1996: siniestros e infames poetas del horror, cultísimos salvajes.

Terminaré diciendo algo que ya muchos sabrán o intuirán: El Tercer Reich es una novela incapaz de decepcionar a los lectores de su autor. No la recomendaría para iniciarse en la lectura de Bolaño, pero ya habrá alguien que me desmienta. Yo encantado. Los fetichismos editoriales del chileno, según Jorge Herralde, lo llevaron a querer publicar siquiera un libro al año en Anagrama, para lo cual rescató herméticas nouvelles como Monsieur Pain (1999) y Amberes (2002), ambas escritas en la década de los ochenta. Su relación con esta editorial aún continúa. Antes de su muerte Bolaño entregó el diskette de su tercer libro de cuentos El gaucho insufrible (2003). A este libro póstumo le siguieron el 2004 la afamada 2666 y su imperdible compilación de artículos Entre paréntesis. El 2007 aparecieron la suma poética La Universidad Desconocida y una serie de relatos -salvo uno que otro- que poco aportan a su obra con el título de El secreto del mal. Si a estas publicaciones póstumas le añadimos las dos novelitas con las que Anagrama se hizo de los derechos: La pista de hielo (1993) y Una novelita lumpen (2002), que pronto será llevada a la pantalla grande, veremos cómo el creador de Arturo Belano no deja de publicar en esa casa editora.

Y por si fuera poco -agárrense, no se me vayan a caer-, tenemos Bolaño para rato: Diorama y Los sinsabores del verdadero policía o Asesinos de Sonora serían dos novelas inéditas encontradas en sus archivos. Me dan ganas de decir que ya dejen de lucrar y jorobar con sus escritos, pero la verdad es que leer noticias así me pone exultante ante la imaginaria cuenta regresiva.

***

MI CARRERA LITERARIA

Rechazos de Anagrama, Grijalbo, Planeta, con toda seguridad
también de Alfaguara, Mondadori. Un no de Muchnik,
Seix Barral, Destino… Todas las editoriales… Todos los
        lectores…
Todos los gerentes de ventas…
Bajo el puente, mientras llueve, una oportunidad de oro
para verme a mí mismo:
como una culebra en el Polo Norte, pero escribiendo.
Escribiendo poesía en el país de los imbéciles.
Escribiendo con mi hijo en las rodillas.
Escribiendo hasta que cae la noche
con un estruendo de los mil demonios
Los demonios que han de llevarme al infierno,
pero escribiendo.
Octubre de 1990
Roberto Bolaño, La Universidad Desconocida (Anagrama, 2007)














En la sala de Goya, Ariel ve por fin las pinturas originales que tantas veces ha visto en reproducciones que no les hacen justicia. Saturno devorando a sus hijos, La lucha a garrotazos o El perro enterrado en la arena. Luego descubre un cuadro llamado El aquelarre y permanece un largo rato contemplándolo, como si fuera un Guernica pintado más de cien años antes. No sabe por qué, pero se corresponde con la visión que a veces tiene del graderío, le recuerda la masa que conforma en ocasiones el público. El grupo de estudiantes le atrapa de nuevo, acompañado por la explicación del profesor, y destilado de Velásquez y el Greco nos llega la más certera mirada sobre nuestro país, que es lo pintado por el aragonés Francisco de Goya. 

David Trueba, Saber perder, (Compactos Anagrama, 2009), p. 361


Cuando la conversación giraba inevitable hacia el fútbol, Ronco abría un paréntesis y se confesaba con Sylvia, el fútbol es un deporte muy raro al que juegan unos eternos adolescentes descerebrados y millonarios pero que mueven una maquinaria que hace felices a cientos de miles de descerebrados mucho menos favorecidos económicamente. Le contaba el caso de un tipo que al morir su padre seguía llevando las cenizas al campo dentro de un tetrabrick, otros muchos que pedían que esparcieran sus cenizas por el césped del estadio de su equipo favorito, padres que sacaban el carnet de socios a sus hijos el mismo día del nacimiento, o trataban de colar a sus perros en la gradas, coleccionistas de cromos, camisetas, balones, gente que se llevaba trozos de la portería el día de la final, pedazos del césped. Ibid. p. 484

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