No te culpo, amable lector, si después de leer mis últimos posts y comentarios, donde despotrico del mercado libresco peruano, para poco después hacer una lista extensa con mis prejuicios, has pensado que soy poco menos que un caradura o, gracias a tu magnanimidad, me he ganado el calificativo de “sujeto contradictorio”. Hay que ver tamaña sinvergüencería, la mía: quejándome de la escasa oferta de títulos, de la demora en llegar de las novedades literarias y de que los precios son estratosféricos, pero discriminando como si tales condiciones limitantes no existiesen. La verdad es que acá, en Lima, para que alguien como yo pueda mantener su pasión lectora y compradora de libros tiene que trajinar calles; visitar librerías, libreros de viejo y ferias; buscar la mejor oferta, regatear (o al menos poner la cara de regateador, de canchero). Incluso rondar las mesas de saldos de los supermercados. Eventualmente puede permitirse uno que otro lujo. Ahorrar y soñar con el libro deseado. ¿Y a santo de qué viene este introito? Pues a lo usual: a hablarte de libros, mas esta vez no se tratará de mis lecturas del mes pasado, sino de los que adquirí entre el viernes y sábado últimos y contarte -que a fin de cuentas es lo que justificaría esta entrada- dónde adquiero mis libros y bajo qué azarosas, venturosas y aventureras circunstancias.

Semanas atrás, cuando me enteré que en el pujante sector norte de la capital se iba a llevar a cabo la tercera edición de la Feria del Libro Lima Norte, evoqué mis anteriores experiencias que me condujeron a hacer tan largo viaje en búsqueda de algunos pocos libros (el distrito de Independencia, donde se aposenta el recinto ferial, queda a considerable distancia de donde habito). Un día antes de la inauguración me enteré que la visita obligada iba a ser ese día, o sea el viernes último, a media tarde. Prácticamente me estaba quedando sin lecturas (haciéndome ojitos una novela de la aclamada Lucía Etxebarría –libro que había encontrado junto con mi primer libro de Zweig- y dejado en stand by uno sobre Goya), así que tenía que abastecerme de libros donde fuera, para lo cual se imponía hacer uso una vez más del transporte público (pese al caos vehicular, me lo pasé bien leyendo mi librito Triste, solitario y final del argentino Osvaldo Soriano) y soportar unos días inusualmente calurosos. Ya en la feria, me encontré con lo previsible: stands recién armándose, otros vacíos, concurrencia escasa y una atmósfera de orfandad. Pero bueno, ¿en plan de qué había ido yo?, ¿de criticón? Yo había ido a por libros y, créanme, libros era lo que más había, aunque preguntando y preguntando, no conseguí uno que me urgía tener, pero sí aproveché algún descuento para comprar:

1. La bailarina y el inglés (Planeta, 2009), de Emilio Calderón (Finalista Premio Planeta 2009).
2. En tierras bajas (Punto de Lectura, 2009), de Herta Müller (mi primer libro, y espero que no sea el último, de la Premio Nobel 2009).
3. Arqueros, ilusionistas y goleadores (Seis Barral, 2006), de Osvaldo Soriano. ¡Gente, se viene el Mundial!
A mitad de precio, dos novelas ganadoras de ediciones pasadas del Premio Planeta, que forman parte de una colección publicada por un diario local:
4. El desencuentro, de Fernando Schwartz (Premio Planeta 1996) y 5. Pequeñas infamias, de Carmen Posadas (Premio Planeta 1998).

Al día siguiente, previo contundente desayuno sabatino, y siempre con mi novelita del argentino Soriano en la mano, fui a sacarme el clavo a una de mis librerías favoritas ubicada en el límite de dos distritos fichos (San Isidro y Miraflores) y en donde, si uno tiene tiempo, paciencia y ganas de caminar, puede encontrarse hasta con 7 librerías. Cuenten conmigo: La Casa Verde, La Familia (en el CCPUCP), El Virrey, Ksa Tomada, Época, Fondo de Cultura Económica y Crisol. En esta última librería tenía en mente llevarme una novela (previa consulta telefónica) y salí con 3:

6. Engaño (Seix Barral, 2009), mi libro número 23 (uno de ellos contiene 4 títulos) de Philip Roth. El norteamericano es uno de mis escritores favoritos.
7. Parménides (Mondadori, 2006), de César Aira.
8. Abierto toda la noche (Compactos Anagrama, 2007), la primera novela de David Trueba de quien tengo las mejores referencias y unas ganas enormes de leer su libro titulado Saber perder.

Pero ahí no acabó la cosa; lo del contundente -y sumémosle apetitoso- desayuno tenía su razón de ser. Desde Crisol, me propuse hacer otro viaje en coaster, esta vez al centro de Lima, al campo ferial Amazonas, donde proliferan los libreros de viejo de todas las materias (bueno, ahora invadido por vendedores de textos escolares, maquetas, experimentos, libros piratas y postres y piqueos: ¿es que donde haya aglomeración de peruanos, tiene que haber siempre un puesto de comidas? Parece que sí). La concurrencia a esa hora, golpe de 2pm, era llamativa, pero mis pasos se encaminaron a un stand descubierto hace poco.

Uno de los feriados por Semana Santa que me encontraba por el Parque de la Muralla, como quien no quiere la cosa (en realidad, la testigo del hecho afirma haber visto mi rostro cargado de nostalgia, con los ojos puestos al otro lado de la avenida Abancay) me hallé donde los libreros de Amazonas y conocí un stand de libros usados y nuevos especializado en literatura. Esa oportunidad vi 3 libros de Eduardo Mendoza, pero sólo tenía referencias de uno solo: El asombroso viaje de Pomponio Flato (Seix Barral, 2008), que, por si fuera poco estaba nuevecito y sellado, y el precio a la cuarta parte de su valor en librerías. Yo ni corto ni perezoso me lo compré y prometí volver. Este sábado, como imantado y hechizado dije presente en el stand E-27 y, vaya, por poco me compro otro libro de Roth: Nuestra pandilla, de segunda mano, bien conservado, pero me contuve ya que seguramente en julio, para la FIL, llegaría la edición de DeBolsillo (si no es así, ¡mátenme!). Bueno, al amigo Abelardo le compré 3 novelas de Mendoza (prometió buscarme más):

9. Sin noticias de Gurb (Seix Barral, 1997). De segunda, con alguna referencia a su anterior dueño. ¡Cómo me estoy divirtiendo!
10. La aventura del tocador de señoras (Seix Barral de Bolsillo, 2004). Díganme si tengo que leer antes, obligatoriamente, los otros dos libros que forman parte de esta trilogía.
11. Mauricio o las elecciones primarias (Seix Barral, 2006). Ejemplar nuevo, pero al que le había dado el sol (a las tapas, no a sus hojas). ¿Es que los libros no pueden broncearse en otoño?

Como podrán apreciar en las fotos, muchos de estos libros ostentan carátulas, títulos (ya consignados) y número de páginas que chocarían contra mis prejuicios. Eso es bueno: temporalmente los vencí, y en buena lid, creo. Otro día les hablo, con fotos, de mis caseros de los jirones Quilca y Camaná. ¿Qué poeta dijo que abril es el mes más cruel? Señor Eliot, donde se encuentre: abril es el mes del libro, de la literatura, de las letras, de la vida. ¡Hasta la próxima aventura libresca!

Es difícil descubrir los propios prejuicios, que se afincan en la mente acompañados de una especie de soberbia, no me explico de qué extraña manera. Esos enanos se instalan allí como absurdos dictadores, y uno los acepta como verdades reveladas. Muy de tanto en tanto y por algún accidente o azar uno se siente obligado a revisar un prejuicio, discutirlo consigo mismo, levantar una punta y mirar a través y atisbar cómo es la realidad de las cosas. En esos casos es posible desarraigarlo. Pero quedan en pie todos los demás, disimulados, llevándonos desatinadamente por caminos erróneos. Mario Levrero, La novela luminosa, DeBolsillo, 2009, p. 74
Hace unos días terminé de leer La novela luminosa (2005) de Mario Levrero (1940 – 2004). El año pasado me decidí a leer a este escritor uruguayo a raíz de una serie de comentarios elogiosos en los blogs de Gustavo Faverón, Mario y El librero humanoide. Pude conseguir su Trilogía involuntaria (DeBolsillo, 2008) y disfruté de sus 3 novelas cortas de estirpe kafkiana: La ciudad (1970), París (1980) y El lugar (1982). Luego de esta feliz experiencia quise ahondar más en su obra, pero reaccioné tarde cuando me enteré que la reedición de su afamado libro póstumo había pasado por librerías limeñas de manera fulgurante. En esa época, los pocos ejemplares en venta volaron. Tuvo que pasar cerca de un año para poder conseguir este y otro libro (El discurso vacío acaba de ser comentado en el blog de Oesido), también en DeBolsillo. Créanme, valió la espera.

La novela luminosa es un libro curioso e inspirativo. Curioso porque la primera parte se titula Prólogo. “Diario de la beca” que, en mi edición económica de letra pequeña, consta de 449 páginas. ¿Un prólogo de cerca de 500 páginas? No tanto así, sino más bien el diario que el escritor uruguayo llevó durante un año (entre  Agosto de 2000 y Agosto de 2001). Confieso que desde hace muy poco me resultan atrayentes leer los diarios de los escritores. El género diarístico nos permite acceder a la intimidad de un creador, a sus rutinas, obsesiones y universo onírico. De alguna manera es un espejo ampliado en el cual nos reflejamos, en el que comparamos nuestras cotidianeidades y encontramos ciertos, muchos, puntos de encuentro. Particularmente me resultó un placer leer las correrías de su protagonista -que no es otro que el propio Levrero- a la caza de novelitas policiales y sus conexiones telepáticas con cierto librero de viejo.

Comentar y divagar en este blog sobre todas las citas que apunté de este excelente libro (la foto con esas 3 ediciones de La novela luminosa la encontré aquí) daría para un centenar de posts, y no exagero. Ojalá reediten más títulos de este gran escritor y yo los pueda conseguir acá, en el formato que sea. A continuación, inspirado por la cita que da comienzo a este post, y sin pensarlo dos veces, haré un pequeño recuento de mis prejuicios literarios que espero desarraigar algún día; aquellos que llevan anclados una eternidad  -y de los que estoy a años luz de vanagloriarme- y los que de tanto en tanto se volatilizan a la hora de escoger un libro, aunque al final un “te lo dije” admonitivo me acompañe por días, semanas. Descuiden, no se trata de una lista kilométrica, o eso quiero creer.

***

Yo no puedo vivir sin leer. Salvo indisposición física, me es imposible pasar un día sin abrir las páginas de un libro. Mi desconexión mental de la realidad circundante incluye un fuerte lazo con el mundo de la ficción. Las pausas que dejan otra clase de placeres -más mundanos, carnales o incluso considerados celestiales- las aprovecho sumergiéndome en la lectura. Se da el caso que cuando no tengo el efectivo necesario para adquirir alguna novedad editorial o libro recomendado, me paseo por las mesas de saldos de librerías y libreros de viejo, y es allí donde mayormente me confronto con mis prejuicios:

Me lo pienso dos veces antes de leer (para efectos de este post tomen leer como sinónimo de comprar) un libro catalogado dentro del rubro "literatura juvenil". Nunca me han gustado los libritos que especifican el rango de edad para ser leídos (de 5 a 7 años, de 7 a 10, de 0 a 100). Me hacen sentir al margen, fuera del festín, no porque tenga 101 años de edad sino porque un prejuicio se activa en mí que me impide disfrutarlos. Si alguna vez leí los espléndidos cuentos de Wilde que proliferan en cuchicientas antologías, habidas y por haber, pensadas en los infantes, fue gracias a que la austera tapa de mi ejemplar de El ruiseñor y la rosa no delimitaba ni aconsejaba la edad del posible lector, ni pertenecía a una colección infantil o juvenil.

Me lo pienso dos veces antes de leer un libro en cuya portada se luzcan niños. Debe ser un rezago del prejuicio anterior. Nada dice que un libro que ostente como carátula algún mozalbete trate sobre ese mozalbete o sus pares; es más, uno de los mejores libros que leí el año pasado, El olvido que seremos, tiene en su portada, a modo de homenaje, la foto de cuando niña de la hermana fallecida del escritor colombiano, pero sin duda ya sabía su contenido.

(El 2009, también, me lo pensé mucho antes de leer La ladrona de libros, de Markus Zusak. Cierto tono oscuro en la edición económica contribuyó para su adquisición -¡juro que no estoy loco!- y vaya que me gustó la novelita: una buena combinación de personajes de diferentes edades, algunos de ellos entrañables, y una temática muy humana y hasta cierto punto original; el narrador es nada menos que la muerte.)

Prácticamente tengo vetadas las novelas de aprendizaje (también conocidas con el término alemán bildusgroman). Aplazo infinitamente leer historias noveladas de adolescentes. Debe ser por eso que no disfruté leyendo La soledad de los números primos, ya que gran parte de la historia se aboca en configurar las personalidades de sus protagonistas de niños y adolescentes (arrastrarán sus traumas hasta la edad adulta). Antes gustaba  de este tipo de novelas. Dos ejemplos: La Habana para un infante difunto, de Cabrera Infante y Las batallas en el desierto, cuyo autor, José Emilio Pacheco, me lo autografió. Así como hubo un período en que me gustaba leer sobre las cuitas ficticias de un escritor en ciernes, ahora prefiero leer los diarios y memorias de los escritores de carne y hueso.

Me considero algo cursi. Quien haya disfrutado de las novelas romanticonas de Alfredo Bryce Echenique no puede dejar de sentirse cursi, huachafo y sentimental; pero de ahí a leer un libro promocionado como la “historia de amor jamás contada”, o algo por el estilo, es algo que me lo pienso muchísimo. La pasión amorosa debe ser una de las materias primas más socorridas de la literatura en general, así que toda mención grandilocuente a su temática sólo me genera rechazo, igual me pasa con las portadas que incluyan cupidos, corazones y parejas dolientes.

Me lo pienso dos veces antes de leer un libro de título extenso o que incluya palabras cargadas de drama y tragedia (salvo que sea en tono paródico). Me lo pienso dos veces antes de leer libros de menos de cien páginas. Los que bordean las 150 (número ideal para un colección de relatos) sólo los leo si es de un autor conocido por mí o si cosechan  o han cosechado críticas favorables. Como ejemplo, Roberto Bolaño sólo tiene dos novelas extensas: Los detectives salvajes y 2666; dos llamémosle de mediana extensión: La literatura nazi en América (si se le puede denominar novela) y La pista de hielo; pero tiene geniales nouvelles como Estrella distante, Nocturno de Chile y Una novelita lumpen. Desconfío de los libros de cuentos de más de 300 páginas (tengo el prejuicio de que incluyen demasiado ripio; que no ha habido una adecuada selección, discriminación), salvo que se trate de alguna antología de autores, o relatos reunidos o completos de un determinado escritor. Hace poco me enteré que la colección Otra vuelta de tuerca de Anagrama ha reunido en un solo ejemplar los 3 libros de cuentos de Bolaño. Una buena opción para iniciarse en su lectura.

Me lo pienso mucho antes de leer la ópera prima de un autor local. Antes no era así. Allá por el 2004 hubo una especie de boom: muy buenos jóvenes escritores de primeros libros, pero la cosa, a mi entender, se fue eclipsando. Relego -hasta cuando me informe medianamente- los libros de los autores desconocidos. Una manera para mí de descubrir un autor es gracias a los premios que otorgan determinadas casas editoriales (Seix Barral, Planeta, Alfaguara, etc.). Aún no veto los premios Planeta, pese a su discreta calidad. Es más, tengo en lista de compra la novela que se alzó con el premio el año pasado, también la finalista. Me lo pienso dos veces antes de leer novelas policiales, de ciencia ficción y best-sellers. No tengo a estos géneros como prioridad, pero sí llego a disfrutarlos (el primero lo tomo como un reto personal). Soy de dar segundas y hasta terceras oportunidades a un autor (cuando la cosa queda empatada). Una quinta oportunidad le di a Doris Lessing y me quedé en un limbo.

Hasta aquí la lista de mis prejuicios flexibles, no válidos para mis escritores favoritos (estos tienen carta libre). Leerle a mi ahijado libros para su edad (inesperadamente sentirme con menos años); encontrarme leyendo un policial del que solo hablan maravillas; pasar por alto cierta portada estrambótica o que me genere una prevención machista  porque su contenido intuyo grato, ameno, interesante; obviar un título efectista para disfrutar de todo lo demás; o simplemente dejarme llevar por un best-seller que no implica mayor esfuerzo pero ¡cómo cuesta soltarlo! de lo enganchado que estás, contribuye a que no les diga nunca a este tipo de libros. De cuando en cuando aterrizan en mi mesa de noche y me sorprenden.

Mi prejuicio más tenaz es el que tiene que ver con los libros de auto ayuda. Bastó la lectura de uno de ellos para que por los siglos de los siglos me niegue a abrir cualquiera que se les asemeje. De ahí mi ofendido rostro cuando vi un Paulo Coelho a escasos centímetros de mis ojos, o cuando me hablan de los libracos de Sergio Bambarén o Cuauhtémoc Blanco... (ah no, ese es el futbolista), quise decir de Cuauhtémoc Sánchez. Yo, paso.

¿Me cuentan sus prejuicios librescos?

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