Una de las ventajas de aquellos libros que recopilan ensayos, discursos, artículos periodísticos, reseñas, cartas, entrevistas, cuentos inéditos, entre otros textos de lo más heterogéneos de nuestros escritores favoritos, es que además de tener todo ese material disperso reunido en el manejable formato libresco, uno puede echarse a leer el libro de marras por donde se le plazca: siguiendo un orden azaroso o guiado por el mayor interés que despierten ciertos títulos del índice (detalle que comparte con no pocos libros de cuentos). Cuando tuve en mis manos Otros colores (Mondadori, 2008), de Orhan Pamuk, lo primero que hice fue ubicar el artículo que Maribel me había mencionado para leerlo de inmediato y saciar mi curiosidad instalada hacía tiempo (se encuentra en la sección “Libros y lectura”).

Se trata del texto número 28 del libro, el que lleva como título Cómo me libré de algunos de mis libros, en donde el turco nos cuenta cómo se deshizo de sus primeros 250 libros y expone varios métodos de limpieza: de acuerdo a una selección que condena al destierro a aquellos volúmenes por los que se siente vergüenza haberles dado una importancia inmerecida en el pasado, los que no son presumibles y permanecen escondidos en nuestras estanterías, y cualquier pretexto satisfactorio que aligere lo que para él considera una enojosa carga física.

Siempre a escala reducida (los 12 mil volúmenes de Pamuk me eximen de hacer mayores precisiones), como a mí todavía no me resultan fastidiosos ninguno de mis libros, los conservo en su totalidad (incluyendo los que no pude terminar de leer y exceptuando los prestados y no retornados, ergo robados). Ni siquiera me he deshecho de los maltratados y renovados (tengo una lista que debe pasar por manos restauradoras); aunque eso sí, debo admitir que unos cuantos están sospechosamente inubicables, sin embargo no me avergüenza mi pasado lector (para evitar sonrojos futuros, simplemente hay que ser más cuidadoso a la hora de efectuar nuestras compras libreras o mejorar los escondites). Pero si alguien tiene la intención de aligerar su biblioteca, quizá encuentre en las siguientes líneas del turco el estímulo necesario para efectuar sus propias desapariciones forzosas sumarias:

“Pero leer bien no consiste en pasar despacio y cuidadosamente la mirada y la lógica sobre un texto, sino sumergir el alma en su interior. Es por eso por lo que nos enamorados de un número tan reducido de libros a lo largo de nuestra vida. Y la mejor biblioteca personal debería ser la compuesta por ese número de libros reales que sienten celos unos de otros.”

***

Hace un par de semanas recalé en aNobii y me registré. Los días que siguieron, el tiempo libre que le dedico a Internet me lo pasé ingresando de manera aleatoria algunos títulos que dispongo para ver sus portadas en mi estantería virtual (por cuestiones de espacio, sólo los lomos se nos permiten ver en nuestros anaqueles, de ahí que me permito fotografiar sus carátulas con el fin de tentar vuestra curiosidad). Lamentablemente, por más que digitaba el ISBN correcto, aNobii me mostraba otras cubiertas, aunque en una minoría de casos, pero me generaba cierta inaudita incomodidad; aparte, no había registro de los libros que tengo en una conocida editorial local (de todas maneras creé las fichas de unos cuantos). Además de descubrir gustos similares con otros usuarios, compartir impresiones, recomendaciones, ojear sus estanterías y apuntarme títulos, otra vez saltó a mi mente el post que escribí el año pasado: La portada que te tocó en suerte, el cual saqué a colación en los comentarios de mi post anterior, con motivo de la imagen que figura en la carátula de 2666, de Roberto Bolaño, y que ostenta como avatar el amigo JMG.

Releyendo ese post reconocí al quejoso y fetichista que soy, no obstante concluí diciendo que uno termina por acostumbrarse a las portadas que nos tocaron en suerte. Pero como los ojos se hicieron para ver, cuando acudo a una librería o a cualquier punto de venta de libros, no sólo dejo pasear la mirada por las mesas de novedades, también visito los anaqueles donde se ubican libros que la moda relegó y no me contento con leer en sus lomos el título y el nombre del autor, sino que los saco de su sitio para apreciar sus cubiertas, así yo los haya leído en otra edición, con el fin de alegrarme la vista. Me pasa lo mismo cuando acudo a Quilca, en donde los libreros tienes sus libros en permanente exposición, pero algo hacinados, superpuestos, lo que no permite apreciarlos en su totalidad, así que no me reprimo y los vuelvo del todo visibles para luego reacomodarlos.

Vuelvo al post pasado. Es el momento de rectificarme: Aquello de “acostumbrarse” suena a resignación, y nada más alejado de lo que realmente siento por las cubiertas de mis más queridos libros: una inmensa gratitud sin distinciones por el placer brindado, desde el más modesto hasta el más empingorotado (verbigracia ver la foto superior). Corrijo entonces: “Al final uno termina amando las portadas de sus libros”. Así está mejor. Dejaré nuevamente que Pamuk tome la palabra, con la transcripción en su integridad del artículo número 31 de Otros colores:

NUEVE NOTAS SOBRE CUBIERTAS DE LIBROS

- El novelista que no sueña con la cubierta del libro que está escribiendo habrá completado su educación sentimental, será maduro, pero también habrá perdido la inocencia que lo convierte en escritor.

- Todas las grandes experiencias y placeres de la lectura se mezclan luego en nuestra memoria con las cubiertas de los libros.

- Necesitamos más lectores que compren libros por la cubierta y más críticos que no desprecien los libros escritos para esos mismos lectores.

- Mostrar de manera detallada en la cubierta el rostro de los personajes es un ataque inaceptable a la imaginación del lector y del autor.

- El diseñador que prepara una cubierta roja y negra para El rojo y el negro, que coloca la imagen de una casa azul en La casa azul o de un castillo en El castillo, da la impresión de que, más que respetar el libro, no se lo ha leído.

- Si años más tarde nos encontramos por casualidad con la cubierta de un libro que hemos leído, esta se convierte en un emblema que rápidamente nos recuerda el mundo del libro y que en un momento ya pasado de nuestras vidas nos introdujimos en dicho mundo mientras estábamos sentados en un rincón.

- Las cubiertas de los libros tienen la función de servir como señal del paso entre el mundo del libro y el mundo vulgar en el que vivimos.

- Lo que atrae de una librería, lo que la anima y la enriquece, no es la variedad de libros sino de cubiertas.

- En nuestra mente, los títulos de los libros son como los nombres de las personas: sirven para distinguir un libro de millones que se le parecen. Las cubiertas de los libros se parecen a las caras de las personas: o bien nos recuerdan con toda su fuerza un momento de felicidad que hemos vivido, o bien nos prometen un universo feliz que no conocemos. Por eso miramos las cubiertas de los libros con la misma pasión con que miramos las caras de las personas.

***

Algo que no debería llamar la atención en aNobii, pero que me permito resaltar, es que el usuario tiene la potestad de puntuar los libros leídos de la siguiente manera:

¡Me encantó! (4 estrellas)
Bastante bueno (3 estrellas)

Regular (2 estrellas)

Decepcionante (una estrella)

Obviamente no es la única manera de calificar nuestras lecturas. He visto que algunos bloggers someten lo leído a rangos numéricos que van del 1 al 5, del 1 al 10, etc., que incluyen decimales, o se esfuerzan por abarcar mediante palabras un mayor espectro calificativo: obra maestra, extraordinario, muy bueno, bueno, se deja leer, regularón, estafa, de lo peor, desastroso, chanfaina, bodrio, devuélvanme mi dinero, etc.

A mí siempre me han dicho que soy muy benigno a la hora de calificar mis lecturas, debe ser porque generalmente hablo de aquellos libros que me han causado cierto grado de fascinación o que me han decepcionado profundamente (autores y libros sobrevalorados, ya que hay bodrios inconfesables). La verdad es que tengo mi método cualificador de los libros que he leído desde el año 2000 (nada del otro mundo), y no pude resistirme cuando descubrí que aNobii me permitía hacer uso del suyo; aunque lo que parecía un juego terminó por descalabrarme (suelo tomarme las cosas muy en serio), ya que encontraba insuficiente la puntuación disponible. De todas maneras traté de ser justo de acuerdo a mi gusto personal.

La semana pasada Roberto, de El Guisante Verde Project, nos obsequió una imperdible reseña de Todos los hermosos caballos, de Cormac McCarthy. No dudé en comentarle escuetamente mi experiencia con los cuatro únicos libros que he leído del norteamericano. Traigo a colación esos libros como un ejemplo significativo del puntaje que fueron merecedores en aNobii (ampliar imagen). Supongo que la polémica se instalará alrededor del exiguo puntaje (apenas dos estrellas) que le di a la famosa novela ganadora del Pulitzer 2007. He leído todo tipo de comentarios que La carretera suscita, así que considero muy diplomático de mi parte esas dos estrellas: ni fu ni fa.

***

A ver, para terminar, ¿cuántos se identifican con la siguiente situación? (La encuentran en… ¡Adivinen!)

Al principio Johns hizo un ligero, casi imperceptible esfuerzo por entablar un diálogo. Preguntó si Morini había adquirido alguna de sus obras. La respuesta de Morini fue negativa.

Dijo que no, después añadió que las obras de Johns eran demasiado caras para su bolsillo. Espinoza notó entonces que el libro al que la enfermera no le quitaba ojo era una antología de literatura alemana del siglo XX. Con el codo, avisó a Pelletier, y éste le preguntó a la enfermera, más por romper el hielo que por curiosidad, si estaba Benno von Archimboldi entre los antologados.

En ese momento todos escucharon el canto o la llamada de un cuervo. La enfermera respondió afirmativamente.

Johns se puso a bizquear y luego cerró los ojos y se pasó la mano ortopédica por la cara.

–El libro es mío –dijo–, yo se lo he prestado.

–Es increíble –dijo Morini–, qué casualidad.

–Pero naturalmente yo no lo he leído, no sé alemán.

Espinoza le preguntó por qué motivo, entonces, lo había comprado.

–Por la portada –dijo Johns–. Trae un dibujo de Hans Wette, un buen pintor. Por lo demás –dijo Johns–, no se trata de creer o no creer en las casualidades. El mundo entero es una casualidad...

1.

Hace tiempo, leyendo Vargas Llosa: El vicio de escribir (Alfaguara, 2002), de J. J. Armas Marcelo encontré la definición de un fenómeno paradójico que todo lector ha experimentado siquiera una vez en su vida. El escritor español lo explica de la siguiente manera:

"Sometido por la historia que está leyendo y subyugado por la forma de relatarnos literariamente esa misma historia, el lector acelera su acción de lectura, no puede dejar de leer, quiere conocer en su integridad el relato que lo ha poseído, hasta que cae en la cuenta de que sólo le quedan unas pocas páginas para terminar la novela; entonces, siente la angustiosa cercanía del final –la paradoja del lector– y trata, por todos los medios a su alcance aunque inútilmente, de detener su lectura sin dejar de leer; trata de demorar la lectura –leer a cámara lenta– como mecanismo de defensa ante el inminente fin de la lectura de la novela. Esa paradoja le sucede al lector en muy contadas ocasiones, pero cuando ocurre ese mismo lector sabe que tiene en las manos, mientras lee, un artefacto literario de dimensiones extraordinarias, una obra de arte que teme terminar de leer porque no sabe cuándo va a volver a tener esa misma o parecida sensación de plenitud con otra novela distinta a la que está terminando de leer."

Lo curioso es que Armas Marcelo inserta esta definición en el capítulo que le dedica a la que era la última novela del peruano: La fiesta del chivo (Alfaguara, 2000), y yo como lector no podía dejar de sentirme identificado. Recuerdo que adquirí la que quizá sea la última gran novela de Vargas Llosa la tarde de un viernes y no abrí el libro hasta dos días después, domingo, apenas me sentí lo suficientemente despabilado; para inmediatamente después no parar de leer hasta terminarla las primeras horas del lunes. A medida que avanzaba la lectura, mi interés se acrecentaba por saber más del destino de los conspiradores, de las miserias del trujillato y de los trágicos recuerdos de Urania. Estas historias se sucedían alternadamente y demandaban retomar el hilo de la narración con el mínimo de pausas; pero por otra parte, el final inexorable empezaba a angustiarme. ¿Qué hacer? ¿Seguir leyendo o parar? Ese domingo tuve el privilegio de poder desconectarme del mundo, cosa que quizá no se repetiría, me dije; así que lo aproveché al máximo y me encomendé a los beneficios de una futura relectura para rescatar el placer inicial brindado por tan maravillosa novela (la releería completa antes del estreno de la película).

2.

El post que le dediqué a Orhan Pamuk me demandó gratificantes e incontables minutos de relectura de varios pasajes de sus 8 libros que dispongo. El pasado lunes al fin pude sumar el noveno traducido al castellano. Adquirí Otros colores (Mondadori, 2008) en mi última visita a la pasada FIL, con un nada despreciable 20% de descuento. Venía postergando su compra ya que sabía de sobra que iba a interrumpir injustamente el libro que en ese momento venía leyendo, sobre el cual me explayaré cuando escriba sobre las novelas ganadoras del Premio Alfaguara (he leído las 13 galardonadas en sus 12 ediciones), y además atentaría contra mi segunda lectura programada que representaba un reto personal acabarla. Me estoy refiriendo a El viajero del siglo, de Andrés Neuman y a La llave del abismo, de José Carlos Somoza. Una vez que me faltaban pocas páginas de este último título decidí comprar el libro del turco, y de pasada me hice de la última novela de Philip Roth: Indignación, mi libro número 21 del norteamericano.

3.

Ha pasado bastante tiempo hasta hacerme del segundo libro de un escritor que tenía casi en el olvido. A principios de julio el mundo literario se vistió de luto ante el fallecimiento de Frank McCourt. Cuando me enteré de la trágica noticia vino a mi mente el único libro que leí del escritor de origen irlandés: Las cenizas de Ángela (Premio Pulitzer 1997). No sé por qué le perdí el rastro a la segunda parte, que tiene como título Lo es. Cuando me aproximé al reducido stand de Santillana en la FIL, me dirigí sin escalas a los estantes de la colección Punto de Lectura para buscar ese libro, y lo hallé a mitad de precio. Antes de leer Lo es pienso releer algunas páginas de Las cenizas de Ángela, darle una ojeada a mis anotaciones. Recuerdo muy pocos hechos, en cambio persisten algunas sensaciones que su lectura me dejó.

4.

Es bastante común que algún conocido me comente como última lectura un libro que yo leí hace bastante tiempo (me conmueven especialmente los lectores que están descubriendo a Vargas Llosa). En estos casos lo normal es que haya olvidado muchos nombres de los personajes secundarios y pasajes que para un lector reciente son considerados trascendentales, y yo apenas rememore el resultado final que me produjo su lectura y suelte el escueto "sí me gustó" o "no me gustó" en su momento. Si el libro lo merece acudo a mi propio ejemplar, a mis anotaciones, y puedo enzarzarme en una discusión en la que el lector fresco siempre tendrá ventaja, y en donde la relectura de una mínima parte de ese libro puede llegar a afectar mi percepción primigenia.

Estos son algunos libros que fueron comentados por los amigos bloggers en su momento y que decidí buscarlos y tenerlos cerca por si acaso (están nombrados desde el más antiguo al más reciente en ser leídos): La insoportable levedad del ser (Milan Kundera), Seda (Alessandro Baricco), El hijo del acordeonista (Bernardo Atxaga), Tratado de culinaria para mujeres tristes (Héctor Abad Faciolince), El enigma de París (Pablo de Santis) y Foe (J. M. Coetzee).

5.

A Milan Kundera hace tiempo que dejé de leerle. Cuando Isi le dedicó un post a La insoportable levedad del ser, las brumas mentales que tenía con respecto a esta novela comenzaron a disiparse. Pese a los años transcurridos, mis apuntes me devolvieron algunas páginas merecedoras de citarse, muy controversiales visto a la distancia (o es que el protagonista me resultaba una especie de antihéroe fascinante y ahora me he vuelto medio cucufato). Rescaté del olvido a Karenin, el perro, y las circunstancias en que Teresa y Tomás se conocieron. La culpa fue de los libros: un libro abierto en la mesa de un bar, como la contraseña de una hermandad secreta (los invito a leer ese pasaje en garagatos).

6.

Leí Seda a principios del milenio de un ejemplar que me prestaron. Vargas Llosa la catalogó como “una historia misteriosa, lacónica, perfecta”. Hace año y medio más o menos que tuve la posibilidad de comprar mi propio ejemplar, en nombre del placer brindado. Desde entonces ha permanecido guardada pero visible. Quise ver primero la película antes de releerla; mas creo que primero la releeré ya que en más de un blog, como el de la hierba roja, ha cosechado comentarios negativos. Eso sí, hoy me lo pensaría dos veces antes de acometer un libro de esa extensión. Me he acostumbrado a las novelas de tamaño regular (entiéndase por ello lo que gusten) y extensas, y el ritmo que le imprimiría no sería el adecuado (a eso se debe el porqué Ojos azules, de Pérez-Reverte, aún no lo adquiero ni leo).

7.

Tanto El hijo del acordeonista como Tratado de culinaria para mujeres tristes los vi comentados en el blog de Teresa. Como ambos libros fueron editados por Santillana - Alfaguara, tienen un lugar privilegiado en mis escasos libreros; así que decidí sacarlos para buscar los papelitos con mis anotaciones. Lamentablemente no encontré mis apuntes de la novela de Bernardo Atxaga (recuerdo que me gustó y poco más) y sí los que hice del librito del colombiano Abad Faciolince (releí varias de sus chispeantes “recetas”). Son dos autores que me gustaría seguir leyendo.

Dejo para una mejor oportunidad mis apuntes sobre las novelas del sudafricano (intertextualidad y no plagio es la palabra clave en el caso de Foe) y del argentino (quizá cuando divague sobre los premios literarios El enigma de París tendrá su espacio), comentadas por Leox y Mariano respectivamente.

***

Hoy me he permitido escribir este post, una suerte de “lo que salga” que sabrán disculpar (donde la relectura pareciera ser el tema dominante), luego de aprovechar al máximo mis horas libres en beneficio de la lectura. Los libros de Neuman (magistral) y Roth (intensa), el collage de Pamuk (imperdible, Maribel), así como las últimas páginas de la novela de Somoza (debo una reseña) confirman que el vicio de leer puede llegar a ser absorbente.

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