Siempre recordaré mi primer acercamiento a la narrativa de Alfredo Bryce Echenique (Lima, 1939) como un hecho traumático… Exagero. Debería decir que la novela que en ese momento tenía en mis manos y venía con el rótulo de imprescindible clásico de la literatura peruana, o algo así, no colmaría mis expectativas; además, ¿cómo era eso que había hecho llorar a una amiga muy querida? El único inconmovible parecía yo. En esa época leería de cabo a rabo todos los libros que se me pusieran por delante, me prometía que los acabaría de leer así fueran latosos. Acabaría, pues, criticando Un mundo para Julius (1970), peroraría en su contra más de una vez delante de un auditorio abarrotado por mis fantasmas. Su ausencia de intriga en un libro algo extenso me desilusionaría; pero quise darle otra oportunidad a su autor. Buscaría más libros de Bryce en las estanterías que le pertenecieran a mi abuelo, cuyos libros yo heredaría, y me toparía con sus dos primeros libros de cuentos: Huerto cerrado (1968), La felicidad ja ja (1974), además de un libro que jamás leería, el que, si la memoria no me falla, recopilaba sus primeras crónicas. ¿Por qué las dudas con respecto a este último libro? Sencillo: Cuando requería siquiera darle una ojeada a Un mundo para Julius (figuraba dentro de los temas básicos para el examen de admisión a la universidad), parecía que un resentido Bryce se me había ido con sus libros a otra parte.

Me daba cólera que se me perdieran cuatro libros de mi sacrosanto hogar. ¿Cuándo y cómo sucedería aquello? Era inútil pensar en sospechosos y echarle la culpa a alguien en particular. Había transcurrido al menos un par de años desde que los tuviera en mis manos y alejara de mi campo visual. Colocaría de vuelta y media todo, con la tenue esperanza de encontrarlos. La situación se prestaría para hacer mi primer inventario de los libros que tenía (algo provechoso sacaría de esta experiencia). Nada me haría vaticinar que diez años más tarde, charlas y conferencias a cuestas (¿perdón, esa silla está desocupada?) e incluso grabadas en anacrónico formato VHS; y luego de bregar en varias ocasiones en medio de una siempre sinuosa, rearmable e inacabable fila india, su autor me firmaría uno de sus libros (antes del escándalo, felizmente). ¿Qué desencadenaría esta súbita conversión? Pues la primera de sus novelas que sí me daría en la yema del gusto y me fascinaría en grado sumo, a la que le seguirían otras más.

Si alguien le diera un vistazo a mis libros, le sería fácil saber cuáles son los libros que heredaría de mi abuelo (los que además son imprestables) y cuáles me agenciaría con mi propio esfuerzo u obsequiarían. Mi abuelo tenía la costumbre de estampar su vertiginosa rúbrica en sus libros; a veces consignaba la fecha de adquisición. Yo nunca adoptaría estas costumbres. Hipotéticamente hubiera sido sencillo allanar los anaqueles de uno o dos sospechosos, para dar con los ejemplares birlados siguiendo las pistas de las inconfundibles señas dejadas por mi abuelo. Mas al final de mi infructuosa búsqueda interna, resignado ya, se materializaría otro libro de Bryce de cuya existencia no me había percatado.

Lo que sigue parecería el comienzo de una de las novelas de Carlos Ruiz Zafón (leer la archivendida La sombra del viento). Sometería al libro descubierto a un rápido escrutinio. Por su aspecto se trataba de un libro que había pasado por varias manos y pares de ojos. La pinta de libro de bolsillo no se la quitaría nadie. La contraportada anunciaba el tema de la novela: se trataba de una novelita de temática amorosa. Lo abriría y me concentraría en la búsqueda de la firma de mi abuelo, de alguna de sus señas, sin mayor resultado. Luego pasaría exhaustivamente una a una las páginas del libro, fijándome por si aparecía algún trazo o estigma reveladores. En este trance se me asomarían párrafos y frases enteras que jalonearían mi interés.

***

La aparición milagrosa de Tantas veces Pedro (1977), título ya de por sí bíblico, fue un hecho que jamás comprenderé. Nunca sabré si la novelita se le olvidó a alguien (quizá a quien se había llevado los otros libros de Bryce) o mi abuelo dejó sin rubricarla porque sí (quizá no la consideró digna de llevar su firma o qué sé yo). El caso es que con toda esta aura de misterio, esa noche empecé a leer la novela que me reconcilió con Bryce y de algún modo con el mundo entero: un mundo plagado de chicas bellas, inalcanzables; amores imposibles y amistades sempiternas; de gente incomprendida y eternamente enamorada.

La primera novela de Bryce, Un mundo para Julius (originalmente se iba a tratar de un cuento que llevaría por título Las inquietudes de Julius), tenía todo aquello que críticos y lectores sensibles y comprometidos con su tiempo querían leer o ver en ella (gente de Estado incluida); por si fuera poco, mostraba una realidad que hasta nuestros días no nos es ajena, a pesar de los años transcurridos desde su publicación: A través de la mirada curiosa de un niño de clase alta, Julius, por sus páginas desfilan los valores caducos de la vieja oligarquía que da paso a la nueva clase de nuevos ricos representados por el padrastro del niño. La relación de Julius con la servidumbre (la mayoría gente de provincia), no será la misma que tengan los demás miembros de su familia (de paternalismo e indiferencia cuando menos, si no racista y abusiva en el peor de los casos); tampoco la visión de un entorno que se irá ensanchando en la medida que descubra otras zonas de la capital en su continuos traslados, en un lapso que va desde los cinco hasta los once años de edad que cumple al final de la novela.

Cuando me puse a indagar sobre las repercusiones de la obra de Bryce, me informé de la desilusión resultante en algunos críticos y lectores frente a la publicación de su segunda novela, Tantas veces Pedro. No era para menos. El cambio radical de temática, la acentuación del tinte autobiográfico que podía rastrearse en sus páginas suscitó todo tipo de críticas y engrosó la fila de lectores decepcionados. Hasta ahora, a más de un viejo lector le he escuchado decir que Bryce es autor de un solo libro (sin duda en referencia a su primera novela). Los más benévolos dicen que de dos. Los que le encantan llevar la contraria lo califican de eximio cuentista (sin duda se exceden).

También leí y escuché del propio Bryce que Tantas veces Pedro es su novela más querida e inaugural; con un tema, la pasión amorosa, que daba para varios libros más; y que sus libros podían leerse como los capítulos de un mismo libro. Con estas salvedades juzgarlo de repetitivo y monotemático resulta ocioso; forma parte sin duda del discurso de un lector mal informado o desinformado adrede. Uno ya sabe a qué atenerse –sin obligaciones de por medio- en cuanto se sumerja en sus novelas. El espectro se amplía un poco en sus cuentos.

Cuenta Bryce que La pasión según Pedro Balbuena, que tantas veces fue Pedro, y que nunca pudo negar a nadie (título original de Tantas veces Pedro) fue escrita de un tirón producto de su encierro literario en la isla de Menorca. La concibió cuando vio entrar a un borracho a una cantina con un libro que le colgaba de los dedos, y que repitiera esa rutina varias veces. Se trataba de un escritor que no podía escribir y con quien nunca entabló charla. La novela cuenta los avatares de Pedro Balbuena, un mitómano y alcohólico cuarentón con aspiraciones literarias; un loco tierno que pasea su amor imposible por distintas partes del mundo (Berkeley, Cuernavaca, París, Margency, Perugia) en compañía de un perro de bronce al que llama Malatestta o álter ego, y con quien sostiene acaloradas discusiones… Pedro tiene la dicha (mientras le duran sus idilios) a la vez que la desdicha (cuando aparece su ser atormentado y resulta inaguantable) de involucrarse con mujeres bellas, sensibles e inteligentes de distinta edad y mentalidad, a quienes brinda su ternura y desmesura. En su primer libro de memorias, Bryce subraya de Pedro Balbuena "su maravillosa habilidad artística para la infelicidad, su incapacidad para escribir y su perfección en el arte de morir de amor". Sophie es aquel amor imposible desencadenante de la dipsomanía de Pedro. Ella está presente en sus alcoholizados pasos, en las páginas no escritas que la tienen como protagonista de mil aventuras concebidas por la mente Pedro, lo que a veces hace dudar de su existencia, a pesar de su aparición al final del libro y el desconcertante epílogo.

Mi ejemplar “aparecido” de Tantas veces Pedro es el libro que más veces he leído y prestado (un fulanito me lo devolvió descuajeringado y tuve que forrarlo, cosa que no hago muy a menudo). Es la novela de Bryce que varias féminas han podido abordar (por ahí la hice linda con La amigdalitis de Tarzán y me fue bien con Reo de nocturnidad). Al tercer o cuarto libro que les recomendaba o dictatorialmente les instaba a leer, me decían más o menos que ya basta, R, que siempre es la misma cosa, que Bryce se repite. Ninguna de ellas pudo, por ejemplo, con No me esperen en Abril, novela ambientada en la Lima de la década del cincuenta y que trata de las aventuras y desventuras del adolescente Manongo Sterne (más detalles adelante).

Una relectura de Un mundo para Julius me permitió apreciar sus aspectos positivos, su importancia para las letras peruanas. Cuando un diario editó una colección económica de libros de autores peruanos, no dudé en comprarlo, así como No me esperen en abril (leído conjuntamente con otros libros gracias a la biblioteca universitaria), cuyo costo era, en realidad aún lo es, una de las típicas cachetadas a la pobreza en un país que dicen que no lee, pero que tiene los libros más caros del planeta (ya se pueden conseguir, más vale tarde que nunca, ediciones de bolsillo en Peisa de los libros de Bryce). Recuperé sus relatos para mí cuando Alfaguara editó en 1995 sus hasta ese momento Cuentos completos: libro que incluía Magdalena peruana y otros cuentos (1986), y que en su género les siguió Guía triste de París (1999) y la ultimita La esposa del Rey de las Curvas (2009). También he leído libros críticos de su obra. Tengo en mi haber un par de imprescindibles: una excelente selección de entrevistas reunidas por Jorge Coaguila y un libro de críticas editado por una editorial venezolana, con prólogo de Julio Ortega, crítico que ha preparado para la próxima FIL un encuentro entre Alfredo Bryce y nueve escritores jóvenes (algunos detalles aquí).

La prosa de Bryce es dispersiva, digresiva, caótica si se quiere. Apela a la oralidad y la exageración, a situaciones límite que viven sus protagonistas masculinos, seres que ansían prologar su adolescencia hasta la muerte, y que se tornan insoportablemente encantadores con sus rancios códigos de conducta y su patológica timidez. Sus ficciones están enriquecidas de antiguas referencias musicales (boleros, rancheras, tangos, valses, guarachas) que cobran vigencia y se reactualizan en sus páginas. Son un homenaje al amor, a la amistad y lealtad; destilan humor y nostalgia.

En más de una ocasión he acudido a las multitudinarias charlas y conferencias dictadas por Bryce (algunas daban paso a la firma de libros) y a las programadas firmas de libros propiamente dichas, pero con nulos resultados. Con toda la experiencia acumulada, y a raíz de la publicación de su segundo libro de (anti)memorias, Permiso para sentir (2005), apenas anunciaron la firma exclusiva de este libro, en una conocida cadena de supermercados, no dudé en ir varias horas antes y soplarme la cola y colados, así como a los angurrientos organizadores. Cuando lo tuve al frente, me quedé mudo. Creo que LM fue más locuaz; a ella también “el abuelito” Bryce le había autografiado su libro, que algún día leería; pero no, R; no me pidas que retome No me esperen en Abril: ese libro es insufrible. Contigo basta... (Ecos de charlas antiguas, de esas que tienen el extraño placer de repetirse cada tanto, aunque mi interlocutora cambie.)

Transcurrió alrededor de un mes desde que se conoció el nombre del flamante Nobel de literatura 2006, para que yo tenga en mis manos mi primer libro del turco Orhan Pamuk (Estambul, 1952). Recuerdo que apenas supe de quién se trataba, me interesé por ese desconocido –para mí– de 54 años que, con su encumbramiento, una vez más dejó con los crespos hechos a los hinchas de nuestro crédito nacional: Mario Vargas Llosa, quien tal vez nunca pase de eterno candidato, para deleite de su legión de detractores.

De todo aquello que me informé los primeros días posteriores al anuncio del Nobel, nunca olvidaré la entrevista premonitoria de Rosa Montero a Pamuk publicada originariamente el 24 de setiembre de ese año, con motivo de la aparición en España de su último libro. Deliciosa entrevista (casi una esgrima verbal) que acertadamente se volvió a dar a conocer con motivo del galardón y que he calificado de premonitoria por las primeras líneas del párrafo introductorio de la Montero:

He aquí un hombre que, con bastante probabilidad, ganará el Nobel de Literatura en los próximos años: en primer lugar porque es un escritor original y poderoso, pero además porque, como figura progresista y lúcido eslabón entre Oriente y Occidente, cumple a la perfección el perfil político de un galardón cada día más descaradamente politizado.

Si bien tenía a Pamuk en mi agenda de escritores próximos a leer, me inhibí de echarme a buscar sus libros como algo prioritario, después de leer un artículo local que someramente hablaba de su obra y daba a conocer que en librerías no se hallaban sus novelas más afamadas (Me llamo rojo y El libro negro), sólo La casa del silencio. Fue recién en noviembre, y como regalo de cumpleaños, que tuve en mi poder mi primer libro de Pamuk: nada menos que Estambul. Ciudad y recuerdos (previamente me consultaron si lo tenía; yo no estaba enterado de la disponibilidad de este título).

Estambul. Ciudad y recuerdos (2005)
Mondadori, 2006
448pp.

Siempre he tenido predilección por la ficción narrativa (cuento o novela) antes que cualquier otro género literario. Hace muy poco que disfruto y valoro los libros de memorias, autobiografías y diarios. Recuerdo que dejé pendiente el libro que estaba leyendo para sumergirme en el que me habían regalado, el cual estaba pródigamente ilustrado. Me intrigaba saber cuál sería la visión de sí mismo que el turco volcaría sobre sus páginas, quiénes serían los personajes reales que haría circular, y quería conocer los detalles de las fotografías anexadas. Mis atronadores prejuicios de sentirme ante unas memorias autocomplacientes de un escritor joven aún, empezaron a disiparse con la lectura de las primeras páginas:

“Hay autores, como Conrad, Nabokov o Naipaul, que han conseguido escribir con éxito cambiando de lengua, de nación, de cultura, de país, de continente e incluso de civilización. Y sé que, de la misma forma que su identidad creativa ha ganado fuerza con el destierro o la emigración, lo que a mí me ha determinado ha sido permanecer ligado a la misma casa, a la misma calle, al mismo paisaje, a la misma ciudad. Esa dependencia de Estambul significa que el destino de la ciudad era el mío porque es ella quien ha formado mi carácter.” (p. 16)

En este libro Pamuk no sólo se ciñe a un período corto de su vida: una autobiografía juvenil cuyo corolario es la conversación con su madre donde le manifiesta su decisión de dejar la pintura y hacerse escritor, sino que es un pretexto para plasmar sus experiencias sensoriales y culturales en relación con su entorno. Factores influyentes en su vocación serán la educación laica recibida y el occidentalizado entorno familiar, traducidos en una buena biblioteca, su imaginación en constante ebullición y sensibilidad afinada. Ahora yo parezco el complaciente... Para no terminar pareciéndolo, diré que después de leer este libro primordial, 6 novelas y un librito de discursos, nada influye tan palmariamente en la obra del turco, por mí leída, que esos paseos por Estambul (vagabundeos y lecturas –se desplaza también quien lee– de las experiencias de otros itinerantes en distintas épocas): la ciudad que lo vio nacer.

Por el libro no sólo desfilan los recuerdos y retratos de los padres, el hermano, la abuela y los tíos, y la crónica del trágico primer amor, sino también sus tempranas y determinantes lecturas de viajeros y pintores occidentales del siglo XIX (Nerval, Gautier, Melling, etc. con sus testimonios de un pasado idílico y perdido) y escritores turcos del siglo anterior que dejaron huella escrita con sus proyectos, por lo general inconclusos, que el joven Pamuk captó teñidos de melancolía.

”Cada vez que miro estos grabados, el corazón se me llena con la amargura habitual, porque ese mundo ya ha desaparecido. Pero cada vez que abro el libro de Melling me consuela ver que, según el casi único testigo visual “directo” de aquel mundo del pasado, mi Estambul no es mágico, “exótico” ni raro, que en realidad mi infancia le debe mucho al Bósforo, y que simplemente es maravilloso.” (p. 94)

”Pero cualquier cosa que digamos sobre las características generales de una ciudad, sobre su alma o su esencia, acaba convirtiéndose en forma indirecta en una confesión sobre nuestra vida y, especialmente, sobre nuestro estado espiritual. La ciudad no tiene otro centro sino nosotros mismos.” (p. 401)

“El espíritu y la fuerza de Estambul le vienen del Bósforo.” (p. 65)

Nieve (2001)
Alfaguara, 2006
504pp.

Luego de que terminara de leer Estambul y lo erigiera como uno de mis libros favoritos de ese año, quería seguir leyendo más de Pamuk; pero mientras daba cuenta de mis lecturas pendientes, llevados por la novedad los lectores capitalinos arrasaban con cuanto libro del turco se hubiese importado. Yo con las justas alcancé a comprarme su novela más reciente: Nieve (me llevé uno de los dos ejemplares que quedaban en una librería, luego de recorrer otras tres).

En Nieve, tras doce años de exilio en Alemania, Ka, poeta y “periodista”, regresa a su país y enrumba a Kars (ciudad fronteriza que a su llegada se ve aislada por una inclemente nevada), con el fin -justificación oficial- de investigar la ola de suicidios de varias mujeres que se han negado a descubrir sus cabezas (el suicidio es condenado por su religión). Prontas a realizarse la elecciones, donde todo parece indicar que el partido islamista se va a alzar con el triunfo, Ka primero es testigo del asesinato de un director de escuela y después se verá involucrado, como casi todos en Kars desde sus distintos papeles en la historia (todo un mosaico de personalidades que Pamuk describe con maestría: dudas, creencias, fragilidades, deseos, etc.) en la puesta en escena en la vida real de un golpe llevado a cabo por un grupo de teatro en alianza con los militares, lo que desencadena un clima de represión general.

Previsiblemente los intereses de Ka se ven alterados. Ya sabemos que el motivo principal de su viaje (no el pretextado), y que además le ha devuelto la inspiración poética tras cuatro años de sequía creativa, es tratar de convencer a la bella y divorciada Ipek (un amor del pasado en el que cifra todas sus esperanzas), de casarse e irse con él a Frankfurt.

Desde el comienzo intriga conocer quién es el narrador de esta novela (quien en las primeras páginas dice de Ka: “siempre estaba melancólico como los personajes de Chejov”). Convertido en personaje y no mero narrador de los hechos por él ya conocidos, por tanto sucedidos, el narrador cobrará protagonismo en el segmento final de la novela, cuando ya han sido mostrados con imparcialidad los fanatismos e intolerancias de nacionalistas kurdos e integristas, al igual que las actitudes farsescas y demenciales de los represores. La neutralidad asumida para contar los sucesos (que se suceden apenas en tres días) brinda muchas luces acerca de las convicciones y el pensamiento del propio autor.

“-¿Hay otro Dios en Europa? -le preguntó el jeque con aire bromista mientras le acariciaba la espalda.-Yo quiero un Dios que no me obligue a descalzarme para acudir ante su presencia, ni a besar la mano de nadie, ni a arrodillarme. Un Dios que entienda mi soledad.” (p.118)

“La soledad es un problema de orgullo; uno se sumerge vanidosamente en su propio olor. El problema del verdadero poeta es siempre el mismo. Si es feliz durante mucho tiempo se vuelve vulgar. Si es infeliz durante mucho tiempo es incapaz de encontrar en sí mismo la fuerza que mantiene viva la poesía… La felicidad y la auténtica poesía sólo cohabitan durante un breve plazo. Un tiempo después, o la felicidad vulgariza al poeta y la poesía, o la auténtica poesía imposibilita la felicidad. Ahora me da mucho miedo regresar a Frankfurt y ser infeliz.” (p. 151)

Me gustó Nieve, mas no me deslumbró. Por tanto, con el saldo a favor resultante, y la experiencia previa de la disponibilidad limitada de ejemplares del turco, el siguiente año (2007) estuve un tanto alerta ante cualquier noticia que me ponga en el camino de seguir la obra publicada del turco.

Me llamo Rojo (1998)
Alfaguara, 2006
568 pp

Ambientada en el S. XVI (período de decadencia del Imperio Turco Otomano) Me llamo Rojo es una novela coral que le da voz a personas y seres inanimados, simbólicos; a vivos y muertos. La pluralidad de narradores representa un desafío constante para el lector, no sólo por lo que dicen desde su posicionamiento en la trama, sino por lo que dejan de decir, como si quisieran engañar al lector o escamotearle los hechos; cuando no reclamar su atención, justificar sus actitudes o volverlos sus cómplices. Seducen con sus parábolas, hechizan con sus historias subalternas propias de las tradiciones orales orientales.

Para variar, algo recurrente en la obra de Pamuk: hay un personaje, Negro, que retorna de un exilio amoroso. Esta vez la amada de nombre Seküre tiene dos hijos y vive con su cuñado, ya que el marido está desaparecido hace un buen tiempo, muy posiblemente muerto. Uno de los cuatro ilustradores a cargo del tío de Negro, padre de Seküre, ha sido asesinado. La tarea encomendada al tío viene directamente del Sultán y linda con la herejía. Hay un muerto y puede haber más. Pamuk echa mano a elementos propios de la novela negra con dosis algo morosas de suspenso, esto debido a largas explicaciones, las historias y parábolas engarzadas antes mencionadas. Algunas citas de esta fascinante novela:

"Y fue en ese momento cuando surgió la idea de preparar un libro en el que hubiera pinturas de Nuestro Sultán y de los objetos que le representaban. Porque cuando mi tío regresó a Estambul y le dijo a Nuestro Excelso Sultán lo bien que estaría que le pintaran al estilo de los maestros francos, en un primer momento éste le puso objeciones.

-Lo verdaderamente importante es la historia –le había dicho-. Una hermosa pintura completa de forma elegante la historia. Pero cuando intento pensar en una pintura que no completa una historia, lo primero que se me viene a la cabeza es que se convertiría en un ídolo. Porque como no podríamos creer en una historia que no existe, tendríamos que creer en la pintura, en esa cosa. Sería algo como el culto a los ídolos que había en la Kaaba antes de que Nuestro Profeta los destruyera. Porque, si no son parte de una historia, ¿cómo podrías pintar, por ejemplo, ese clavel o a ese enano insolente?" (p. 154)

"Quería que cuando el libro estuviera terminado fuera una prueba del invencible poder de Nuestro Exaltado Sultán, Califa del Islam, en el milésimo año de la Hégira. Pero me pidió que preparara el libro en secreto para que no se supiera su condición de regalo con el objeto de llegar a un acuerdo con los venecianos y para que no diera lugar a envidias en los talleres. Y yo comencé a preparar las ilustraciones en secreto, feliz y contento." (p. 155)

"Lo que mi Tío esperaba de mí era que observara aquellas pinturas medio venecianas, medio persas y que le escribiera una historia adecuada para la página opuesta. No tenía otro remedio que escribirlas si quería poseer a Seküre, pero no se me iba de la cabeza lo que el cuentista había narrado en el café." (p. 168)

"Decía que pintar según la ciencia de la perspectiva y seguir las maneras de los francos eran tentaciones del Diablo. Al parecer, en esa última ilustración se ha pintado el rostro de un mortal siguiendo las técnicas de los francos de tal manera que el que la ve tiene la impresión de que es real y no una pintura y despierta el deseo de postrarse ante ella, tal y como ocurre en las iglesias. Decía que la perspectiva era una tentación del Diablo no sólo porque hace que el punto de vista de la pintura descienda del de Dios al de un perro callejero, sino porque además al usar las técnicas de los francos estamos adulterando nuestra sabiduría y nuestro talento con los de los infieles y así perdemos nuestra pureza y nos convertimos en sus esclavos." (p. 221 – 222)

"-No existe nada puro -replicó el señor Tío-. Cada vez que se crean maravillas en la ilustración, en la pintura, cada vez que en un taller aparece una obra de una belleza tal que nos humedece los ojos y nos pone la piel de gallina, sé que allí se han unidos dos cosas distintas que nunca antes habían estado juntas para que esa maravilla pueda aparecer. Le debemos Behzat y toda la hermosura de la pintura persa a la mezcla entre la árabe y la china y mongola. El sha Tahmasp unió en sus más bellas pinturas el estilo persa con la sensibilidad turcomana. Si hoy todo el mundo se hace lenguas de los talleres que Ekber Jan tiene en la India es porque ha animado a sus artistas a que adopten los estilos de los maestros francos. Tanto el Oriente como el Occidente son de Dios. Que Él nos proteja de aspirar a la pureza sin adulterar." (p. 222)

La casa del silencio (1983)
DeBolsillo, 2006
382 pp

Se trata de su segunda novela y mi cuarto libro de Pamuk. Recuerdo que compré La casa del silencio porque en la librería a la que acudí, tenían un único ejemplar de El libro negro soleándose en la vitrina en pleno verano y por tanto sus hojas tenían un mal aspecto.

Dentro de su sencillez argumental, mediante los dosificados monólogos de sus personajes y el empleo de flashbacks, La casa del silencio nos da a conocer en los pocos días que suceden los hechos, cien años de vida escindida de una familia turca, los conflictos sociales que les toca atestiguar y sus dramas individuales. El escenario variará de Estambul a Cennethisar, donde se ubica la casa que habita la abuela, morada que sus nietos por diferentes razones quieren vender.


Da la impresión que ciertas taras de este desintegrado clan (quedan la abuela, sus tres nietos y un enano consanguíneamente ligado a ellos; con voz propia en la novela), estuvieron desde el principio condenadas a subsistir como un lastre hereditario. La admiración desmedida del abuelo muerto, Selâhattim (médico ateo), por las ciencias de occidente (su empeño en llevar a cabo una enciclopedia, subvencionada con la venta de la dote de su esposa, que compense el atraso turco reinante, achacado principalmente a la religión), vendría a ser el desencadenante de futuras inacciones y fatalidades. No esperaba mucho de esta novela, que terminó siendo de mi agrado.

La vida nueva (1994)
Alfaguara, 2006
382 pp.


Realidad, sueño y fantasía se funden en esta novela de final, para mí, desconcertante. Osman es el joven protagonista de La vida nueva. Su vida dará un giro inesperado cuando descubra un libro de cuya lectura varias personas han salido transformadas (y yo diría que incluso trastornadas). Se involucra con dos de ellas: Mehmet y Canan. Los continuos desplazamientos de Osman y Canan les depararán varias aventuras. Será crucial la aparición del doctor Delicado (líder de la Asociación de Concesionarios y dispuesto a acabar con lo que él llama la Gran Conspiración = occidente/modernización) y del tío Rifki (escritor aparentemente inofensivo) en sus vidas.

“Hablaba poco con Canan del influjo que el libro había tenido sobre nosotros. Dicho influjo era tan poderoso, indiscutible y sólido, que el mero hecho de hablar de él habría convertido el libro en palabrería banal, en cháchara ociosa. El libro era en nuestras vidas, durante esos viajes en autobús, algo tan fundamental, tan indiscutiblemente necesario y obligatorio como el sol y el agua, y allí estaba, entre nosotros. Nos habíamos puesto en camino a causa de la luz que emanaba de él y nos golpeaba en la cara e intentábamos proseguir el viaje fiándonos de nuestras intenciones, sin querer comprender exactamente adónde nos dirigíamos.” (p. 89)


A propósito de La vida nueva, consultado para una entrevista sobre qué tipo de libro podría cambiarle la vida a alguien, Pamuk respondió que “no son los libros los que cambian la vida de las personas, sino el deseo de cambiarla por parte de estas. La pobreza, la marginación, el sentirse despreciados, insultados, pasados por alto, la vida provinciana, el estar enfadados, la ira... todo ello hace que la gente quiera realmente cambiar su vida y estén predispuestas a encontrar en un libro algo que ellos buscan ya”.

El libro negro (1992)
Alfaguara, 2006
584 pp.

Tópico manido el de este libro: La amada, de nombre Rüya (incansable lectora de novelas policiales), desaparece. El marido, Galip (treintañero abogado), va en su búsqueda y en el camino lo asaltarán una serie de cuestionamientos entorno a su pasado en común, así como las dudas y sospechas previsibles. Mas esta búsqueda se intercalará en la novela con un conjunto variopinto de artículos que aparentemente los habría escrito el tío del protagonista, el también inubicable Galip, lo que imprime a la novela la impresión de totalidad. En El libro negro nada está imbricado al azar.


De El libro negro no podría dejar de extraer una cita, que muy bien definiría el estilo de Pamuk, tomada de los consejos de “los mosqueteros de la pluma”, captados por un bisoño Celâl antes de convertirse en el polémico periodista que admiran Galip y Rüya, para posteriormente incluirlos en uno de sus artículos: “Nuestra maestra y santa patrona es Sherezade; no lo olvides, tú, como ella, simplemente insertas cuentos de cinco o diez páginas entre los hechos de eso que llaman ‘vida’ ”

“Quizá era posible ver en las caras de sus conciudadanos la antigüedad, la desdicha, el esplendor perdido, la tristeza y la amargura de la ciudad, pero aquello no era el indicio de un secreto cuidadosamente planificado, sino de una derrota, de una historia y de una complicidad comunes.” (p. 282)

***


Hasta acá las novelas de Pamuk que tienen personajes femeninos protagonistas, quienes cobran relevancia en la medida que influyen ostensiblemente en el curso de los acontecimientos y ponen a prueba constantemente a los personajes masculinos, generalmente enamorados hasta la médula. O bien estos tipos a causa de ellas recuperan la inspiración poética, se convierten en delatores (Nieve) o en improvisados detectives en pos del asesino del padre de su amada con el fin de compartir su lecho (Me llamo Rojo). O bien son empujados a un largo exilio amoroso y tarde o temprano imantados al redil (Me llamo Rojo y Nieve). O no dudarán en deshacerse de sus rivales (La vida nueva) o del mismo objeto improbable de su amor (La casa del silencio). Esas féminas llegan a ser con 19 palabras de una carta de adiós la génesis del más preciado regalo: el hallazgo de la verdadera identidad (El libro negro). Encuentro a los personajes femeninos de Nieve y Me llamo rojo correctamente perfilados, sólidos, en contraposición a los en su mayoría idealizados e indolentes de las otras novelas, rasgos propios de las musas. (Gran parte de este párrafo lo escribiría en un portal forístico.)

***

Como ya me cansé, je, dejo El Castillo blanco y La maleta de mi padre (ambos libros publicados por Mondadori el 2007) para comentar con quienes la hayan leído o les interese. Disculpen la extensión y el enredo.

Me gusta leer en los blog amigos, afines a este espacio librero, las reseñas y comentarios (positivos o negativos) de los libros y autores que he leído. Cuando la opinión es favorable, y por tanto coincidente, suelo recurrir a mi propio ejemplar para leer las anotaciones que en forma somera contienen apuntes sobre la trama y sus personajes, así como las frases que más me han impactado y el número de la página con un párrafo digno de ser citado en una ocasión propicia. A través de estos minúsculos papelitos, recupero en parte la memoria de lo leído, ya que los mejores textos de las contratapas apenas sugieren algo, cuando no, las peores por poco lo cuentan todo. El lunes leí con entusiasmo la entrada que Isi le dedicó a Beatus Ille, de Antonio Muñoz Molina, y al instante se me diseminaron los recuerdos con un comentario donde consignaba la manera azarosa en que había accedido por primera vez a uno de los libros del español y los siguientes. Lo volveré a contar acá. Haré una especie de recuento (el recuento anual de Andrómeda es inspirador), porque tengo a la mano la decena de libros que hasta ahora he leído de Muñoz Molina. Además, me invadió el entusiasmo de querer seguir ahondando en su obra, cuando leí que otros lectores como Lammermoor y Maribel, a quien nuevamente agradezco la mención, también lo tienen bien valorado.

Allá por el 2002, vi con entusiasmo cómo las secciones de libros de algunos supermercados limeños, no sólo librerías, se vieron invadidas por unas reediciones en tamaño de bolsillo de los más variados títulos en la colección
Punto de Lectura, de la editorial Santillana. Los precios eran/son bastante asequibles, con la calidad de papel y la tipografía conocidas, pero del todo legibles. No tardaría en seguir mi intuición de lector y prestar oídos a las recomendaciones de terceros. Fue así como por error, en vez de adquirir una novelita que había ganado el Premio de novela erótica La sonrisa vertical, 1996, con el título de Silencio de Blanca, de un tal José Carlos Somoza, me llevé a casa la intimista En ausencia de Blanca (2000) y la novela negra, porque no se limita al género policiaco, Plenilunio (1997), ambas de Antonio Muñoz Molina; títulos que se encontraban en las antípodas tanto por su extensión (Plenilunio la triplica; además de haber sido llevada al cine) como por la trama (En ausencia de Blanca se concentra en los avatares de una pareja, específicamente en las cuitas del protagonista). De más está decir que al final el saldo fue positivo.

De otro lado, mi primer libro de
José Carlos Somoza me vendría como regalo, y no fue Silencio de Blanca (de sorpresivo final) sino la celebrada La caverna de las ideas (2000), también en Punto de Lectura. Esta sorprendente y original novela, dio a pie a que por mi lado siguiera buscando más libros de su autor, aunque ninguna se la compare. A favor del cubano nacionalizado español, podría decir que es un muy buen escritor de best-sellers (me parece que sus libros aún no han sido llevados al cine). Cuantitativamente, son 12 los libros que he leído hasta ahora de Somoza, todos en ediciones de bolsillo. Sin son adeptos al género (hay de todo: ciencia ficción, novela gótica, policial, fantástica, etc.), recomiendo Dafne desvanecida (2000), Clara y la penumbra (2001) y La dama número trece (2003).

Vuelvo a Muñoz Molina. Siempre en Punto de Lectura, me hice de un par de títulos más: Ardor guerrero (1995), subtitulada Una memoria militar, y Sefarad (2001), Una novela de novelas, de subtítulo. Y eso son: sus memorias de cuando hizo el servicio militar obligatorio, y un libro difícil pero hipnotizante que entramaba géneros diversos como el autobiográfico, el ensayo y la ficción, con un lenguaje exquisito. Ese lenguaje depurado, esa complejidad, la hallaría más tarde en El jinete polaco, nada menos que Premio Planeta 1991 (¿por qué el asombro?, pues porque últimamente la novelas ganadoras del Planeta son llanas, simples; bestsellerizadas). Debo admitir que El jinete polaco recién pude leerlo al segundo intento, y que conjuntamente con Beltenebros (1989) y Carlota Fainberg (1999), los conseguí donde los libreros de viejo.

Pasó un buen tiempo hasta que volvió a caer en mis manos otro libro del español. De El invierno en Lisboa (1987) tenía las mejores referencias. Comenté su hallazgo en el post que le dediqué a mis
compras en la FIL 2007. La conjunción perfecta entre la noche, el jazz (ese Billy Swann parece inspirado por Chet Baker) y el desamor, así como su lenguaje cuidado y por momentos poético, la convirtieron en una de mis favoritas. Para terminar este recuento, el año pasado pude leer el magnífico diario de viaje que es Ventanas de Manhattan (2004) y su primera novela Beatus Ille (1987). Conté en un post cómo (referencias) y dónde accedí a estos libros. Y como ya lo dije, felizmente me quedan por leer más libros (reservo a Pamuk para el próximo post) de Muñoz Molina; y vamos, también de Somoza. ¡Bienvenidas las recomendaciones!

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"Mientras escribo cobra forma el recuerdo hasta ahora perdido de un viaje feliz: el vagón vacío del Talgo, la perspectiva de pasar seis horas recostado en un asiento muy cómodo, mirando por la ventanilla el paisaje castellano de otoño y la llegada de la noche por los roquedales de Durango, leyendo un libro que acababa de comprar en el kiosko de la estación, de modo que el comienzo del viaje y el de la lectura habían sido simultáneos. Leía, acabo de acordarme, La línea de sombra Joseph Conrad, que era una novela de longitud perfecta para la duración de aquella travesía, y no me daba cuenta de lo que advierto ahora, catorce años después, la manera en que la casualidad nos pone a veces delante de los ojos los libros más acordes con nuestro estado de ánimo o más iluminadores en medio de una encrucijada personal."

Antonio Muñoz Molina, Ardor guerrero.

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