La semana pasada caí enfermo. Descuiden, no fue producto del temible AH1N1, que ya se sabe es completamente curable, sino debido a la reaparición de mis lancinantes cálculos renales. Esta vez la cosa me agarró desprevenido. La mañana de aquel martes 19, no se presentaron esos anticipados dolorcillos que me mantuvieron alejado del urólogo un largo tiempo. Sin más pasé por emergencia y todos los chequeos y medicaciones preliminares; luego retorné a casa con las recomendaciones y el tratamiento indicados. Al final de ese día, sedado y resignado a faltar al trabajo el resto de la semana, decidí apurar algunas llamadas, enviar unos cuantos e-mails, darle un revisada los blogs que suelo visitar, apilar mis lecturas pendientes con la ilusión de pasarla en cama pero rodeado de libros, hasta que involuntariamente hice off.

El miércoles esperé pacientemente estar necesitado de lectura y sumergirme en alguno de los libros que venía leyendo o releyendo. Días atrás había dejado la lectura de Tu rostro mañana, 2 Baile y sueño, de Javier Marías, por Papeles inesperados, de Julio Cortázar. Alternadamente estaba releyendo Los cuadernos de don Rigoberto, de tal manera que no se me escapara ningún cuadro, grabado que se menciona en sus páginas para buscarlo en Google y apreciar su reproducción. Pendiente también tenía otra relectura: Ensayo sobre la lucidez, de José Saramago. Pero nada. No podía completar la lectura de párrafo alguno de esos libros; no ya de la novela densa de Marías o la poco alentadora relectura de la novela de Saramago, sino de la imprescindible lectura de los inéditos de Cortázar o la estimulante prosa de Vargas Llosa. Probé con un libro que tenía intacto: Tokio ya no nos quiere, de Ray Loriga... Algo andaba mal.

Había algo en mi ánimo que me alejaba de la lectura, atribuible sin duda a la medicación, pero a pesar de mi agnosticismo lo achaqué a una especie de castigo divino o karma (comprendan mi cuadro alucinatorio) por todos los pecados -Capitales o no- que como lector reconocí la víspera (al respecto, ver la entrada que le dedica Lammermoor). Seguí alucinando y pronto me vi condenado a una suerte de suplicio parecido al de Tántalo: rodeado de libros pero sin poder acceder a su disfrute, así que opté por dejar pasar las horas. A media tarde la cosa permaneció igual. Del ocio, porque además de amodorrado me sentía ocioso, me salvaron algunos dvds, que a la postre desmadejarían otras divagaciones que también tendrían a los libros como protagonistas.

¿Qué películas pude ver al fin? Pude ver Gomorra de Matteo Garrone, basada en el libro homónimo de Roberto Saviano que leí en su momento estimulado por la situación de perseguido de su autor por la Camorra y la buena crítica en general. Me gustó que la película se centrara en solo cinco de las varias historias que el libro desmenuza con rigor periodístico, y que por momentos llega a ser atosigante. El tono de documental acompaña todo el film.

Vi también El lector, dirigida por Stephen Daldry y protagonizada por Kate Winslet. Venía postergando su visionamiento porque quería leer primero el libro del alemán Bernard Schlink, pero como me encontraba en una situación desventajosa, sólo me quedó hacer play. Si bien El lector es una cinta que invita a la reflexión sobre el nazismo y la culpa, yo no pude sacarme de la mente los instantes finales no contados, no vistos. Me explico: aquellos momentos que mi imaginación diseñó para ver a una Hanna Schmitz, quien ya tomó la fatal decisión, en el preciso momento en que elabora su testamento; esto es la lista de los destinatarios de su dinero, casettes y ¡libros! ¿Qué más vi? Me vi redactando por enésima vez mi lista…

Al día siguiente, jueves, ya me hallaba con el ánimo suficiente para retomar mis hábitos de lectura y dar rienda suelta a mis costumbres y manías como lector, las cuales se hicieron más tangibles que nunca y fueron motivo de reflexión. Hice acopio de los libros que líneas arriba mencioné, y otros más. Tenerlos cerca, abrirlos, ojearlos y hojearlos, me hicieron pensar en las musarañas, y que escribir sobre estos pensamientos puede ser motivo para un post, más aún si las musarañas tienen separadores, fajitas con espaldarazo incluido, llamativas portadas, ruborizantes contratapas, sobrevivientes sobrecubiertas (perdonen la cacofonía o como se llame este vicio) o elegantes estuches.

Ese día, pues, me la pasé musarañeando. En cristiano repasé mis exiguas colecciones de separadores (alrededor de 70 sin repetir) y fajitas. Hice a un lado los separadores repetidos, como si fueran stickers de los álbumes que llenaba en mi niñez. Juzgué que una de las últimas fajitas que me vino en un libro, el de La maravillosa vida breve de Óscar Wao, del dominicano Junot Díaz, era fotografiable por lo que se lee en ella. Particularmente no uso separadores o señaladores cuando leo (para eso uso las hojitas donde hago mis anotaciones) ni mantengo las fajitas en los libros que les corresponden. Tampoco tengo bolsitas vacías, de esas que nos dan con el logo de la librería a la que acudimos. ¡Qué reestrenado placer hallé al contemplar el estuche que contiene la Trilogía involuntaria de Levrero! ¡Qué pena no poder conseguir La novela luminosa! ¡Qué graciosas las fotos que les tomé con mis amigos a la novela de Rodrigo Fresán, Mantra, que venía buscando durante años! Lo reconozco: A estás alturas, lo sensato hubiera sido tomarme la temperatura, medirme la presión. En cambio...

Presté atención a algunas fotos que los escritores dejan ver en sus libros: en las solapas apenas el rostro en la mayoría de casos; una foto más detallada si está en otra parte, como la contracarátula. Anoté mentalmente los nombres de los fotógrafos. Me demoré en el país al que corresponden ciertas ediciones: por ejemplo, la novela de Javier Marías que estoy leyendo, su autor la dividió en tres partes. La primera parte, Fiebre y lanza es una edición española; la segunda parte, Baile y sueño, es mexicana (una reimpresión del 2008 que no incluye sobrecubierta); mientras que la tercera parte, Veneno y sombra y adiós es argentina, pero impresa en Uruguay...

Me percaté otra vez que mis anotaciones en hoja aparte de mi primera lectura (una primera edición) de Los cuadernos de don Rigoberto no se corresponden en el número de páginas a la edición del 2005 que tengo (tentado aún estoy de cotejar todas las erratas que Marco Aurelio Denegri le encontró en sus obsesas vivisecciones librescas). Le di otro vistazo al prólogo de Papeles inesperados, escrito por Carles Álvarez Garriga (junto con Aurora Bernárdez son los editores de este hermoso libro), lectura completa que dejo para el final ya que los prefacios suelen irse de boca. En suma, esta vez no quise ahondar en mis lecturas por decisión propia, de tan entretenido que me hallaba con aquello que podría considerarse accesorio, pero que al fin y al cabo forma parte de ese objeto tan querido que es el libro.

El viernes todo volvió a la normalidad… Hoy: Gol de Messi...

Mi día se inició, don Mario, con la triste noticia de su partida. Pensar que hace poco recalé en el blog de una compatriota radicada en Chicago que evocaba ese cuento enternecedor que se titula La noche de los feos, y que fuera mi primer acercamiento, tardío, a su obra. ¡Qué vergüenza, don Mario! En aquella época el que menos había leído algunos de sus poemas; los más informados, sus cuentos y novelas; los más avezados, sus ensayos. Los más desquiciantes no dudaban de motejarlo de cursi y sensiblero. Entonces, con las credenciales que me manejaba, ¿qué esperaba para seguir leyéndolo? No mucho (tenía la justificación de mis adolescentísticos y tardíos 18 años).

Lo seguiría leyendo (hasta sentirme en deuda) en los libros tomados de la biblioteca universitaria. Transcribiría sus poemas con apresurada caligrafía. Sus poemas decían todo aquello que no me atrevía a decir o lo decía siempre mal; pero al final creo que me hacía entender. Sus versos reconfortaban y lo llenaban a uno de esperanza. Parecía Ud. un sabio en amores y desamores, alguien que había pasado por todos los estadios de la pasión y que por tanto era mi contemporáneo y describía tal cual mis sensaciones y percepciones. A la par de todo ello, me enteré de su vida, sus avatares, luchas y exilios.

Más tarde los vaivenes que me habitaban optaron por estabilizarse y creí no necesitarlo (osé ponerlo
entre paréntesis), pero jamás prescindiría de su recuerdo. Mientras Ud. continuaba con su prolífica obra, yo de tanto en tanto lo sacaría como un as bajo la manga: regalarle uno de sus libros a una chica, era infalible. No tenía pierde. Así que mi deuda seguiría aumentando.

El año pasado compré sus cuentos reunidos (1947 - 1994) por la editorial Seix Barral, con prólogo de José Emilio Pacheco (obviamente releí La noche de los feos y otros más que los tenía en un par de antologías). También leí La borra de café y El porvenir de mi pasado. Sigo buscando su novela Gracias por el fuego que me prestaron alguna vez. Seguiré buscándolo con mis achacosos 31 y siguientes, a Ud. que se fue a sus juveniles 88 para seguir prosando, versando, haciéndose querer por la eternidad.

Nos seguimos leyendo, don Mario,
R.

P.D. Mario Orlando Hamlet Hardy Brenno Benedetti Farugia: qué hermoso nombre para un gato. Para un gato angora.

P.D. 2 Unánse a la
Cadena de poesía por Benedetti.

P.D. 3

Chau número tres

Te dejo con tu vida
tu trabajo
tu gente
con tus puestas de sol
y tus amaneceres.

Sembrando tu confianza
te dejo junto al mundo
derrotando imposibles
segura sin seguro.

Te dejo frente al mar
descifrándote sola
sin mi pregunta a ciegas
sin mi respuesta rota.

Te dejo sin mis dudas
pobres y malheridas
sin mis inmadureces
sin mi veteranía.

Pero tampoco creas
a pie juntillas todo
no creas nunca creas
este falso abandono.

Estaré donde menos
lo esperes
por ejemplo
en un árbol añoso
de oscuros cabeceos.

Estaré en un lejano
horizonte sin horas
en la huella del tacto
en tu sombra y mi sombra.

Estaré repartido
en cuatro o cinco pibes
de esos que vos mirás
y enseguida te siguen.

Y ojalá pueda estar
de tu sueño en la red
esperando tus ojos
y mirándote.

;;