Un día, a fines del año pasado, revolviendo en mi papelería sin otro objetivo que el de desechar algunos documentos (encuentro un extraño placer en rasgar papeles dados por inservibles, hacerlos una pelota y tirarlos por cualquier parte con el fin de que mi gato los atrape) di con una boleta de pago bastante significativa, emitida hace seis años por una conocida cadena de librerías conocida porque importa los libros de la editorial Tusquets, en consecuencia los de Murakami, en cuya colección Andanzas tengo todos los libros disponibles del japonés (After dark es su último libro que pueden encontrar en castellano, muy discreto a mi parecer). Claro, me hubiera esperado a que llegaran en formato económico, los Maxi, y ahorrado algunos soles; pero normal nomás. De inmediato este hallazgo, la boleta de marras, convocó recuerdos.

Recordé claramente con quién entré al local, hoy inexistente (creo que en su lugar hay una zapatería); el día y más o menos la hora. Para mí, el mayor atractivo de esta librería miraflorina estribaba en su mesa de saldos; no contaba con que las desactualizadas agendas y los pocos útiles de escritorio con motivos literarios también tenían salida. Aquella oportunidad centré mi atención en algunos libros que ofrecían de la colección
Millenium (compuesta por 100 títulos) del diario español El Mundo, a tres soles menos que en otros puntos de venta. Compré dos: Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar (anteriormente leído de un ejemplar ajeno y hecho uno de mis favoritos en su género) y Viaje a Portugal de José Saramago. Para esa época ya era fan del escritor portugués, así que a ojos cerrados me compré este libro que pasó años y años refundido en algún lugar de mi casa, sobreviviente incluso de una mudanza, sin haberlo terminado de leer.

Este año, en una de mis primeras incursiones libreras (después de despachar todos los títulos de Philip Roth pendientes) decidí adquirir el último libro de Saramago, que tiene como título El viaje del elefante. Lo primero que me llamó la atención del libro fue su aspecto: de colores chillones (amarillo y fucsia), la sobrecubierta (un calco de la portada) se me antojaba propia de un libro con ilustraciones para infantes; la diagramación irregular me hizo pensar que el ejemplar sellado que tenía en mis manos estaba fallado. Mi casera de Quilca tuvo que vencer mi recelo abriendo dos libros para que me convenciera que el falladito era otro (sin duda el diagramador, no yo). Hecha la rebaja, hecha las compras (porque también compré La traducción de Pablo de Santis y Sueños reales de Alonso Cueto), sólo quedaba esperar mi reencuentro con el Nobel y su particular estilo de narrar.

Cuando terminé de leer El viaje del elefante, otra vez el disparadero de la memoria se activó en mí, y por partida doble: La época en que se suceden los hechos narrados, inspirados en un suceso histórico, me remitieron a una novela (de mayor envergadura física y mayor peso literario), que tal vez sea de mis predilectas del lusitano. Me refiero a Memorial del convento (libro que tengo que releer este año). Además, recordé la famosa boleta que sin duda había parado a un lugar fácil de ubicar porque me prometí encontrar aquel libro de Saramago que no pude terminar de leer, y que luego de algunas tentativas infructuosas, creo que nunca daré por leído. Esto de darse por vencido, lectoralmente hablando, sólo me ha pasado dos veces (pocas sin duda; debería ser menos complaciente con lo que leo, más selectivo). El otro libro inconcluso es El zorro de arriba y el zorro de abajo de José María Arguedas (publicación póstuma que sólo concitó mi interés las páginas que consignaban las vicisitudes del su autor en forma de diario). El caso es que coloqué a la mano Viaje a Portugal y de tanto verlo, por asociación, encontré tema(s) y bizarría para escribir este post confesional.

Lo confieso: Más de una vez, como miles de lectores en este país tercermundista, me he visto en la necesidad de comprar libros piratas (pifias del respetable). Eran épocas en que los libros que me quedaban por leer de la amable biblioteca familiar que heredé, no captaban mi interés. Eran periodos de lecturas obligatorias y mi disponibilidad para leerlos en algún cubículo de la biblioteca universitaria era nula. Eran años en los que vivía ajustado económicamente y un libro nuevo podría considerarse un bien de lujo; mas el inalcanzable libro original de moda, o no, abrumaba mi interés y podía acceder al pirateado.

En suma, eran otras épocas, no muy lejanas, en las que juraba machaconamente que en el futuro (un futuro con centavos disponibles, más desahogado pecuniariamente) iba a reponer esas compras adulteradas por sus respectivas ediciones originales; para lo cual, en mucho le estaré agradecido a las colecciones que algunos diarios se permitían publicar a precios módicos, así como a los libros de viejo y a las ediciones de bolsillo (y a uno que otro pastrulo, reducidor, que se deshacía de su carga extra). Verbigracia, recuerdo haber leído Ensayo sobre la ceguera en una edición pirata; pero apenas pude, primero adquirí uno original editado por un diario limeño, el cual vendí a un precio simbólico para luego comprarlo en Punta de lectura, a un precio razonable. ¿Qué hice con mi edición pirateada; a la que no le faltaba ningún número de páginas impresas, ni se había descuajeringado?, pues lo regalé; cosa que he hecho con todos mis libros bambas: antes de botarlos, los traspasé a potenciales lectores.

No sé si Uds. también, pero alguna vez me hecho las siguientes preguntas: ¿Cuánto debería costar un libro? ¿Cuánto estoy dispuesto a pagar por un libro de tal o cual autor? ¿Algún día se podrá leer antes de pagar un libro? No resulta descabellado preguntarse esto último. Al ritmo que vamos, los libros (como objetos) serán escasos y atípicos (ojear antes el formato digital puede resultar sensato). Bien; se dice que la cultura no tiene precio; que no es lo mismo tener una estantería plagada de libros piratas que una con originales. Que lo leído nadie te lo quita de la cabeza. Que estas siendo cómplice de un robo al adquirir cualquier tipo de piratería. En ocasiones, después de leer un libro, la sensación de haber sido estafado aflora y se torna biliosa. Sentir haber pagado más de la cuenta por un libro, no creo que sea síntoma de tacañería; el tacaño no lee, apenas ojea resúmenes. Será por eso que recuerdo perfectamente el último libro pirata que compré, y que es el único que conservo (bajo escombros en alguna parte, como le tocó estarlo al libro de Saramago inicialmente mencionado; y que algún día aparecerá). Se trata de El Código Da Vinci, de
Dan Brown, que, coincidentemente, alguien indagó por este y otro más del norteamericano el día que hice mi primera compra del año de libros.

Años atrás, cuando pregunté por su precio, El Código Da Vinci bordeaba los cien soles. Astronómica suma para un libro precedido por el rótulo de best-seller (lo prejuiciosamente negativo que se entienda por ello). La caserita de Quilca le hizo una considerable rebaja a ese comprador danbrowniano, quien encargó Ángeles y demonios, novela pronta estrenarse en el cine, que no pienso leer, quizá sí ver su adaptación, como en su momento leí y vi El Código: cuando el prejuicio pugnó contra la curiosidad, fue derrotado; leer esta novelita no me embrutecería ni tampoco me haría alcanzar el nirvana, me dije (en realidad siempre tengo una autojustificación a la mano para todo).

Pero claro, la oferta de libros piratas siempre ha sido y será limitada. Los best-sellers salen como pan caliente; los libros de autoayuda, ídem. Ni qué decir de uno que otra novelita galardonada (premiada tal vez con el Alfaguara de novela, el Planeta, el Seix Barral, etc.). Comprueben por sí mismos, si no, cómo indagan por el precio de la saga de Stephenie Meyer,
Crepúsculo; por copias y originales. Yo paso. Ni uno, ni otro. Por ahora tengo otras prioridades. Vieran mi cara de espanto y alegría cuando vi el primer libro de Bolaño pirateado (Nocturno de Chile): al fin al alcance de las masas (aunque dicen que quienes más consumen libros piratas son los de mayor poder adquisitivo). En una entrevista, el chileno, consciente de que sus libros eran muy costosos, no tuvo ningún empacho en recomendar a sus lectores que los roben...

Líneas arriba hice mención a las colecciones (coediciones) de libros que publican algunos diarios capitalinos (y de otros países) a módicas sumas, con títulos atractivos, que me sirvieron de mucha ayuda para cambiar mis ediciones piratas. Diez soles resultaban bien pagados para hacerse de una colección de literatura universal, peruana, latinoamericana, de viajes y de algunos autores galardonados con el Nobel. El año pasado, ofrecían una colección con obras de algunos autores ganadores del premio Planeta, a 12 soles cada libro. Como dato, no hace mucho el diario El Comercio lanzó un par de colecciones de libros de dos escritores famosos; si bien los libros (son 15 títulos) de la llamada biblioteca Vargas Llosa valen 18 soles (medio carolina la cosa), creo que son un buen pretexto para iniciarse en la lectura de
Dios, o para ir cambiando los bambarén por los firmes. O simplemente para empezar a leer y ser bienvenido al vicio. Leer es un vicio; sólo que hay de la buena y de la mala. Ah, me olvidaba, ya que mencioné “de la mala”, la otra colección es del carioca Coelho

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