Hace unos años, hojeando libros, me llamó la atención encontrar en la novela de Jaime Bayly, El huracán lleva tu nombre, los siguientes epígrafes:

El amor nunca trae nada bueno.
El amor siempre trae algo mejor.
Roberto Bolaño, Amuleto

Pensé que la fe era el primer requisito para amar.
Roberto Bolaño, Monsieur Pain

La vida no sólo es vulgar sino también inexplicable.
Roberto Bolaño, Llamadas telefónicas

El amor y la tos no se pueden ocultar.
Roberto Bolaño, Los detectives salvajes


No fue hasta leer en el libro póstumo de Roberto Bolaño, Entre paréntesis, el texto de presentación del libro Yo amo a mi mami, el cual se titula Notas acerca alrededor de Jaime Bayly, que la novelita de marras cobraría cierto interés para mí. Que el chileno se refiriera al peruano en elogiosos términos me resultaba anonadante.

Recién en mayo de este año pude acceder a una considerable oferta (a mitad de precio) de una edición económica de El huracán lleva tu nombre (publicada el 2004), y al fin pude saciar mi curiosidad lectora. Como casi todas las novelas de Bayly, ésta también se lee de un tirón, tiene un insoslayable peso autobiográfico y se alternan momentos tragicómicos con el dramón típico de un culebrón. ¿Qué puedo decir de la pertinencia o impertinencia de los epígrafes que jalonearon mi curiosidad? Tal vez el siguiente párrafo ayude en mucho:

La última vez que estuve con Bolaño fue en una cafetería de Barcelona. Me dijo que le había gustado Los amigos que perdí, aunque entendí que le había gustado menos que Yo amo a mi mami, novela que presentó en esa ciudad un año antes de ganar el Herralde con Los detectives salvajes. Me dijo: ten cuidado con los adjetivos. Tiempo después, Jordi Herralde me invitó a cenar en Barcelona. Comimos pescado. Al regreso, en su Volvo blanco antiguo, me dijo que Bolaño se inventaba enfermedades para no viajar a cumplir compromisos literarios por Europa y que así no podía seguir ayudándole a difundir su obra en otras lenguas. Me dijo: en vísperas de viajes ya pactados y anunciados, siempre se enferma, y nunca sé si es una enfermedad real o imaginaria. Por eso, cuando, no mucho después, me contaron en un restaurante de Santiago de Chile que Bolaño estaba enfermo, dije que seguramente era un truco para no viajar y quedarse tranquilo en Blanes. Al día siguiente supe que había muerto y me sentí un idiota.

La columna entera la pueden encontrar
aquí



Viernes 26: Como me debía mi regalo navideño (comprarme un libro visto y revisto en la pasada feria), después de dar cuenta de un almuerzo frugal me encamino a Quilca (suerte de bastión cultural y bohemio) para llevar a cabo tan noble empresa. Mis pasos me llevan al llamado Boulevard de la Cultura, lugar donde suelo comprar la gran mayoría de mis libros a los caseritos que están de feria casi todo el año. Todavía hay quienes dentro del recinto, que fuera una playa de estacionamiento, venden libros piratas, conjuntamente con libros de segunda mano y nuevos; también hay stands donde ofrecen disfraces –no sé llamarlo de otra manera- para chiquipunks y emos. Lamentablemente la oferta de títulos es limitada, y las visitas a librerías son ineludibles.

Mis caseritos son cuatro: 3 mujeres de distinta edad y un solícito muchachón. Llego y sólo veo los stands abiertos de dos de ellos. Me invade la desilusión al constatar la ausencia de la caserita que acude a todas las ferias promovidas por la CPL y que me iba a dejar el libro que quería a 47 soles, 13 menos que en librerías. Felizmente mi caserita más reciente (debe haberse instalado hace menos de dos años), y a quien le compré la mayoría de mis libros de Philip Roth en la editorial De Bolsillo, tiene un ejemplar del libro buscado; uno que me apresuré a tomar entre las manos y a consultar su precio. Cincuenta soles, me dice la casera, una señora joven de quien hasta ahora desconozco el nombre. Mascullo un agradecimiento al cielo (la flojera instalada me hubiera impedido acercarme a la librería más cercana), lo que la casera quizá interpreta como un pedido de rebaja adicional o simple roñería de mi parte, y me da una nueva cifra: 49 soles. Un sol es un sol. Más aún en verano y en tiempos de crisis. ¿Podía rehusarme?

Verse rodeado de libros, hace que uno estire el presupuesto. Charlamos un rato con la caserita sobre los libros que compré en la pasada feria. Le digo que debería pedir los últimos libros de Auster y Vila-Matas, así como los editados en Verticales de bolsillo de Caicedo. Como me debía una lectura ligera, pregunto por el precio de la última ¿novela? de Bayly, El canalla sentimental: 30 soles (sustancial rebaja de 15 soles). Le hago otra consulta, esta vez por Paseador de perros, novela corta de Sergio Galarza, escritor peruano afincado en España, autor de los libros de cuentos Matacabros y La soledad de los aviones, entre otros. Me dice que ya me lo trae del otro stand. Mientras, recuerdo cuando en compañía de K inquirí por esa nouvelle; cuando la publicaron me interesó leerla, pero jugaban en su contra el escaso número de páginas y mis lecturas poco afortunadas de autores nacionales, esto último quizá el mayor disuasivo. En todo caso, ya conocía el tono y los temas de Bayly (ya estaba advertido de lo que iba a encontrar leyéndolo), así que no habría lugar para reclamos, sólo dejarse llevar.

La caserita se aparece con el libro de Galarza y me lo alcanza. Le anuncio que me llevaré Poesía Completa (Pre-textos, 2008, en coedición con Ediciones El Virrey) de José Watanabe y el libro de Bayly. Además de sacar la cuenta, la caserita me dice que Paseador de perros me lo regala porque siempre le compro libros. No me esperaba tamaño gesto. Marketing, dirán algunos. Yo me deshago en agradecimientos. Prometo mentalmente dirigirme sin escalas a su stand apenas la caserita tenga el libro de Auster y comprárselo el próximo año. Le pido permiso para tomarle una foto a su stand y colocarlo en mi blog. Antes de irme, le reitero mi agradecimiento y le deseo un feliz año nuevo. Salgo con un separador promocional: en una de las caras, una cita libresca motivadora, en la otra el típico calendario 2009. Al salir, trato de evocar la imagen más antigua que tengo de la caserita, sin éxito. En cambio, se instala en mi memoria la estampa más tierna. La foto que tomé y repaso en el taxi me sirven de ayuda (traten de encontrar el objeto que no calza con el conjunto): Ella atendiendo en su puesto de venta y dos criaturas en edad preescolar, sin duda sus hijos, ojeando sendos libros de tapa dura con ilustraciones, sentadas sobre una improvisada alfombra, y los juguetes dejados de lado. Llego a casa adormecido. Me acuesto rodeado de mis 3 juguetes, digo libros nuevos. La siesta no me dura ni diez minutos, y ya estoy empezando a leer el libro que me regalaron.



Domingo 28, madrugada del lunes 29: Mañana no tengo que ir al trabajo. Estoy de vacaciones. Debería estar escribiendo algo para mi blog (algo sobre Mi cuerpo es una celda y/o Un lugar llamado Oreja de Perro), pero quiero terminar de leer mis libros pendientes. Estoy leyendo El canalla sentimental de Bayly, aunque debería decir releyendo los textos que reúne, ya que han sido previamente publicados en su columna de los lunes del diario Correo (el estilo Baylyciano es imitado sin ningún pudor por muchos bloggers). Ahora estoy (re)leyendo el final de un ¿capítulo? Dice: “…y que la tos, como el amor, es algo que no se puede ocultar”. Pienso y repienso: eso ya lo leí antes, no necesariamente en su columna Papeles perdidos. Segundos después... ¡Eureka! Hago una pausa y voy en busca de El huracán lleva tu nombre. Efectivamente, Bayly ha parafraseado uno de los epígrafes de Bolaño. Luego, llevado por algún instinto detectivesco, accedo a google y doy con el
texto original;">, el que termina así: "..y que la tos, como el amor, es algo que no se puede ocultar, según dejó escrito mi amigo Roberto Bolaño, que murió en un hospital".

Hago otra reconfortante pausa. Hablo largo y tendido con K por teléfono. Al cortar, pienso que tengo que escribir sobre estos hallazgos irrelevantes. Se me hace un sancochado en la cabeza. Reúno la pila de libros correspondiente a mis lecturas recientes y las que acometeré en las próximas horas. Durante el traslado, uno de mis papelitos cae al piso. Lo recojo: tiene las anotaciones que hice del libro de Galarza. Por el tipo de letra que empleé, una frase me espeta lo siguiente: Leer ciertas cosas es tener vocación de analfabeto… ¡Auch! De repente me da sueño. O es que me quiero amparar en el sueño ante la arremetida de esa frase. Leo otra más, que no es menos elocuente: Las cicatrices y los vicios siempre atraen los reflectores del morbo… Ahora puedo dormir tranquilo, me digo. Creo que he cosechado un par de epígrafes para uso personal. Quizá el último me sirva para escribir el texto que tenía debiéndome. Ojalá así sea.



Tengo una lista de escritores que optaron por el suicidio. El primer escritor suicida del que tuve conocimiento fue el peruano José María Arguedas, autor de la entrañable novela Los ríos profundos y de cuentos maravillosos que tienen al ande y sus gentes como protagonistas, algunos de los cuales leí en el colegio. Recuerdo que la escueta nota autobiográfica en el libro de texto escolar, no daba cuenta del suicidio del andahuaylino, un dato escamoteado sin razón aparente.

Suicidas fueron Hemingway, Primo Levi, Jack London, Horacio Quiroga, Salgari, Lugones, Reinaldo Arenas, Rodrigo Lira, Virgina Woolf, Alfonsina Storni, Alejandra Pizarnik, Kawabata, Mishima, Akutagawa, Pavese, Paul Celan, José Agustín Goytisolo, Sylvia Plath, María Emilia Cornejo. Suicida fue el colombiano Andrés Caicedo.

Hace algún tiempo, una amiga me preguntó si tenía el libro Suicidios ejemplares de Vila-Matas. Un fulano, a quien conocía, estaba interesado en leerlo, incluso tuvo el descaro de pedírselo de regalo. Lamentablemente no lo tenía, hubiera querido saciar la curiosidad de mi amiga para que le sacara cachita al fulano por haberlo leído antes que él, y bueno, si el tipo persistía en su intención de leerlo, pues que se lo comprase.

Consejos para escribir cuentos es un texto bastante conocido de Bolaño que circulaba en la red antes de volver a leerlo en Entre paréntesis. Bolaño dice que ya que tiene 44 años, se permite dar algunos consejos sobre el arte de escribir cuentos. En el punto 11 expresa lo siguiente: Libros y autores altamente recomendables: De lo sublime, del Seudo Longino; los sonetos del desdichado y valiente Philip Sidney, cuya biografía escribió Lord Brooke; La antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters; Suicidios ejemplares, de Enrique Vila-Matas. La excusa para adquirir el libro de Vila-Matas ya estaba dada.

Recuerdo que fue mi amiga quien me dijo dónde podía encontrarlo. Fuimos a esa librería y ahí estaba, un único ejemplar refundido entre otros libros de mayor envergadura, que ella se había encargado de esconder de las miradas comunes y silvestres porque no constaba en el archivo. Yo sólo había leído del catalán La asesina ilustrada y Bartleby y compañía. Leí apuradamente Suicidios ejemplares. Quería que mi amiga lo leyera cuanto antes. Miento si digo que disfruté de su lectura. Poco o nada me quedó en la sesera; yo quería saber la opinión de mi amiga. Cuando me devolvió el libro vi la desilusión reflejada en su rostro. Arremetió contra el autor. Como nunca antes lo había leído, mas sí mentado, y a juzgar por el título sugerente, ella pensó hallarse ante poco menos un beatnik, un escritor maldito exponiendo si no sus vísceras, las de los demás (con nombre y apellido, mejor). Quizá esperaba mi amiga, especularía más tarde (más tarde quiere decir en este momento) verse ante un libro susurrado por el mismo dios de los suicidas. La decepción fue grande. Yo no podía decir nada a favor del libro.

Recién hoy, cuando ya he leído otros libros de Vila-Matas, y releído Suicidios ejemplares, podría intentar articular alguna defensa; verbalizar las razones por las que me atraen sus libros. Quizá, en cuanto vuelva a ver a esta amiga, tratando de reivindicarme, le diga que hubo un colombiano que escribió desgarradoras cartas, inteligentísimos apuntes cinéfilos, inventarió sus frustraciones y miserias, padeció el desamor, sufrió con cada uno de sus fallidos (2) intentos de suicidio. Que su nombre es Andrés Caicedo y murió a los veinticinco años (efectivas 60 pastillas de seconal) y que Alberto Fuguet, en base en su mayoría a material inédito, montó su autobiografía, le dio voz a esos aullidos, a ese inconformismo, a ese dolor de no saberse apto para sobrellevar una existencia anodina. Que Mi cuerpo es una celda es el nombre del libro. Que se lo presto. Que está esperando por ella. Que no se me muera sin antes haberlo leído.



Sentimientos encontrados me ha producido leer la última novela de Iván Thays, Un lugar llamado Oreja de Perro (una de las finalistas del Herralde 2008). El narrador-personaje es un periodista limeño que se ve arrastrado por razones laborales a un pueblo de la serranía para reportear la anunciada visita del presidente, pronto a dejar el mandato, en afanes populistas. Tiene como compañeros de viaje a un fotógrafo cínico y alcohólico que da rienda suelta a sus prejuicios (cholea a diestra y siniestra), y el peso agobiante de sus recuerdos (la temprana muerte de su hijo significa también el anunciado fin de su precario matrimonio). En el lugar, entre otras personas, se relacionará con una lugareña y con una de las antropólogas enviadas por la CVR. Es a raíz de una insulsa nota fruto de su visionamiento de las largas jornadas televisivas donde las víctimas de la violencia política brindaban sus testimonios, que la revista, periódico lo ha eligido (el morbo cobra). La zona ha sido una de las más castigadas por la violencia terrorista y militar. Ha padecido el fuego y la saña de ambos frentes. Las fosas clandestinas complementan el paisaje (son infaltables los perros desenterradores de cadáveres, los canes famélicos que pasean su miserable existencia y justifican el título de la novela, el nombre del pueblo ficcionalizado). En conjunto, la novela es conmovedora. Conmueve el drama personal del narrador-personaje, sus dudas con respecto a ciertos hechos del pasado. Atraen las pequeñas historias que ha dejado momentáneamente o para siempre (el amnésico, el pasado de su esposa). Irrita por efectista todo lo que ocurre y se cuenta en el poblado serrano: más de lo mismo.

A continuación, un
texto polémico. Su autor, Oswaldo Reynoso (en más de una ocasión lo escuché arremeter contra la prosa de Bayly tildándola de literatura basura).

Cómo cocinar una novela con premio

Frente a los requerimientos de jóvenes escritores de cómo se escribe una novela ganadora de un premio, el escritor Oswaldo Reynoso ha escrito el A, B, C de un útil procedimiento.

1.- Aprenda de memoria las modernas técnicas aprobadas por los jurados de los premios convocados por las transnacionales del libro.
2.- Lea en volandas un resumen del Informe de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación.
3.- Escoja el testimonio más crudo de los años de la guerra popular.
4.- Haga un sondeo sobre las preferencias de los lectores encadenados al mercado de consumo de novelistas de pasajera diversión.
5.- De acuerdo a los resultados del sondeo, usted puede escoger novelas de carácter policial, romanticonas, de autoayuda, de aventuras, etc., etc., etc.
6.- Lea las páginas culturales de los periódicos y revistas para informarse de las convocatorias a concursos.
7.- Tase con cuidado el monto del premio, la promoción, las giras por ferias, y la posibilidad de que su novela sea llevada al cine.
Elija la mejor olla e inicie la cocción de la novela. Cuanto más rápido sea la cocción mejor, y deje de concurrir a discotecas, bares, a hostales de toda opción sexual y social, su novela ya estará lista para enviarla a un concurso. Se recomienda entrar en contacto directo o indirecto con los miembros del jurado para asegurarse el premio.

DETALLE

Falta añadir solamente que la haga corregir con alguien que conozca el oficio y tenga paciencia. Cuando gane el premio todo habrá cambiado porque será un engreído de la crítica que alienta esa clase de libros.
...

Ja! Pienso en Roncagliolo (Abril rojo), Alonso Cueto (La hora azul), en Thays, y me digo, pero ¡¡¡qué canalla resultaste, Oswaldito!!!

Para terminar, les deseo un feliz año 2009 lleno de interesantes lecturas, paz y prosperidad.

Su amigo en libros,
R.

Mis últimas visitas a las ferias de libros capitalinas, no distan mucho las unas de las otras. El martes culminó la mini Feria del libro Ricardo Palma en su vigésimo novena edición. Como siempre, las actividades culturales (conversatorios, presentaciones de libros, homenajes, etc.) son para mí el mayor atractivo de esta clase de acontecimientos ya que en su mayoría, los libros ofrecidos y ofertados se pueden encontrar en cualquier librería. Resumiendo, creo que fueron de sumo interés la visita de César Aira con motivo de la reedición de uno de sus libros en una editorial nacional, la presentación del libro de entrevistas de César Hildebrandt (otra reedición) que fue el más vendido, el homenaje a Vargas Llosa y, pese a la ausencia de Fuguet, la presentación de Mi cuerpo es una celda, la autobiografía de Andrés Caicedo. A pesar de los contras ya expuestos en un post antiguo, decidí darme una escapada para efectuar mi única visita con el objetivo de adquirir unos pocos libros. El día y la hora fijados: el viernes pasado, a media tarde. Las armas elegidas: una billetera con escaso efectivo, celular y cámara.

Creo que la hora elegida para mi visita hizo que vea el ambiente ferial raleado (incluido el anfiteatro): los dependientes medio adormilados, la concurrencia escasa. Nadie me ofreció ninguna beca o semibeca de lectura veloz, ni libro de autoayuda, ni ningún método para aprender el chino mandalín (sic) o suscripción. En la FIL, estas presencias afantasmadas pululan a sus anchas y uno tiene que esquivarlos o simplemente huir de estos mastines entrenados para cazar tu atención y datos personales. Más o menos ya sabía qué stands visitar y cuáles evitar; especialmente aquel donde un sempiterno vendedor ofrece el best-seller del año, y ese otro donde no saben ni lo que tienen en sus narices y confunden el sexo de los escritores, pero igual, por joder pregunté algo, y una damisela sacó del apuro al vendedor, y me cerró la boca, aunque más bien debo decir que me dejó desmandibulado.

Indefectiblemente posé la mirada y la cámara en el llamado libro más grande del mundo, instalado en un lugar estratégicamente inubicable (sólo faltaba eso, no sólo el cebiche más grande y otros platillos “de bandera”, sino ahora el libro más grande, en un país que dicen no lee. En fin). Inubicable porque en mi recorrido normal, guiado por mi instinto, no me lo atravesé, sino recién cuando reingresaba por uno de los accesos ocultos, luego de mi visita a una librería cercana (¡!).

Siempre en busca de la mejor oferta, luego de pasar por mis caseritos de Quilca aposentados en la feria, fui a contrastar los precios que me dieron con los de la gente de Santillana. No fue difícil la elección: ganó el 30% de descuento de los primeros contra el 20% estandarizado de los segundos. Los primeros dos libros comprados, ambos de autores nacionales (este año he leído muy poca literatura local). En el stand de Océano vi la novela de Auster a un precio excesivo. Con la rebaja salía a 80 soles (casi 27 dolores). Lo iba a pensar. Mientras tanto el último libro de Iván Thays y uno antiguo de Vila-Matas se agregaron a mi bolsa de compras. En el stand de la editorial Norma me encandilaron varios libros del colombiano Andrés Caicedo. Finalmente me animé por su autobiografía (y como tarea para el próximo año, el firme propósito de leer sus ficciones disponibles) en desmedro de la novela de Auster que podía esperar, decisión que me daba la posibilidad de elegir otro libro. Mi última adquisición no la encontré en la feria. Me mandaron a una de las librerías ubicadas a pocos metros del recinto ferial.
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Esto compré: Un lugar llamado Oreja de Perro de Iván Thays (una de las novelas finalistas del Herralde de este año). Historia abreviada de la literatura portátil de Enrique Vila-Matas. Diario de Santa María, la tercera novela del jaujino Edgardo Rivera Martínez, escritor de prosa cuidada, situado a años luz de los escandaletes entre quienes se hacen llamar andinos o criollos. Entre el cielo y el abismo de Lorenzo Helguero (ganador del concurso de Novela Corta 2008 "Julio Ramón Ribeyro" que organiza el BCR). Andrés Caicedo, Mi cuerpo es una celda. Una autobiografía. Alberto Fuguet, Dirección y montaje y El profesor del deseo de Philip Roth, éste último adquirido en la librería Íbero ubicada en las inmediaciones.


Supuestamente fui a la feria no sólo para comprar libros sino también para tomar algunas fotos y dejar constancia de mi visita. Como fui solo (vaya que tiene sus ventajas prescindir de compañía, mas no será éste el medio para enumerarlas), lamentablemente la paranoia impidió que aprovechara mis manos libres para disparar a diestra y siniestra antes de embarcarme en mis compras. Paranoia porque en mis últimas incursiones a este tipo de ferias, siempre me he topado con una cámara de video, fotográfica o un micrófono encuestador invasores. Inclusive algunos amigos me han contado que vieron mi inconfundible estampa, je, por la TV (ahora in/felizmente no existe ningún programa televisivo dedicado a la literatura). Y lo que era peor, constaté lo dicho alguna vez, y hace un año me vi de perfil en la foto que un diario acompañó para reportear la feria. Así que cualquier precaución era poca. Un ojo para los libros y el otro en perenne estado de alerta.

Recién cuando reparé en el libraco denominado el más grande del mundo, me acordé de mi cámara, y yo que estaba de salida. Tomé en una mano las bolsas con mis libros y con la otra disparé algo incómodo. Metros después, seguí disparando, pero con la incomodidad ahora reflejada en el rostro y gestos de los transeúntes. Luego reparé en que la paranoia era generalizada. Tal vez a ojos de terceros, yo podía pasar como un “marca” (bien vestido, eso sí, o sea de incógnito, pero no lo suficientemente camuflado para un noico) que estaba captando, marcando a sus futuras víctimas. Chispas, mejor me guardaba la camarita al bolsillo y le sonreía a todas las cámaras de seguridad invisibles aposentadas en el parque.

¿Pero qué vi cuando repasaba las pocas (3) fotos tomadas en el interior de la feria? (adjunto algunas captadas en los exteriores o desde un punto distante) ¡La damisela por partida doble! Sí, la que me cerró el pico. La que evitó que yo siguiera tonteando al dependiente despistado. Así pues, en estos espacios dedicados a los libros uno puede encontrarse no solo con todo tipo de mercachifles y abnegados promotores culturales, sino también con alguna presencia etérea, salida tal vez de algún libro de ficción, paseando su gracilidad, callando a los faltosos, hojeando despreocupadamente las páginas de otros reinos. Y quien ose desmentir al testigo de esta epifanía, es porque o no tiene dentro de sus lecturas favoritas libros de ficción o no ha visto las fotos. O quizá ambas razones. Nos los culpo, los compadezco. Hasta la próxima cacería.

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(*) Feriales 1 lo pueden encontrar aquí

Diversas son las motivaciones que nos llevan a albergar la ilusión de querer leer en su integridad la obras de nuestros escritores favoritos. Ilusión que puede verse amenazada por la posible merma en la calidad de lo leído a futuro, los amenazadores factores tiempo y dinero, y el frustrante rótulo “stock agotado”.

Hay quienes rayan en el fanatismo y son incapaces de establecer jerarquías de lo leído. Para estos seres, su autor favorito adquiere trazas de dios; sus libros, una Biblia por entregas; sus mentiras, la suma de todas las verdades. Otros agradecen el bloqueo creativo de quienes los acercaron a la literatura para no competir con sus creaciones reverenciadas. Pocos (espero no ser el único) se preguntan y preguntan por qué siguen adquiriendo y leyendo los cuentos y novelas de un escritor cuya producción en los últimos tiempos se desbarranca. No todas mis respuestas se aferran al milagro que ansío pueda producirse con la próxima publicación; pero casi todas tienen que ver con aquellos libros epifánicos que coadyuvaron a cimentar mi amor por la literatura.

Generalmente, la conexión con un determinado escritor suele darse instantes después de haberlo leído por primera vez; aquel primer libro convoca un segundo libro y éste uno tercero y quién sabe cuántos más le sucederán. Pero no todo puede explicarse (cosa que más bien ahorraría explicaciones) como un amor a primera vista. Definitivamente, los libros (y por añadidura quienes los escribieron) llegan a calar en la mente del lector en un justo momento y no en otro. Por eso será que dicen que es más sano defender libros (títulos), antes que autores; quienes, erigidos como figuras públicas en líderes de opinión, generan una serie de anticuerpos a la hora de pontificar sobre lo divino y lo humano, sobre esto y aquello, cuando apenas son soportables cuando chacharean sobre su oficio, transparentando un ego descomunal que suele hacernos dudar sin en verdad es este el señor o esta la señora que escribió aquella hermosa novela, aquel inolvidable cuento.

Seguirle el rastro a nuestro autor predilecto puede resultar desquiciante. Hay una suerte de malsano alivio cuando éste muere: no te vas a ver obligado a ver su declive, a seguir leyéndolo pese a ello; en contrapartida, vas a tener que padecer a sus viudas (su entorno más cercano autoadjudicado de todos los derechos) y una que otra publicación póstuma meramente mercantilista. Y sin embargo, te ves creyendo en la resurrección y en la inmortalidad de unos pocos por intermedio de aquella romería vital que es la relectura.

Suele suceder que el primer libro de un escritor x es tan deslumbrante (esas raras ocasiones en que la crítica especializada y los lectores comunes se ponen de acuerdo), que hay una apuesta ciega por el próximo título y un lugar vacante en nuestro top de tops de autores. Recuerdo que después de haber leído El anatomista de Federico Andahazi (en una modesta y colorida edición), me dije que a este tipo lo tengo que seguir leyendo sí o sí. De esto, ya hace 8 años. Quizá una relectura de las cuitas amorosas de ese descubridor del Amor veneris que fue Mateo Colón, ponga en su sitio tanto al libro como su autor, pero hasta este año, he husmeado entre libros por si me encontraba con algún libro del argentino que me transmitiera algún eco de esa lectura primera con resultados poco alentadores (las odiosas comparaciones).

Numéricamente, sin ningún juicio de valor de por medio, no será lo mismo haber leído la integridad de la obra de Rulfo que pretender leer la de Victor Hugo. En La tentación de lo imposible, Vargas Llosa nos dice que un lector dedicado exclusivamente a leer las obras completas de Victor Hugo, tardaría no menos de diez años en llevar a cabo semejante empresa; tarea titánica que incluiría los millares de cartas, apuntes, papeles y borradores todavía inéditos que pululan por las bibliotecas públicas y privadas y los anticuarios. A manera de confesión, debo decir que Vargas Llosa es el autor de quien tengo más libros leídos -por obligación y/o placer- en mi biblioteca (veintisiete en total de mi propiedad y otros tres sacados para leerlos de la biblioteca de la universidad) y espero cada año con ansias una nueva publicación. Se podría decir que cuando desperté, había un libro de Vargas Llosa allí, y pese a los altibajos, yo sigo guardándole un lugar en mi estantería.

Descartando sagas, piensa por unos segundos, amable lector, en el nombre del autor del cual hayas leído más títulos y de quien tengas más libros en tu biblioteca (necesariamente no es lo mismo tenerlos físicamente que haberlos leído por cualquier medio). La primera vez que rompí un tonto prejuicio contra los e-books, fue gracias a la escasez de títulos en el medio librero limeño de un autor con el que me había enganchado en una, además de los precios aún prohibitivos para mí en esa época de los disponibles. Su nombre: Roberto Bolaño.

Se podría decir que soy un lector tardío de los libros de varios autores (en mi lista de pendientes existen nombres de los llamados imprescindibles inleídos). Como que he llegado tarde a la fiesta en algunos casos. A principios del 2005 compré mi primer libro de Bolaño. Se trató de sus relatos reunidos bajo el título de Putas asesinas. Me dolió en el bolsillo, pero los efectos fueron atenuándose con cada cuento leído hasta desaparecer por completo semejante golpe pecuniario. Como efecto secundario, la prosa de Bolaño invitaba a seguir leyéndolo. Me tomé mi tiempo. El libro que el boca a oreja y la crítica elogiaban, me era inubicable.

Preguntaba en diversas librerías por Los detectives salvajes y nadie me daba razón. Me soltaban otros títulos, me los pasaban, y yo me desanimaba por las pocas hojas que tenían. Una de las razones por las que había escogido Putas asesinas fue por su nada despreciable número de páginas; de la inmersión, de todas maneras debería salir con alguna buena pesca, me decía (la pesca sería fabulosa). No fue hasta fines de ese año que repusieron en librerías la novela que ansiaba leer. Al final de la lectura de Los detectives salvajes, Bolaño ya era uno de mis escritores favoritos.

A principios del 2006 me haría de más títulos, y la lectura uno detrás de otro de Estrella distante, Nocturno de Chile, Amuleto, Amberes, Monsieur Pain y El gaucho insufrible. Lamentablemente me eran esquivos sus relatos de Llamadas telefónicas. Alternaba mis lecturas con la información recabada sobre Bolaño en Internet. Apenas me sentí preparado, accedí a la mejor oferta que pude encontrar de la monumental 2666. Después de leer esta meganovela, se me hacía más apremiante seguir leyéndolo, cosa que sólo pude hacerlo descargando los e-books respectivos: las inhallables Llamadas telefónicas, La pista de hielo y Tres; las carísimas La literatura nazi en América y Una novelita lumpen. En mis pesquisas internáuticas, no pude encontrar la versión completa de Entre paréntesis, libro póstumo de Bolaño que hallé a un precio asequible en la FIL de ese año. La otra noticia halagüeña que trajo la FIL del 2006, fue la visita de Jorge Herralde (como se sabe, el men de Anagrama) quien, entre otras actividades, presentó su libro Para Roberto Bolaño que, luego de mi cándido pedido de que repongan Llamadas telefónicas, el español pasó a firmar mi ejemplar (lo que hubiera dado por que Bolaño lo hiciese en alguno de mis libros).

El año pasado no sólo repusieron Llamadas telefónicas y encontré La pista de hielo a un precio cómodo (ambas releídas), sino también aparecieron un par de publicaciones póstumas: El secreto del mal y La universidad desconocida, que, sólo para iniciados, decidí adquirirlos. Este año, como ya conté, pude hacerme de La literatura nazi en América, y como me ha sucedido con cada relectura en semejantes condiciones, me ha gustado más que cuando la leí en formato electrónico (previa impresión).

Este fin de semana visitaré la feria del libro de Ricardo Palma (va hasta el martes 16). Mi exigua lista de compras incluye cuatro títulos. Uno de ellos es la última novela de Paul Auster, Un hombre en la oscuridad (hace un par de semanas ya está a la venta. No recuerdo dónde leí que debe evitarse leer la contratapa). De golpe y porrazo decidí leer este año al norteamericano. Anecdóticamente, uno de sus libros más mentado no terminó por convencerme (El Palacio de la luna) y el último de ellos, Viajes por scriptorium (hoy en día el penúltimo), me pareció totalmente prescindible y producto más de una veleidad de escritor consagrado (es imposible leerlo sin antes no haberse empapado de sus narraciones anteriores, por esa suerte de convocatoria que hace de sus personajes de otros libros). Con todo, el saldo es ampliamente a favor y ya me veo ojeando en el stand de Océano, previa visita a mis caseritos de Quilca que se aposentan en todas las miniferias.

La vargasllositis la heredé. La austeritis no me suelta. La bolañitis se contagia. La literatura se disfruta, se comparte. Nadie debe leer por obligación. Mi caso tal vez sea especial: Soy alguien a quien suele obligarlo a leer las circunstancias bondadosas del azar, en perenne confrontación con su cuestionado gusto personal y obsesiones más pedestres.


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A la fecha -marzo de 2010- cuento con 16 libros (foto de mis ejemplares actualizada) de Roberto Bolaño. Aún no llega El Tercer Reich a librerías limeñas. La impaciencia me devora.

Tengo la costumbre de navegar por Internet y pasear la mirada por las distintas ediciones en castellano y otros idiomas de mis libros favoritos. Me quedo extasiado ante las distintas portadas (subjetivamente, todo un muestrario del buen y mal gusto), la mayoría de ellas más vistosas, artísticas y acordes con el contenido del libro, que la que me tocó en suerte. En la muestra dedicada a la vida y obra de Vargas Llosa hay/había (desconozco si todavía puede visitarse) todo un mural multicolor con las fotos de un número significativo de las portadas de sus libros en varias lenguas, que parcialmente fotografié (con K ubicábamos nuestras carátulas favoritas por títulos y distinguíamos algunas faltantes -sí, las había- y las que nos tocaron en gracia).

Este mes, en Estados Unidos ha salido a la venta la traducción a cargo de Natasha Wimmer de la meganovela póstuma de Roberto Bolaño: “2666” (antes de ser publicada, The New York Times la ha calificado como la mejor novela del 2008). El lector interesado puede acceder a la edición completa en un solo tomo o en tres manejables volúmenes. Para variar, a juzgar por la foto, la portada del único tomo en la editorial Farrar, Straus and Giroux me ha gustado más que la que tengo de Anagrama.



Hará un par de años, un compañero de trabajo, llevado por mis comentarios laudatorios al libro que acababa de leer, me lo pidió prestado. Días atrás, la selección “azurra” se había coronado campeona del mundial de fútbol en tierras germánicas y yo daba cuenta de “Dios es redondo”, libro de crónicas del mexicano Juan Villoro, como quien quiere prolongar el éxtasis futbolero con una prosa atildada que convocaba el retumbar de las tribunas para deleite de mis ojos.

Apenas pude (antes había pasado por otras manos) le presté mi libro a este compañero quien, al día siguiente, lo llevaría al trabajo y devolvía para mi desconcierto. Por un momento pensé que rápidamente se había desencantado (una noche de lectura parecía bastarle para emitir un veredicto negativo). No fue así. Me lo devolvía, sí, pero para adquirir ese mismo día su propio ejemplar, motivado por las breves pero sustanciosas páginas que había leído.

Informado por mí de su costo y el lugar donde lo había adquirido, esa noche lo acompañé a efectuar su compra, la cual no se llevó a cabo, no porque ya no había ejemplares disponibles, sino porque los que había, tenían otra portada que, caprichos de un exigente lector, consumado fetichista, a mi compañero no le satisfacía visualmente. Él quería la edición argentina de Planeta, en la que ante un arco desguarnecido se distingue de espaldas la figura un anónimo pelotero (amateur a juzgar por las fachas) de rodillas, con los brazos en alto, elevando una plegaria al resplandor emitido por un dios -a todas luces- celestial.

Como no hubo compra, tuve que prestarle mi libro. Me inhibí de preguntarle acerca de las consideraciones que lo llevaron a no comprar la edición mexicana del libro de marras, aunque la anodina figura plana y sin gracia de un balón de fútbol en la carátula podría decirlo todo o decir nada, independientemente del contenido que era el mismo. Visto en una hipotética disyuntiva, yo hubiera optado por el diseño de la edición argentina; no me hubiera dado igual una u otra portada. Ahora, con la visualización de la edición en Anagrama (un tercero en discordia), la cosa se pone peliaguda, aunque por lo general salgo perdiendo.

Siempre habrá una portada más “bonita” que la que uno tenga, y no sólo eso. Por sí sola (la foto, pintura, dibujo, etc.) dirá mucho del contenido del libro, mientras le buscamos el (sin)sentido de la carátula del que tenemos entre manos, cosa en la que necesariamente no tiene ingerencia el autor: su opinión a veces no es tomada en cuenta o éste se desentiende por completo. La polémica se instaló hace unos años cuando Carolina López, la viuda de Roberto Bolaño, mostró su disgusto cuando el 2005 Seix Barral reeditó "La literatura nazi en América", en cuya portada se incluyen imágenes de Adolf Hitler. El caso lo pueden leer aquí.

La semana pasada al fin pude comprarme "La literatura nazi en América" (leído en su momento en formato e-book. De Bolaño me faltan “Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce”, “Una novelita lumpen”, “Tres” y “Los perros románticos”). Francamente, me importó un pepino que Hitler aparezca en la carátula. Este libro me era esquivo hace años. No era para ponerse exquisito. Al final, uno termina por acostumbrarse a las portadas de sus libros, por muy estrafalarias, kitsh (¿alguien dijo horror vacui?) o minimalistas (nombre del autor y título de la obra deslavazados) que estas sean. A veces, la necesidad tiene cara de hereje.

Noble, y a veces incomprendida, la tarea de quien se propone regalar un libro. No es sencillo dar con el gusto ajeno, por más que uno crea saber medianamente los intereses libreros del receptor. Más fácil, creo yo, es hacer las averiguaciones respectivas (de mutuo propio o por terceros) sobre lo que nunca leería esa persona a obsequiar; qué tópicos le repelen, qué autores le enronchan (prejuicios incubados), y, por mera intuición (se nota a leguas), indagar si le dedica un tiempo a la lectura, si en verdad lee algo más que no sean revistas y correos electrónicos. Considero un desperdicio regalarle un libro a alguien que no aprecie la lectura y los libros.

En mis peores pesadillas me he visto jugando por obligación (casi amenazado) al amigo secreto, recibiendo anónima y estentóreamente los más diversos libros de autoayuda (secretos para ser feliz, mejorar mi calidad de vida, vivir en armonía con el cosmos; recetas para hacer de este, un mundo mejor, como si no bastara el simple hecho de haber nacido), y yo tenía que tatuarme una sonrisa falsaria para estar a tono con el espíritu navideño y no pasar como un resentido, paria o Grinch.

Cada vez que se acerca el cumpleaños de alguna amiga, conocida, compañera sentimental o de trabajo, ya estoy pensando en el libro que le regalaré (novela, colección de cuentos o poemario, preferentemente). A los patas, compañeros, con una dotación alcohólica, creo haberme ganado el cielo. Soy demasiado previsible en estas situaciones.

No envidio a los memoriosos que recuerdan el primer libro que les fue obsequiado. En mi caso, tendría que acudir a la regresión hipnótica, pero como aún no me resulta relevante para fines prácticos (podría inventármelo, incluso, hacer una ficción de aquello), sólo me recuerdo leyendo, escogiendo qué libro leer, discriminando por el diseño de la portada, número de hojas, ilustraciones interiores y otras consideraciones bisoñas. Por el contrario, llevo una relación de los libros que me obsequiaron en los últimos 13 años, a partir de mi cumplemenos número 18. Relevante sí me parece incentivar la lectura de los pequeños de la familia, mediante el regalo de libros acordes a su edad.

Me intriga, eso sí, el rostro de cualquier agasajada con un libro: el inmediato momento en que rasga el papel de regalo y lee el título. Me gustaría contrastarlo con el que adoptará al justo instante final de su lectura. Suelo conformarme con el talante que adquiere cuando me está contando sus impresiones. Que dicha persona haya llegado al final del libro, ya es reconfortante. Por eso, nada más matalectores que regalar librotes de cuantiosas páginas, por el anodino hecho de quedar como un sabihondo en cuestiones literarias con la mejor edición del Ulises de Joyce o de La montaña mágica de Mann. Se trata, creo yo, de llegar en breve a intercambiar opiniones con el receptor, por más críticas que estas sean, sobre el libro obsequiado.

No suelo regalar un libro cuyo título no tenga en mi biblioteca y, obviamente, no haya leído antes. Esto no sólo por crear un tema de conversación a futuro, sino por la preponderante y egoísta razón de que una vez adquirido el libro desconocido para mí, terminaría por leerlo y quien sabe quedándomelo. Una única vez iba a hacer lo contrario (actualmente ocupa un lugar en mi biblioteca). El caso lo ameritaba.

Con “ella” habíamos tenido todo tipo de charlas en torno a la poesía de Luis Hernández, a raíz de la publicación de una antología que incluía diversas fotos del vate peruano y que ambos no teníamos, porque estábamos satisfechos (o eso creía al menos yo) con nuestro propio ejemplar de su reeditada Vox Horrísona. De todas maneras, creí que a ella le vendría de perillas esa antología como obsequio por su cumpleaños. Pero no contaba que yo no era el único que pensaba de esa manera. Alguien antes se me había adelantado (esas cosas pasan cuando suceden; pero yo nunca las había sufrido!).

Lo mejor que pudo haberme pasado fue averiguarlo en una conversación telefónica, la víspera de nuestro encuentro. Por más que ella me instaba a dejarlo así, ya que yo no podía cambiarlo, menos devolverlo, o que le regalara uno de mis libros (jamás lo haría, sería incapaz de tamaño gesto de desprendimiento, y no se imaginan cuánto valoré cuando yo fui merecedor de tal regalo), mentalmente hice cálculos para llegar a la cita a la hora acordada con otro libro. ¿Pero cuál? Con los datos recabados, esa noche cavilé al respecto: finalmente entre dos libros escogería. Al día siguiente, in situ, terminé por decidirme. Tiempo después, sería grato saber que, de haber optado por el otro título en mente, igualmente ella hubiera terminado por gustarle (es más, la novela que no elegí, ella pudo leerla por su cuenta y ver una aceptable adaptación cinematográfica).

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El domingo último terminé de leer un libro más de Philip Roth. Quedé medio grogui. Era el séptimo libro leído consecutivamente de los once que junté del escritor norteamericano. Como faltaban dos días para mi cumpleaños, decidí tomarme un descanso, releer algunos párrafos, darle un vistazo a mis apuntes. El miércoles, post celebraciones, en vez de retomar a Roth, decidí regalarme un libro que no fuera de él. Un regalo simbólico, claro está, ya que quienes somos lectores impenitentes, no hay mes del año en que no nos obsequiemos libros; unos serán más especiales que otros, pero regaladísimos estamos y seremos por nadie mejor que uno mismo.

La tarde del miércoles la tenía libre. Salí del trabajo con un libro que me obsequiaron lo que me mantuvo contento y predispuesto a salir afortunado de mis pesquisas librescas. En vez de dirigirme a cualquier cadena de librerías, mis pasos me condujeron hacia mis caseritos del boulevard de la cultura de Quilca, a no sólo en búsqueda de mi regalo simbólico, sino también por tres títulos más de Roth que había encargado.

Llegué y mis pedidos estaban ahí: Deudas y dolores, El oficio: Un escritor, sus colegas y sus obras, y La conjura contra América (¿de quién más?: de Roth). Luego me dediqué a buscar "mi regalo". Oscurecía y ya tenía en mente un par de títulos, hasta que lo vi. Se trataba de una edición aparentemente cuidada de La Vaca (Alfaguara, 1999), del entrañable escritor guatemalteco Augusto -Tito para los amigos- Monterroso (1921 - 2003). Solicité
que le sacaran el plástico. Comprobé su buen estado, las imperceptibles huellas de humedad de sus hojas, el paso del tiempo en ellas, ese olor inconfundible a cosa guardada esperando por uno. Pese al precio adherido al plástico, pregunté su costo e incluso pedí rebaja, la cual me fue concedida.

En el taxi que me condujo a casa, empecé a darle una ojeada a mis libros. A simple vista, el libro de Monterroso exigía leerlo con paciencia, degustarlo de a pocos (no me equivocaría). De los tres nuevos títulos de Roth, La conjura contra América hacía toda clase de méritos para retomar a su autor (eso haré en breve). El auspicioso prólogo del libro que me regalaron, exigía acometerlo de inmediato (hecho), hacerle los honores, previa indagación en la red de si existía alguna reseña que confirmara lo escrito por el prologuista, el español Hernán Miyoga. En casa no sólo confirmé sospechas y terminé por decidirme a empezar la lectura del libro que me regalaron, también a escribir, más temprano que tarde, este post.



¿Qué cara poner cuando te regalan un libro que se titula Estúpidos, rufianes e iluminados (San Marcos, Colección Súmmum, 2008)? ¿Qué cara te devuelve el espejo, la memoria? ¿La de estúpido, rufián o iluminado? ¿Dos de tres o las tres? En mi caso, no me sentí aludido, tal vez debería haberlo hecho, pero sólo tuve palabras de agradecimiento para quien me regaló la ópera prima de un ex rostro televisivo y ex hombre de radio, de inconfundible acento rioplantense, pero más peruano que el gallito de las rocas: Carlos Bejarano.

Supongo que habrá quienes intentarán descifrar en el título, no ya en las páginas interiores, de los libros que les obsequian, un mensaje oculto, soterrado; algo implícito, algo que les quitará el sueño o los predispondrá a la duda eterna. Habrá también quiénes se lo pensarán dos veces antes de regalar un libro que contengan un título socarrón, alarmista, triple x, o de un escritor que se precia de una prosa dura, escatológica, o que justo por todo aquello los escogen.

A mí me tocaron en suerte un buen número libros de regalo. Me descubrieron por primera vez a escritores que ya hice mis favoritos como Javier Marías y Juan José Millás, por citar un par que mi memoria soltó prestamente. Hubo quienes se animaron a dejarme algunas líneas como dedicatoria, también quienes me la solicitaron y tuve que vencer mi timidez y el temblor de mi mano para estar a la altura. Hubo y habrá. Habrá mientras hubo.

1.

Un sábado, dos días después de su estreno, fuimos con K a ver Blindness, la adaptación cinematográfica de Ensayo sobre la ceguera (1995), novela del portugués José Saramago. Antes había recalado en el blog de Strika y reparado en su entrada dedicada a la película dirigida por Fernando Meirelles. Por las dudas (no fuera a crearme algún tipo de prejuicio) dejé pendiente su lectura para cuando ya la hubiera visto, cosa que hice al día siguiente y me eximiría de hacer cualquier tipo de disquisición al respecto.

Por lo general, la curiosidad me gana cuando anuncian que alguno de mis libros favoritos va a ser llevado a la pantalla grande. Estoy pendiente del día de estreno y cierro mis ojos y oídos a cualquier comentario al respecto, que a fin de cuentas termina por colarse y ser muy crítico y hasta lapidario (por ejemplo, lo que se filtró sobre la versión fílmica de El amor en los tiempos del cólera -antes de su estreno en Lima- era el mayor disuasivo para no ir a verla). Pero no sólo mi curiosidad termina por abrirse paso (expectativas por los suelos, que al final terminan bajo tierra), sino la vana ilusión de ver en la pantalla una copia aproximada o mejorada de los personajes que mi imaginación diseñó y cautivaron como lector, ya que alguien sabiamente los retrató en el papel para fijarlos en mi memoria.

Son muy raras las ocasiones en las que el visionamiento de una determinada película me ha llevado a leer el libro que la inspiró. Un ejemplo sería la cinta dirigida por los hermanos Coen, No es lugar para débiles (título en castellano), ganadora del Oscar a mejor película y a mejor director. Leer No es país para viejos fue mi primer acercamiento a la obra de Cormac McCarthy, pero luego de haber visto a sus personajes en la pantalla, durante su lectura me fue imposible deshacerme de la imagen del Anton Chigurh interpretado por Javier Bardem, y que le valiera el Oscar a mejor actor de reparto.

No es sino hacia el final de libro en que McCarthy, por intermedio de dos personajes secundarios (lo muchachos que lo asistieron luego del accidente), suelta algunos datos sobre los rasgos físicos de esa fascinante máquina de matar que es Chigurh, indisociable del depósito de aire y la pistola de aire comprimido. Algunos de estos datos -a esas alturas de la trama vueltos irrelevantes- son que es de mediana estatura, complexión media, treinta y pico de edad, pelo castaño oscuro. La caracterización de Bardem es imborrable.

¿Cuántos Anton Chigurh existen?, ¿cuántas Ferminas Daza, Remedios la bella, Magas? Tantos como lectores los imaginaron. ¿Cuántos superpondrán ese retrato concebido por la imaginación (a partir de algunos datos descriptivos, emocionales, leídos) el que una actriz o actor les ha dado -o dará en el futuro- vida? Algo tengo que decir al respecto. ¿Son menos vivos los personajes de ficción que no tienen sus pares en la pantalla? De esto sí estoy seguro: no. ¿Un actor o actriz, interpretando toda una saga libresca, puede llegar a encasillarse en un solo papel? Daniel Radcliffe, entre otros, tiene la palabra. ¿Puedo uno ver en los insoslayables rasgos físicos de determinado actor o actriz, la figura idónea para interpretar a un personaje de ficción? Quienquiera, bajo su cuenta y riesgo (al terminar de leer un libro, algunas personas mentalmente elaboran su propio casting). ¿Puedo dejar de preguntar inanidades? Trataré.
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2.

De los once libros de Philip Roth que me compré, leí primero El animal moribundo y en segundo lugar La mancha humana, con la intención de ver sus adaptaciones cinematográficas para mí disponibles. No son los únicos libros de Roth llevados a la pantalla grande. Hace poco me enteré de la existencia de las adaptaciones de Goodbye, Columbus y El lamento de Portnoy, que datan de 1969 y 1972 respectivamente, y una adaptación televisiva de La visita al maestro en 1984.

El 2003 Robert Benton dirigió La mancha humana. Los papeles principales recayeron en Anthony Hopkins (Coleman Silk), Nicole Kidman (Faunia Farely), Ed Harris (Lester Farely), Gary Sinise (Nathan Zuckerman) y Wentworth Miller (Coleman joven). Este año se estrenó Elegía (título de la adaptación de El animal moribundo). Dirigida por la barcelonesa Isabel Coixet (la misma de Mi vida sin mí); encabezan el reparto Penélope Cruz (Consuelo Castillo) y Ben Kingsley (David Kepesh).


La mancha humana (2000) es una de las mejores novelas, si no la mejor, que hasta ahora he leído de Roth. Forma parte, junto con Pastoral americana (1997) y Me casé con un comunista (1998), de la llamada trilogía de la América perdida. El animal moribundo (2001) es una obra menor, pero intensa. Es parte de la trilogía (El pecho, 1972 y El maestro del deseo, 1977) protagonizada por David Kepesh, otro álter ego de Roth, al igual que Nathan Zuckerman. Ambas novelas, dicho superficialmente, tratan sobre pasiones otoñales, las que se dan cuando sus protagonistas cuentan con 71 y 62 años. Pero La mancha humana es mucho más. (El triunfo de Barak Obama sería algo impensable en los tiempos pretéritos en que se enmarcan ciertos hechos trascendentales en la vida del joven Coleman.)

Antes de haber leído ambas novelas, antes de que mi imaginación dotara de un rostro y cuerpo a sus protagonistas -imaginara las situaciones, concibiera los escenarios-, me informé de los actores que les dieron vida en la pantalla. Leí El animal moribundo con la imagen de Penélope Cruz como Consuelo Castillo. David Kepesh es el narrador protagonista de este idilio devenido en drama. Una nouvelle con intensos pasajes eróticos y cierto efectismo sensiblero sobre final. Kepesh es un profesor universitario que a sus 62 años no pierde su olfato seductor, pero no contaba con la arrolladora presencia (y el mayor monstruo, los celos) de Consuelo, hija de exiliados cubanos, a quien describe en las primeras páginas como una mujer de cutis pálido, boca arqueada, de labios gordezuelos, frente redondeada y lustrosa, cabello muy negro y liso, complexión imponente, y lo más llamativo: sus “pechos poderosos y bellos”. Pocos rasgos en esta prosopografía concuerdan con Cruz, pero su imagen retratada en algunas fotos de la película me dejó una huella indeleble. A todo esto debo sumarle los ojos omnipresentes que figuran en la portada del libro (un marketero Movie Tie-in). Eso sí, para mí, y soy injusto en decirlo, Ben Kingsley de sensacional Gandhi en la pantalla no pasó.
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“Era delgada y austera. Nada, o muy poco, revelaban sus ojos. Desde luego, su rostro no tenía la menor elocuencia. ¿Sensualidad? Cero. No se le veía por ningún lado. Aparte de la palidez lechosa, todos sus posibles atractivos estaban ocultos. Había conseguido adoptar un aspecto que le hacía pasar por completo desapercibida. Era la habilidad de un animal, tanto depredador como presa.”

El párrafo anterior consigna la descripción que a la mitad de La mancha humana hace Nathan Zuckerman de Faunia Farley, después de conocerla. Hasta ese momento, el autor había hecho una descripción del carácter y costumbres del personaje (una etopeya). El retrato final se complementa con un dato ya conocido: tiene 34 años. ¿Quién le dio vida en la pantalla? Nada menos que Nicole Kidman, actriz de una belleza fría, quien tuvo que sufrir cierto desaliño para estar a la altura del papel encomendado, pero que nunca se superpuso al que mi magín concibió leyendo el libro. Tampoco la figura de Anthony Hopkins, convenientemente maquillado para la ocasión, en rol del septuagenario Coleman Silk, invadió los terrenos de la imaginación, mas su capacidad histriónica en la cinta sí es digna de resaltar.

3.

Siempre me han llamado la atención las diversas respuestas de críticos, escritores, personajes mediáticos y simples mortales, dan a la pregunta de ¿con qué personaje literario tendrías un romance? Yo mismo me he sorprendido con lo poco fiel que he sido a medida que mis lecturas se ensanchaban. Alguna vez pensé este juego podría desembocar en algún tipo de parafilia (desconozco si alcanzaría ese rango, si ya está tipificado). En fin. Para terminar, transcribo un párrafo muy elocuente, como quien quiere redimirse de sus inexistentes culpas pasadas, presentes y futuras. Pertenece a uno de los libros autobiográficos del sudafricano J. M. Coetzee.
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Desde luego Emma Bovary es un personaje de ficción, nunca se la encontrará en la calle. Pero Emma no fue creada de la nada: sus orígenes se remontan a las experiencias de carne y hueso de su autor, experiencias que luego fueron sometidas al fuego transfigurador del arte. Si Emma tuvo un original, o varios, de ello se deduce que en el mundo real deberían existir mujeres como Emma o como su original. E incluso de no ser así, incluso si ninguna mujer del mundo real acaba de ser como Emma, tiene que haber muchas mujeres a quienes la lectura de Madame Bovary haya afectado tan hondamente que hayan caído bajo el embrujo de Emma y se hayan convertido en versiones de ella. Tal vez no sean la Emma real pero en cierto sentido son su personificación en vida. (Coetzee, J. M., Juventud, Pág. 33)

Contrariamente a aquellos que para disfrazar su egoísmo o remarcar su desconfianza, exceso de celo, esgrimen frases hechas como “un libro prestado, es un amigo perdido” o esa otra de “es un tonto quien presta un libro, pero es doblemente tonto quien lo devuelve”, a mí me gusta prestar mis libros (los que me costaron mi dinero y regalaron, menos los heredados) a las personas que conozco o creo conocer. Ni el único caso funesto, traducido en 3 libros birlados (uno de ellos ya repuesto) me ha hecho cambiar de opinión. Cuando prestas un libro creas un tema más de conversación; se amplía tu perspectiva; compartes una pasión individual, la vuelves colectiva.

Hay dos tipos de personas a las que les presto libros: Están los amigos y conocidos que necesitan leer específicamente un libro que yo tengo (por lo general uno que el boca/oreja pone en boga, que es la comidilla del cotarro literario o porque tiene carácter de obligatorio), y quienes temerariamente me piden que les recomiende uno de mis libros para leerlos, o estos libros solitos se recomiendan por mi excesivo entusiasmo al hablar de ellos. Libros del primer caso son los que han ganado algún premio literario, han sido escritos por algún personaje mediático o inspirado a alguna película de estreno. Ejemplo del segundo caso es uno que ya perdí la cuenta de las manos femeninas -en su mayoría- que lo tuvieron: Tantas veces Pedro, la segunda novela de Alfredo Bryce Echenique, con cuyo personaje, Pedro Balbuena, solía identificarme y creía que quien leía sus avatares, me ahorraba gran parte de justificar mis pensamientos y acciones.

Dentro de las condiciones (explícitas) que pongo a la hora de prestar mis libros, están en primer lugar que el interesado disponga del tiempo necesario para abordar en el acto la lectura del libro o libros que le presto, para que no surja la peregrina excusa, entendible en otras circunstancias, del no lo leí por falta de tiempo. No suelo prestar más de cinco libros a la vez. Tácitamente pido que tengan los mínimos cuidados: que nos los ajen en demasía, ensucien, quemen (si nos les gustó, ¿por qué pagarse con el libraco de marras?), escriban sobre ellos, todo esto debido al buen estado de conservación en que mantengo la mayoría de mis libros: lucen como nuevos ya que no suelo llevarlos conmigo durante mis desplazamientos, o si lo hago, toda precaución es poca. Sé que cuando me los devuelvan lucirán distintos, pero es como si adquirieran condición de uso (carta de ciudadanía de leídos, no almacenados). Pero eso sí, detesto que en agradecimiento me los forren (salvo que por el uso se estén descuajeringando). Esto no siempre fue así.

Antes se me transfiguraba el rostro (sin proferir ninguna palabra) de solo ver una mínima mancha en mi libro retornado. Qué cara pondría en el pasado para que en cierta oportunidad, una amiga que creyó haber maltratado la cubierta de mi libro (pero sin recordar el dónde ni el cómo), víctima de algún extraño sentimiento de culpa remedió su inexistente afrenta comprándome uno nuevo. Para esto se tomó el trabajo de pasar al nuevo ejemplar mis señas (unas flechas y corchetes hechos con lápiz de mina, ya que las anotaciones las hago en un papel aparte). Mi amiga no se aguantaba de querer contarme lo sucedido (lo cual la hacía aún más digna de confianza). Apenas mencionó si no notaba algo extraño en la portada, le dije que creía haberle dado el libro con unas huellas hechas como por un clavo… Su reacción fue una contagiante y estentórea risotada y la narración de los hechos.



Cada vez que fisgoneo donde los libreros de viejo o entre pilas de libros usados en venta, conviviendo (algunos con las horas contadas) en perfecta armonía con los nuevos, íntimamente ansío encontrarme con alguno de los libros que presté y nunca me fueron devueltos (por tanto elevado a la categoría de robo). Si bien uno de ellos ya lo repuse, otro es prescindible (un bodrio) y el tercero no lo extraño lo suficiente, me gustaría que el azar se confabulara y me encare con esas huellas casi imperceptibles que deben figurar aún en sus hojas. Como no soy de aquellos que le ponen su nombre, alias o apodo a sus libros, tampoco la fecha en que los compraron o leyeron, me he inhibido de ofrecer una recompensa a quien los ubicara (broma).

A la hora de comprar un libro de segunda mano, me fijo no sólo sumariamente en que el contenido esté completo, sino en que aquella primera hoja u hojas (por lo general en blanco) permanezcan en su sitio y sin el nombre de su antiguo dueño ni consignen una dedicatoria. Esos libros, con esas señas, tal vez estén a la espera de volver a las manos de sus originarios dueños o de quien tuvo la idea de obsequiarlo, para lo cual se tomó el trabajo de escribir una dedicatoria para quien no supo valorarlo o extravió, y ahora el uno y el otro se lamenta. Sobre dedicatorias (hechas por el autor, por quien nos regaló el libro, o por uno mismo), escribiré algún día. Sobre el incomprendido arte de regalar libros, también espero explayarme a futuro.

El último libro usado que compré fue uno de Paul Auster, mucho después de la austeritis. Se trata de la edición completa de su libro autobiográfico A salto de mata (que incluye tres obras de teatro: Laurel y Hardy van al cielo, Apagones y Escondite, y la descripción del juego Béisbol en acción), que la gente de Anagrama, vaya uno saber el porqué, se encargó de dividir en A salto de mata (crónica de un fracaso precoz) y Jugada de presión: su primera novela publicada con el seudónimo de Paul Benjamín. Ambos títulos los leí por separado antes de tenerlo en la versión original (su anterior dueño era de esas personas que subrayaba con lapicero de tinta azul). Con todo, un hallazgo feliz.



Actualmente K disfruta de unas merecidas vacaciones. Mi primer impulso fue ofrecerle mi biblioteca para llenar de lecturas sus mañanas, cuando ella muy bien habría dispuesto levantarse pasado el mediodía o simplemente acometer los libros que tenía pendientes. A su pesar (¿exagero?) también leyó Tantas veces Pedro cuando le recomendé y presté. Es una de las pocas personas que me ha prestado libros literarios narrativos. Por lo general me presto poemarios y libros de no ficción. Este año un amigo tuvo la gentileza de prestarme Poesía Completa de Alejandra Pizarnik. Lamentablemente para él, le robaron un libro inhallable, cuya autora lo puso en perenne éxtasis al dedicárselo. Los choros, si te roban la mochila, maleta, bolso o la inocencia, deberían quedarse con todo menos con los libros. En su huida podrían discriminar entre las pertenencias ajenas y dejarlos caer. Sería demasiado invocarles que, si encuentran en sus páginas la dirección de sus dueños, los devolviesen a cambio de una compensación pecuniaria. Alucino.



Leyendo Apuntes autistas de Alberto Fuguet, me reencontré con un artículo leído anteriormente en el suplemento Revista Libros de El Mercurio. Se titula “Subrayar” (se encuentra en la sección “Leer”; las otras son “Viajar”, “Mirar” y “Narrar”). Lo he ubicado en la web. Para terminar, cito los párrafos finales. Vale la pena leerlo completo.

Subrayar es quizás la manera de hacer que ese viejo invento llamado libro se actualice y se vuelva interactivo. Eso es lo bueno. Donde el asunto se vuelve más complicado es que esta interactividad es sumamente particular. Queda una huella. Una huella en extremo particular y personal. Me ha tocado enfrentarme las dos experiencias y creo que es más bochornoso y develador leer un libro que fue subrayado por un amigo o una persona muy cercana a que alguien lea un libro que ha sido subrayado por ti. Es impresionante lo que uno puede enterarse e intuir por los subrayados ajenos.

Por lo general, soy de aquellos que intento no prestar libros, no por el tema de los subrayados, sino porque luego es muy difícil recuperarlos. Pero a veces sí los presto. Y capto que el receptor tiene que ser alguien de confianza. Mal que mal, el libro que estoy prestando no es ni de tal o cual autor. Ese libro que estoy prestando es, en el fondo, un libro mío. Cada subrayado de ese lenguaje ajeno no está develando otra cosa que algo muy personal y cercano.

Hace cinco días que terminé de leer el último de los once libros pendientes que arrumaba, en algunos casos, desde hacía mucho tiempo. Salvo por un par de títulos -uno previsible- me he proveído de momentos de absoluto placer con géneros tan diversos como el novelístico, cuentístico, diarístico, periodístico, ensayístico y, por llamarlo de alguna manera, hibridístico. En dos ocasiones estuve a punto de tirar la toalla, previsiblemente en el de la novela de Doris Lessing, "De nuevo, el amor" y con los Diarios de Kafka. Por el contrario, debo decir que superó todas mis expectativas Ventanas de Manhattan, de Antonio Muñoz de Molina, libro que disfruté en todo momento y del cual extraje varias citas que merecerían epigrafiarse, cuando menos.

Me he sentido bastante satisfecho, también, por haber cumplido disciplinadamente con este mini programa lectoral en tiempos de crisis (dicho con exageración), y en esto ayudó mucho la calidad de lo leído y las reminiscencias de aquellas épocas en que la mayoría de mis lecturas eran obligatorias y obligadas; además que mi bolsillo actuaba de inhibidor. La tentación de incrementar la lista, desviarme del programa, estuvo presente en todo momento, y en parte cedí. En parte porque a los quince días de mi post confesional, sucumbí a la necesidad de incrementar los títulos de un prolífico autor de quien había leído tan solo cinco libros. Célebre figura en las listas anuales a candidato al Nobel de Literatura. Su nombre: Philip Roth








Hasta antes de convertirme en comprador casi compulsivo (y dentro de poco en lector compulsivo) de títulos de Roth en la editorial DeBolsillo, había leído Patrimonio (1991), Pastoral Americana (1997), Me case con un comunista (1998), Elegía (2006) y Sale el espectro (2007) con esa sensación de querer seguir leyéndolo. Enterado de que estaba disponible en librerías un cuatro en uno económico con los primeros títulos de la denominada saga de Nathan Zuckerman, alterego del escritor norteamericano, en la primera oportunidad que tuve de tener mi ejemplar, no dudé en añadirle dos libros más. Ese 15 de Septiembre lejano, virolo por la oferta librera rothmaniana, compré Zuckerman encadenado, La mancha humana y El teatro de Sabbath, con la promesa de volver por más (Quilca forever).

Volví por más un 10 de Octubre, por otros 3 (ojo, Roth es de trilogías): "La contravida", "Cuando ella era buena" (una adquisición azarosa que me obligó a indagar en la web acerca de este libro, y por azar llegué al blog de Leofumopio, a quien agradezco el comentario) y "El mal de Portnoy". Cinco días después, como quien quiere completar la oncena, adquirí del mismo Roth "Goodbye, Columbus", "El pecho", "Operación Shylock", "Mi vida como hombre" y "El animal moribundo" (adaptada al cine). El plus de ese día fue un libro que ya devoré: Apuntes Autistas de Alberto Fuguet.

No es la primera vez (ya empecé a leer El animal moribundo, junto con el último número de la revista Dedo Medio) que leo uno tras otro las obras -gran parte de ellas, en realidad- de un mismo autor. A principio de año, un sentimiento de culpa por no haber leído nada de Paul Auster, desecadenó una austeritis que me llevó a leer 17 de sus libros, 13 de ellos en forma continua. El resultado con Auster fue haberme convertido en su hincha, y ponderar por encima de la celebrada El Palacio de la Luna, novelas como El país de las últimas cosas, La noche del oráculo o El libro de las ilusiones. Creo que ya es hora de hablar específicamente de algún buen libro. Espero darme un tiempo.

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