Hace unos años, hojeando libros, me llamó la atención encontrar en la novela de Jaime Bayly, El huracán lleva tu nombre, los siguientes epígrafes:

El amor nunca trae nada bueno.
El amor siempre trae algo mejor.
Roberto Bolaño, Amuleto

Pensé que la fe era el primer requisito para amar.
Roberto Bolaño, Monsieur Pain

La vida no sólo es vulgar sino también inexplicable.
Roberto Bolaño, Llamadas telefónicas

El amor y la tos no se pueden ocultar.
Roberto Bolaño, Los detectives salvajes


No fue hasta leer en el libro póstumo de Roberto Bolaño, Entre paréntesis, el texto de presentación del libro Yo amo a mi mami, el cual se titula Notas acerca alrededor de Jaime Bayly, que la novelita de marras cobraría cierto interés para mí. Que el chileno se refiriera al peruano en elogiosos términos me resultaba anonadante.

Recién en mayo de este año pude acceder a una considerable oferta (a mitad de precio) de una edición económica de El huracán lleva tu nombre (publicada el 2004), y al fin pude saciar mi curiosidad lectora. Como casi todas las novelas de Bayly, ésta también se lee de un tirón, tiene un insoslayable peso autobiográfico y se alternan momentos tragicómicos con el dramón típico de un culebrón. ¿Qué puedo decir de la pertinencia o impertinencia de los epígrafes que jalonearon mi curiosidad? Tal vez el siguiente párrafo ayude en mucho:

La última vez que estuve con Bolaño fue en una cafetería de Barcelona. Me dijo que le había gustado Los amigos que perdí, aunque entendí que le había gustado menos que Yo amo a mi mami, novela que presentó en esa ciudad un año antes de ganar el Herralde con Los detectives salvajes. Me dijo: ten cuidado con los adjetivos. Tiempo después, Jordi Herralde me invitó a cenar en Barcelona. Comimos pescado. Al regreso, en su Volvo blanco antiguo, me dijo que Bolaño se inventaba enfermedades para no viajar a cumplir compromisos literarios por Europa y que así no podía seguir ayudándole a difundir su obra en otras lenguas. Me dijo: en vísperas de viajes ya pactados y anunciados, siempre se enferma, y nunca sé si es una enfermedad real o imaginaria. Por eso, cuando, no mucho después, me contaron en un restaurante de Santiago de Chile que Bolaño estaba enfermo, dije que seguramente era un truco para no viajar y quedarse tranquilo en Blanes. Al día siguiente supe que había muerto y me sentí un idiota.

La columna entera la pueden encontrar
aquí



Viernes 26: Como me debía mi regalo navideño (comprarme un libro visto y revisto en la pasada feria), después de dar cuenta de un almuerzo frugal me encamino a Quilca (suerte de bastión cultural y bohemio) para llevar a cabo tan noble empresa. Mis pasos me llevan al llamado Boulevard de la Cultura, lugar donde suelo comprar la gran mayoría de mis libros a los caseritos que están de feria casi todo el año. Todavía hay quienes dentro del recinto, que fuera una playa de estacionamiento, venden libros piratas, conjuntamente con libros de segunda mano y nuevos; también hay stands donde ofrecen disfraces –no sé llamarlo de otra manera- para chiquipunks y emos. Lamentablemente la oferta de títulos es limitada, y las visitas a librerías son ineludibles.

Mis caseritos son cuatro: 3 mujeres de distinta edad y un solícito muchachón. Llego y sólo veo los stands abiertos de dos de ellos. Me invade la desilusión al constatar la ausencia de la caserita que acude a todas las ferias promovidas por la CPL y que me iba a dejar el libro que quería a 47 soles, 13 menos que en librerías. Felizmente mi caserita más reciente (debe haberse instalado hace menos de dos años), y a quien le compré la mayoría de mis libros de Philip Roth en la editorial De Bolsillo, tiene un ejemplar del libro buscado; uno que me apresuré a tomar entre las manos y a consultar su precio. Cincuenta soles, me dice la casera, una señora joven de quien hasta ahora desconozco el nombre. Mascullo un agradecimiento al cielo (la flojera instalada me hubiera impedido acercarme a la librería más cercana), lo que la casera quizá interpreta como un pedido de rebaja adicional o simple roñería de mi parte, y me da una nueva cifra: 49 soles. Un sol es un sol. Más aún en verano y en tiempos de crisis. ¿Podía rehusarme?

Verse rodeado de libros, hace que uno estire el presupuesto. Charlamos un rato con la caserita sobre los libros que compré en la pasada feria. Le digo que debería pedir los últimos libros de Auster y Vila-Matas, así como los editados en Verticales de bolsillo de Caicedo. Como me debía una lectura ligera, pregunto por el precio de la última ¿novela? de Bayly, El canalla sentimental: 30 soles (sustancial rebaja de 15 soles). Le hago otra consulta, esta vez por Paseador de perros, novela corta de Sergio Galarza, escritor peruano afincado en España, autor de los libros de cuentos Matacabros y La soledad de los aviones, entre otros. Me dice que ya me lo trae del otro stand. Mientras, recuerdo cuando en compañía de K inquirí por esa nouvelle; cuando la publicaron me interesó leerla, pero jugaban en su contra el escaso número de páginas y mis lecturas poco afortunadas de autores nacionales, esto último quizá el mayor disuasivo. En todo caso, ya conocía el tono y los temas de Bayly (ya estaba advertido de lo que iba a encontrar leyéndolo), así que no habría lugar para reclamos, sólo dejarse llevar.

La caserita se aparece con el libro de Galarza y me lo alcanza. Le anuncio que me llevaré Poesía Completa (Pre-textos, 2008, en coedición con Ediciones El Virrey) de José Watanabe y el libro de Bayly. Además de sacar la cuenta, la caserita me dice que Paseador de perros me lo regala porque siempre le compro libros. No me esperaba tamaño gesto. Marketing, dirán algunos. Yo me deshago en agradecimientos. Prometo mentalmente dirigirme sin escalas a su stand apenas la caserita tenga el libro de Auster y comprárselo el próximo año. Le pido permiso para tomarle una foto a su stand y colocarlo en mi blog. Antes de irme, le reitero mi agradecimiento y le deseo un feliz año nuevo. Salgo con un separador promocional: en una de las caras, una cita libresca motivadora, en la otra el típico calendario 2009. Al salir, trato de evocar la imagen más antigua que tengo de la caserita, sin éxito. En cambio, se instala en mi memoria la estampa más tierna. La foto que tomé y repaso en el taxi me sirven de ayuda (traten de encontrar el objeto que no calza con el conjunto): Ella atendiendo en su puesto de venta y dos criaturas en edad preescolar, sin duda sus hijos, ojeando sendos libros de tapa dura con ilustraciones, sentadas sobre una improvisada alfombra, y los juguetes dejados de lado. Llego a casa adormecido. Me acuesto rodeado de mis 3 juguetes, digo libros nuevos. La siesta no me dura ni diez minutos, y ya estoy empezando a leer el libro que me regalaron.



Domingo 28, madrugada del lunes 29: Mañana no tengo que ir al trabajo. Estoy de vacaciones. Debería estar escribiendo algo para mi blog (algo sobre Mi cuerpo es una celda y/o Un lugar llamado Oreja de Perro), pero quiero terminar de leer mis libros pendientes. Estoy leyendo El canalla sentimental de Bayly, aunque debería decir releyendo los textos que reúne, ya que han sido previamente publicados en su columna de los lunes del diario Correo (el estilo Baylyciano es imitado sin ningún pudor por muchos bloggers). Ahora estoy (re)leyendo el final de un ¿capítulo? Dice: “…y que la tos, como el amor, es algo que no se puede ocultar”. Pienso y repienso: eso ya lo leí antes, no necesariamente en su columna Papeles perdidos. Segundos después... ¡Eureka! Hago una pausa y voy en busca de El huracán lleva tu nombre. Efectivamente, Bayly ha parafraseado uno de los epígrafes de Bolaño. Luego, llevado por algún instinto detectivesco, accedo a google y doy con el
texto original;">, el que termina así: "..y que la tos, como el amor, es algo que no se puede ocultar, según dejó escrito mi amigo Roberto Bolaño, que murió en un hospital".

Hago otra reconfortante pausa. Hablo largo y tendido con K por teléfono. Al cortar, pienso que tengo que escribir sobre estos hallazgos irrelevantes. Se me hace un sancochado en la cabeza. Reúno la pila de libros correspondiente a mis lecturas recientes y las que acometeré en las próximas horas. Durante el traslado, uno de mis papelitos cae al piso. Lo recojo: tiene las anotaciones que hice del libro de Galarza. Por el tipo de letra que empleé, una frase me espeta lo siguiente: Leer ciertas cosas es tener vocación de analfabeto… ¡Auch! De repente me da sueño. O es que me quiero amparar en el sueño ante la arremetida de esa frase. Leo otra más, que no es menos elocuente: Las cicatrices y los vicios siempre atraen los reflectores del morbo… Ahora puedo dormir tranquilo, me digo. Creo que he cosechado un par de epígrafes para uso personal. Quizá el último me sirva para escribir el texto que tenía debiéndome. Ojalá así sea.



Tengo una lista de escritores que optaron por el suicidio. El primer escritor suicida del que tuve conocimiento fue el peruano José María Arguedas, autor de la entrañable novela Los ríos profundos y de cuentos maravillosos que tienen al ande y sus gentes como protagonistas, algunos de los cuales leí en el colegio. Recuerdo que la escueta nota autobiográfica en el libro de texto escolar, no daba cuenta del suicidio del andahuaylino, un dato escamoteado sin razón aparente.

Suicidas fueron Hemingway, Primo Levi, Jack London, Horacio Quiroga, Salgari, Lugones, Reinaldo Arenas, Rodrigo Lira, Virgina Woolf, Alfonsina Storni, Alejandra Pizarnik, Kawabata, Mishima, Akutagawa, Pavese, Paul Celan, José Agustín Goytisolo, Sylvia Plath, María Emilia Cornejo. Suicida fue el colombiano Andrés Caicedo.

Hace algún tiempo, una amiga me preguntó si tenía el libro Suicidios ejemplares de Vila-Matas. Un fulano, a quien conocía, estaba interesado en leerlo, incluso tuvo el descaro de pedírselo de regalo. Lamentablemente no lo tenía, hubiera querido saciar la curiosidad de mi amiga para que le sacara cachita al fulano por haberlo leído antes que él, y bueno, si el tipo persistía en su intención de leerlo, pues que se lo comprase.

Consejos para escribir cuentos es un texto bastante conocido de Bolaño que circulaba en la red antes de volver a leerlo en Entre paréntesis. Bolaño dice que ya que tiene 44 años, se permite dar algunos consejos sobre el arte de escribir cuentos. En el punto 11 expresa lo siguiente: Libros y autores altamente recomendables: De lo sublime, del Seudo Longino; los sonetos del desdichado y valiente Philip Sidney, cuya biografía escribió Lord Brooke; La antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters; Suicidios ejemplares, de Enrique Vila-Matas. La excusa para adquirir el libro de Vila-Matas ya estaba dada.

Recuerdo que fue mi amiga quien me dijo dónde podía encontrarlo. Fuimos a esa librería y ahí estaba, un único ejemplar refundido entre otros libros de mayor envergadura, que ella se había encargado de esconder de las miradas comunes y silvestres porque no constaba en el archivo. Yo sólo había leído del catalán La asesina ilustrada y Bartleby y compañía. Leí apuradamente Suicidios ejemplares. Quería que mi amiga lo leyera cuanto antes. Miento si digo que disfruté de su lectura. Poco o nada me quedó en la sesera; yo quería saber la opinión de mi amiga. Cuando me devolvió el libro vi la desilusión reflejada en su rostro. Arremetió contra el autor. Como nunca antes lo había leído, mas sí mentado, y a juzgar por el título sugerente, ella pensó hallarse ante poco menos un beatnik, un escritor maldito exponiendo si no sus vísceras, las de los demás (con nombre y apellido, mejor). Quizá esperaba mi amiga, especularía más tarde (más tarde quiere decir en este momento) verse ante un libro susurrado por el mismo dios de los suicidas. La decepción fue grande. Yo no podía decir nada a favor del libro.

Recién hoy, cuando ya he leído otros libros de Vila-Matas, y releído Suicidios ejemplares, podría intentar articular alguna defensa; verbalizar las razones por las que me atraen sus libros. Quizá, en cuanto vuelva a ver a esta amiga, tratando de reivindicarme, le diga que hubo un colombiano que escribió desgarradoras cartas, inteligentísimos apuntes cinéfilos, inventarió sus frustraciones y miserias, padeció el desamor, sufrió con cada uno de sus fallidos (2) intentos de suicidio. Que su nombre es Andrés Caicedo y murió a los veinticinco años (efectivas 60 pastillas de seconal) y que Alberto Fuguet, en base en su mayoría a material inédito, montó su autobiografía, le dio voz a esos aullidos, a ese inconformismo, a ese dolor de no saberse apto para sobrellevar una existencia anodina. Que Mi cuerpo es una celda es el nombre del libro. Que se lo presto. Que está esperando por ella. Que no se me muera sin antes haberlo leído.



Sentimientos encontrados me ha producido leer la última novela de Iván Thays, Un lugar llamado Oreja de Perro (una de las finalistas del Herralde 2008). El narrador-personaje es un periodista limeño que se ve arrastrado por razones laborales a un pueblo de la serranía para reportear la anunciada visita del presidente, pronto a dejar el mandato, en afanes populistas. Tiene como compañeros de viaje a un fotógrafo cínico y alcohólico que da rienda suelta a sus prejuicios (cholea a diestra y siniestra), y el peso agobiante de sus recuerdos (la temprana muerte de su hijo significa también el anunciado fin de su precario matrimonio). En el lugar, entre otras personas, se relacionará con una lugareña y con una de las antropólogas enviadas por la CVR. Es a raíz de una insulsa nota fruto de su visionamiento de las largas jornadas televisivas donde las víctimas de la violencia política brindaban sus testimonios, que la revista, periódico lo ha eligido (el morbo cobra). La zona ha sido una de las más castigadas por la violencia terrorista y militar. Ha padecido el fuego y la saña de ambos frentes. Las fosas clandestinas complementan el paisaje (son infaltables los perros desenterradores de cadáveres, los canes famélicos que pasean su miserable existencia y justifican el título de la novela, el nombre del pueblo ficcionalizado). En conjunto, la novela es conmovedora. Conmueve el drama personal del narrador-personaje, sus dudas con respecto a ciertos hechos del pasado. Atraen las pequeñas historias que ha dejado momentáneamente o para siempre (el amnésico, el pasado de su esposa). Irrita por efectista todo lo que ocurre y se cuenta en el poblado serrano: más de lo mismo.

A continuación, un
texto polémico. Su autor, Oswaldo Reynoso (en más de una ocasión lo escuché arremeter contra la prosa de Bayly tildándola de literatura basura).

Cómo cocinar una novela con premio

Frente a los requerimientos de jóvenes escritores de cómo se escribe una novela ganadora de un premio, el escritor Oswaldo Reynoso ha escrito el A, B, C de un útil procedimiento.

1.- Aprenda de memoria las modernas técnicas aprobadas por los jurados de los premios convocados por las transnacionales del libro.
2.- Lea en volandas un resumen del Informe de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación.
3.- Escoja el testimonio más crudo de los años de la guerra popular.
4.- Haga un sondeo sobre las preferencias de los lectores encadenados al mercado de consumo de novelistas de pasajera diversión.
5.- De acuerdo a los resultados del sondeo, usted puede escoger novelas de carácter policial, romanticonas, de autoayuda, de aventuras, etc., etc., etc.
6.- Lea las páginas culturales de los periódicos y revistas para informarse de las convocatorias a concursos.
7.- Tase con cuidado el monto del premio, la promoción, las giras por ferias, y la posibilidad de que su novela sea llevada al cine.
Elija la mejor olla e inicie la cocción de la novela. Cuanto más rápido sea la cocción mejor, y deje de concurrir a discotecas, bares, a hostales de toda opción sexual y social, su novela ya estará lista para enviarla a un concurso. Se recomienda entrar en contacto directo o indirecto con los miembros del jurado para asegurarse el premio.

DETALLE

Falta añadir solamente que la haga corregir con alguien que conozca el oficio y tenga paciencia. Cuando gane el premio todo habrá cambiado porque será un engreído de la crítica que alienta esa clase de libros.
...

Ja! Pienso en Roncagliolo (Abril rojo), Alonso Cueto (La hora azul), en Thays, y me digo, pero ¡¡¡qué canalla resultaste, Oswaldito!!!

Para terminar, les deseo un feliz año 2009 lleno de interesantes lecturas, paz y prosperidad.

Su amigo en libros,
R.

Mis últimas visitas a las ferias de libros capitalinas, no distan mucho las unas de las otras. El martes culminó la mini Feria del libro Ricardo Palma en su vigésimo novena edición. Como siempre, las actividades culturales (conversatorios, presentaciones de libros, homenajes, etc.) son para mí el mayor atractivo de esta clase de acontecimientos ya que en su mayoría, los libros ofrecidos y ofertados se pueden encontrar en cualquier librería. Resumiendo, creo que fueron de sumo interés la visita de César Aira con motivo de la reedición de uno de sus libros en una editorial nacional, la presentación del libro de entrevistas de César Hildebrandt (otra reedición) que fue el más vendido, el homenaje a Vargas Llosa y, pese a la ausencia de Fuguet, la presentación de Mi cuerpo es una celda, la autobiografía de Andrés Caicedo. A pesar de los contras ya expuestos en un post antiguo, decidí darme una escapada para efectuar mi única visita con el objetivo de adquirir unos pocos libros. El día y la hora fijados: el viernes pasado, a media tarde. Las armas elegidas: una billetera con escaso efectivo, celular y cámara.

Creo que la hora elegida para mi visita hizo que vea el ambiente ferial raleado (incluido el anfiteatro): los dependientes medio adormilados, la concurrencia escasa. Nadie me ofreció ninguna beca o semibeca de lectura veloz, ni libro de autoayuda, ni ningún método para aprender el chino mandalín (sic) o suscripción. En la FIL, estas presencias afantasmadas pululan a sus anchas y uno tiene que esquivarlos o simplemente huir de estos mastines entrenados para cazar tu atención y datos personales. Más o menos ya sabía qué stands visitar y cuáles evitar; especialmente aquel donde un sempiterno vendedor ofrece el best-seller del año, y ese otro donde no saben ni lo que tienen en sus narices y confunden el sexo de los escritores, pero igual, por joder pregunté algo, y una damisela sacó del apuro al vendedor, y me cerró la boca, aunque más bien debo decir que me dejó desmandibulado.

Indefectiblemente posé la mirada y la cámara en el llamado libro más grande del mundo, instalado en un lugar estratégicamente inubicable (sólo faltaba eso, no sólo el cebiche más grande y otros platillos “de bandera”, sino ahora el libro más grande, en un país que dicen no lee. En fin). Inubicable porque en mi recorrido normal, guiado por mi instinto, no me lo atravesé, sino recién cuando reingresaba por uno de los accesos ocultos, luego de mi visita a una librería cercana (¡!).

Siempre en busca de la mejor oferta, luego de pasar por mis caseritos de Quilca aposentados en la feria, fui a contrastar los precios que me dieron con los de la gente de Santillana. No fue difícil la elección: ganó el 30% de descuento de los primeros contra el 20% estandarizado de los segundos. Los primeros dos libros comprados, ambos de autores nacionales (este año he leído muy poca literatura local). En el stand de Océano vi la novela de Auster a un precio excesivo. Con la rebaja salía a 80 soles (casi 27 dolores). Lo iba a pensar. Mientras tanto el último libro de Iván Thays y uno antiguo de Vila-Matas se agregaron a mi bolsa de compras. En el stand de la editorial Norma me encandilaron varios libros del colombiano Andrés Caicedo. Finalmente me animé por su autobiografía (y como tarea para el próximo año, el firme propósito de leer sus ficciones disponibles) en desmedro de la novela de Auster que podía esperar, decisión que me daba la posibilidad de elegir otro libro. Mi última adquisición no la encontré en la feria. Me mandaron a una de las librerías ubicadas a pocos metros del recinto ferial.
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Esto compré: Un lugar llamado Oreja de Perro de Iván Thays (una de las novelas finalistas del Herralde de este año). Historia abreviada de la literatura portátil de Enrique Vila-Matas. Diario de Santa María, la tercera novela del jaujino Edgardo Rivera Martínez, escritor de prosa cuidada, situado a años luz de los escandaletes entre quienes se hacen llamar andinos o criollos. Entre el cielo y el abismo de Lorenzo Helguero (ganador del concurso de Novela Corta 2008 "Julio Ramón Ribeyro" que organiza el BCR). Andrés Caicedo, Mi cuerpo es una celda. Una autobiografía. Alberto Fuguet, Dirección y montaje y El profesor del deseo de Philip Roth, éste último adquirido en la librería Íbero ubicada en las inmediaciones.


Supuestamente fui a la feria no sólo para comprar libros sino también para tomar algunas fotos y dejar constancia de mi visita. Como fui solo (vaya que tiene sus ventajas prescindir de compañía, mas no será éste el medio para enumerarlas), lamentablemente la paranoia impidió que aprovechara mis manos libres para disparar a diestra y siniestra antes de embarcarme en mis compras. Paranoia porque en mis últimas incursiones a este tipo de ferias, siempre me he topado con una cámara de video, fotográfica o un micrófono encuestador invasores. Inclusive algunos amigos me han contado que vieron mi inconfundible estampa, je, por la TV (ahora in/felizmente no existe ningún programa televisivo dedicado a la literatura). Y lo que era peor, constaté lo dicho alguna vez, y hace un año me vi de perfil en la foto que un diario acompañó para reportear la feria. Así que cualquier precaución era poca. Un ojo para los libros y el otro en perenne estado de alerta.

Recién cuando reparé en el libraco denominado el más grande del mundo, me acordé de mi cámara, y yo que estaba de salida. Tomé en una mano las bolsas con mis libros y con la otra disparé algo incómodo. Metros después, seguí disparando, pero con la incomodidad ahora reflejada en el rostro y gestos de los transeúntes. Luego reparé en que la paranoia era generalizada. Tal vez a ojos de terceros, yo podía pasar como un “marca” (bien vestido, eso sí, o sea de incógnito, pero no lo suficientemente camuflado para un noico) que estaba captando, marcando a sus futuras víctimas. Chispas, mejor me guardaba la camarita al bolsillo y le sonreía a todas las cámaras de seguridad invisibles aposentadas en el parque.

¿Pero qué vi cuando repasaba las pocas (3) fotos tomadas en el interior de la feria? (adjunto algunas captadas en los exteriores o desde un punto distante) ¡La damisela por partida doble! Sí, la que me cerró el pico. La que evitó que yo siguiera tonteando al dependiente despistado. Así pues, en estos espacios dedicados a los libros uno puede encontrarse no solo con todo tipo de mercachifles y abnegados promotores culturales, sino también con alguna presencia etérea, salida tal vez de algún libro de ficción, paseando su gracilidad, callando a los faltosos, hojeando despreocupadamente las páginas de otros reinos. Y quien ose desmentir al testigo de esta epifanía, es porque o no tiene dentro de sus lecturas favoritas libros de ficción o no ha visto las fotos. O quizá ambas razones. Nos los culpo, los compadezco. Hasta la próxima cacería.

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(*) Feriales 1 lo pueden encontrar aquí

Diversas son las motivaciones que nos llevan a albergar la ilusión de querer leer en su integridad la obras de nuestros escritores favoritos. Ilusión que puede verse amenazada por la posible merma en la calidad de lo leído a futuro, los amenazadores factores tiempo y dinero, y el frustrante rótulo “stock agotado”.

Hay quienes rayan en el fanatismo y son incapaces de establecer jerarquías de lo leído. Para estos seres, su autor favorito adquiere trazas de dios; sus libros, una Biblia por entregas; sus mentiras, la suma de todas las verdades. Otros agradecen el bloqueo creativo de quienes los acercaron a la literatura para no competir con sus creaciones reverenciadas. Pocos (espero no ser el único) se preguntan y preguntan por qué siguen adquiriendo y leyendo los cuentos y novelas de un escritor cuya producción en los últimos tiempos se desbarranca. No todas mis respuestas se aferran al milagro que ansío pueda producirse con la próxima publicación; pero casi todas tienen que ver con aquellos libros epifánicos que coadyuvaron a cimentar mi amor por la literatura.

Generalmente, la conexión con un determinado escritor suele darse instantes después de haberlo leído por primera vez; aquel primer libro convoca un segundo libro y éste uno tercero y quién sabe cuántos más le sucederán. Pero no todo puede explicarse (cosa que más bien ahorraría explicaciones) como un amor a primera vista. Definitivamente, los libros (y por añadidura quienes los escribieron) llegan a calar en la mente del lector en un justo momento y no en otro. Por eso será que dicen que es más sano defender libros (títulos), antes que autores; quienes, erigidos como figuras públicas en líderes de opinión, generan una serie de anticuerpos a la hora de pontificar sobre lo divino y lo humano, sobre esto y aquello, cuando apenas son soportables cuando chacharean sobre su oficio, transparentando un ego descomunal que suele hacernos dudar sin en verdad es este el señor o esta la señora que escribió aquella hermosa novela, aquel inolvidable cuento.

Seguirle el rastro a nuestro autor predilecto puede resultar desquiciante. Hay una suerte de malsano alivio cuando éste muere: no te vas a ver obligado a ver su declive, a seguir leyéndolo pese a ello; en contrapartida, vas a tener que padecer a sus viudas (su entorno más cercano autoadjudicado de todos los derechos) y una que otra publicación póstuma meramente mercantilista. Y sin embargo, te ves creyendo en la resurrección y en la inmortalidad de unos pocos por intermedio de aquella romería vital que es la relectura.

Suele suceder que el primer libro de un escritor x es tan deslumbrante (esas raras ocasiones en que la crítica especializada y los lectores comunes se ponen de acuerdo), que hay una apuesta ciega por el próximo título y un lugar vacante en nuestro top de tops de autores. Recuerdo que después de haber leído El anatomista de Federico Andahazi (en una modesta y colorida edición), me dije que a este tipo lo tengo que seguir leyendo sí o sí. De esto, ya hace 8 años. Quizá una relectura de las cuitas amorosas de ese descubridor del Amor veneris que fue Mateo Colón, ponga en su sitio tanto al libro como su autor, pero hasta este año, he husmeado entre libros por si me encontraba con algún libro del argentino que me transmitiera algún eco de esa lectura primera con resultados poco alentadores (las odiosas comparaciones).

Numéricamente, sin ningún juicio de valor de por medio, no será lo mismo haber leído la integridad de la obra de Rulfo que pretender leer la de Victor Hugo. En La tentación de lo imposible, Vargas Llosa nos dice que un lector dedicado exclusivamente a leer las obras completas de Victor Hugo, tardaría no menos de diez años en llevar a cabo semejante empresa; tarea titánica que incluiría los millares de cartas, apuntes, papeles y borradores todavía inéditos que pululan por las bibliotecas públicas y privadas y los anticuarios. A manera de confesión, debo decir que Vargas Llosa es el autor de quien tengo más libros leídos -por obligación y/o placer- en mi biblioteca (veintisiete en total de mi propiedad y otros tres sacados para leerlos de la biblioteca de la universidad) y espero cada año con ansias una nueva publicación. Se podría decir que cuando desperté, había un libro de Vargas Llosa allí, y pese a los altibajos, yo sigo guardándole un lugar en mi estantería.

Descartando sagas, piensa por unos segundos, amable lector, en el nombre del autor del cual hayas leído más títulos y de quien tengas más libros en tu biblioteca (necesariamente no es lo mismo tenerlos físicamente que haberlos leído por cualquier medio). La primera vez que rompí un tonto prejuicio contra los e-books, fue gracias a la escasez de títulos en el medio librero limeño de un autor con el que me había enganchado en una, además de los precios aún prohibitivos para mí en esa época de los disponibles. Su nombre: Roberto Bolaño.

Se podría decir que soy un lector tardío de los libros de varios autores (en mi lista de pendientes existen nombres de los llamados imprescindibles inleídos). Como que he llegado tarde a la fiesta en algunos casos. A principios del 2005 compré mi primer libro de Bolaño. Se trató de sus relatos reunidos bajo el título de Putas asesinas. Me dolió en el bolsillo, pero los efectos fueron atenuándose con cada cuento leído hasta desaparecer por completo semejante golpe pecuniario. Como efecto secundario, la prosa de Bolaño invitaba a seguir leyéndolo. Me tomé mi tiempo. El libro que el boca a oreja y la crítica elogiaban, me era inubicable.

Preguntaba en diversas librerías por Los detectives salvajes y nadie me daba razón. Me soltaban otros títulos, me los pasaban, y yo me desanimaba por las pocas hojas que tenían. Una de las razones por las que había escogido Putas asesinas fue por su nada despreciable número de páginas; de la inmersión, de todas maneras debería salir con alguna buena pesca, me decía (la pesca sería fabulosa). No fue hasta fines de ese año que repusieron en librerías la novela que ansiaba leer. Al final de la lectura de Los detectives salvajes, Bolaño ya era uno de mis escritores favoritos.

A principios del 2006 me haría de más títulos, y la lectura uno detrás de otro de Estrella distante, Nocturno de Chile, Amuleto, Amberes, Monsieur Pain y El gaucho insufrible. Lamentablemente me eran esquivos sus relatos de Llamadas telefónicas. Alternaba mis lecturas con la información recabada sobre Bolaño en Internet. Apenas me sentí preparado, accedí a la mejor oferta que pude encontrar de la monumental 2666. Después de leer esta meganovela, se me hacía más apremiante seguir leyéndolo, cosa que sólo pude hacerlo descargando los e-books respectivos: las inhallables Llamadas telefónicas, La pista de hielo y Tres; las carísimas La literatura nazi en América y Una novelita lumpen. En mis pesquisas internáuticas, no pude encontrar la versión completa de Entre paréntesis, libro póstumo de Bolaño que hallé a un precio asequible en la FIL de ese año. La otra noticia halagüeña que trajo la FIL del 2006, fue la visita de Jorge Herralde (como se sabe, el men de Anagrama) quien, entre otras actividades, presentó su libro Para Roberto Bolaño que, luego de mi cándido pedido de que repongan Llamadas telefónicas, el español pasó a firmar mi ejemplar (lo que hubiera dado por que Bolaño lo hiciese en alguno de mis libros).

El año pasado no sólo repusieron Llamadas telefónicas y encontré La pista de hielo a un precio cómodo (ambas releídas), sino también aparecieron un par de publicaciones póstumas: El secreto del mal y La universidad desconocida, que, sólo para iniciados, decidí adquirirlos. Este año, como ya conté, pude hacerme de La literatura nazi en América, y como me ha sucedido con cada relectura en semejantes condiciones, me ha gustado más que cuando la leí en formato electrónico (previa impresión).

Este fin de semana visitaré la feria del libro de Ricardo Palma (va hasta el martes 16). Mi exigua lista de compras incluye cuatro títulos. Uno de ellos es la última novela de Paul Auster, Un hombre en la oscuridad (hace un par de semanas ya está a la venta. No recuerdo dónde leí que debe evitarse leer la contratapa). De golpe y porrazo decidí leer este año al norteamericano. Anecdóticamente, uno de sus libros más mentado no terminó por convencerme (El Palacio de la luna) y el último de ellos, Viajes por scriptorium (hoy en día el penúltimo), me pareció totalmente prescindible y producto más de una veleidad de escritor consagrado (es imposible leerlo sin antes no haberse empapado de sus narraciones anteriores, por esa suerte de convocatoria que hace de sus personajes de otros libros). Con todo, el saldo es ampliamente a favor y ya me veo ojeando en el stand de Océano, previa visita a mis caseritos de Quilca que se aposentan en todas las miniferias.

La vargasllositis la heredé. La austeritis no me suelta. La bolañitis se contagia. La literatura se disfruta, se comparte. Nadie debe leer por obligación. Mi caso tal vez sea especial: Soy alguien a quien suele obligarlo a leer las circunstancias bondadosas del azar, en perenne confrontación con su cuestionado gusto personal y obsesiones más pedestres.


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A la fecha -marzo de 2010- cuento con 16 libros (foto de mis ejemplares actualizada) de Roberto Bolaño. Aún no llega El Tercer Reich a librerías limeñas. La impaciencia me devora.

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