Contrariamente a aquellos que para disfrazar su egoísmo o remarcar su desconfianza, exceso de celo, esgrimen frases hechas como “un libro prestado, es un amigo perdido” o esa otra de “es un tonto quien presta un libro, pero es doblemente tonto quien lo devuelve”, a mí me gusta prestar mis libros (los que me costaron mi dinero y regalaron, menos los heredados) a las personas que conozco o creo conocer. Ni el único caso funesto, traducido en 3 libros birlados (uno de ellos ya repuesto) me ha hecho cambiar de opinión. Cuando prestas un libro creas un tema más de conversación; se amplía tu perspectiva; compartes una pasión individual, la vuelves colectiva.

Hay dos tipos de personas a las que les presto libros: Están los amigos y conocidos que necesitan leer específicamente un libro que yo tengo (por lo general uno que el boca/oreja pone en boga, que es la comidilla del cotarro literario o porque tiene carácter de obligatorio), y quienes temerariamente me piden que les recomiende uno de mis libros para leerlos, o estos libros solitos se recomiendan por mi excesivo entusiasmo al hablar de ellos. Libros del primer caso son los que han ganado algún premio literario, han sido escritos por algún personaje mediático o inspirado a alguna película de estreno. Ejemplo del segundo caso es uno que ya perdí la cuenta de las manos femeninas -en su mayoría- que lo tuvieron: Tantas veces Pedro, la segunda novela de Alfredo Bryce Echenique, con cuyo personaje, Pedro Balbuena, solía identificarme y creía que quien leía sus avatares, me ahorraba gran parte de justificar mis pensamientos y acciones.

Dentro de las condiciones (explícitas) que pongo a la hora de prestar mis libros, están en primer lugar que el interesado disponga del tiempo necesario para abordar en el acto la lectura del libro o libros que le presto, para que no surja la peregrina excusa, entendible en otras circunstancias, del no lo leí por falta de tiempo. No suelo prestar más de cinco libros a la vez. Tácitamente pido que tengan los mínimos cuidados: que nos los ajen en demasía, ensucien, quemen (si nos les gustó, ¿por qué pagarse con el libraco de marras?), escriban sobre ellos, todo esto debido al buen estado de conservación en que mantengo la mayoría de mis libros: lucen como nuevos ya que no suelo llevarlos conmigo durante mis desplazamientos, o si lo hago, toda precaución es poca. Sé que cuando me los devuelvan lucirán distintos, pero es como si adquirieran condición de uso (carta de ciudadanía de leídos, no almacenados). Pero eso sí, detesto que en agradecimiento me los forren (salvo que por el uso se estén descuajeringando). Esto no siempre fue así.

Antes se me transfiguraba el rostro (sin proferir ninguna palabra) de solo ver una mínima mancha en mi libro retornado. Qué cara pondría en el pasado para que en cierta oportunidad, una amiga que creyó haber maltratado la cubierta de mi libro (pero sin recordar el dónde ni el cómo), víctima de algún extraño sentimiento de culpa remedió su inexistente afrenta comprándome uno nuevo. Para esto se tomó el trabajo de pasar al nuevo ejemplar mis señas (unas flechas y corchetes hechos con lápiz de mina, ya que las anotaciones las hago en un papel aparte). Mi amiga no se aguantaba de querer contarme lo sucedido (lo cual la hacía aún más digna de confianza). Apenas mencionó si no notaba algo extraño en la portada, le dije que creía haberle dado el libro con unas huellas hechas como por un clavo… Su reacción fue una contagiante y estentórea risotada y la narración de los hechos.



Cada vez que fisgoneo donde los libreros de viejo o entre pilas de libros usados en venta, conviviendo (algunos con las horas contadas) en perfecta armonía con los nuevos, íntimamente ansío encontrarme con alguno de los libros que presté y nunca me fueron devueltos (por tanto elevado a la categoría de robo). Si bien uno de ellos ya lo repuse, otro es prescindible (un bodrio) y el tercero no lo extraño lo suficiente, me gustaría que el azar se confabulara y me encare con esas huellas casi imperceptibles que deben figurar aún en sus hojas. Como no soy de aquellos que le ponen su nombre, alias o apodo a sus libros, tampoco la fecha en que los compraron o leyeron, me he inhibido de ofrecer una recompensa a quien los ubicara (broma).

A la hora de comprar un libro de segunda mano, me fijo no sólo sumariamente en que el contenido esté completo, sino en que aquella primera hoja u hojas (por lo general en blanco) permanezcan en su sitio y sin el nombre de su antiguo dueño ni consignen una dedicatoria. Esos libros, con esas señas, tal vez estén a la espera de volver a las manos de sus originarios dueños o de quien tuvo la idea de obsequiarlo, para lo cual se tomó el trabajo de escribir una dedicatoria para quien no supo valorarlo o extravió, y ahora el uno y el otro se lamenta. Sobre dedicatorias (hechas por el autor, por quien nos regaló el libro, o por uno mismo), escribiré algún día. Sobre el incomprendido arte de regalar libros, también espero explayarme a futuro.

El último libro usado que compré fue uno de Paul Auster, mucho después de la austeritis. Se trata de la edición completa de su libro autobiográfico A salto de mata (que incluye tres obras de teatro: Laurel y Hardy van al cielo, Apagones y Escondite, y la descripción del juego Béisbol en acción), que la gente de Anagrama, vaya uno saber el porqué, se encargó de dividir en A salto de mata (crónica de un fracaso precoz) y Jugada de presión: su primera novela publicada con el seudónimo de Paul Benjamín. Ambos títulos los leí por separado antes de tenerlo en la versión original (su anterior dueño era de esas personas que subrayaba con lapicero de tinta azul). Con todo, un hallazgo feliz.



Actualmente K disfruta de unas merecidas vacaciones. Mi primer impulso fue ofrecerle mi biblioteca para llenar de lecturas sus mañanas, cuando ella muy bien habría dispuesto levantarse pasado el mediodía o simplemente acometer los libros que tenía pendientes. A su pesar (¿exagero?) también leyó Tantas veces Pedro cuando le recomendé y presté. Es una de las pocas personas que me ha prestado libros literarios narrativos. Por lo general me presto poemarios y libros de no ficción. Este año un amigo tuvo la gentileza de prestarme Poesía Completa de Alejandra Pizarnik. Lamentablemente para él, le robaron un libro inhallable, cuya autora lo puso en perenne éxtasis al dedicárselo. Los choros, si te roban la mochila, maleta, bolso o la inocencia, deberían quedarse con todo menos con los libros. En su huida podrían discriminar entre las pertenencias ajenas y dejarlos caer. Sería demasiado invocarles que, si encuentran en sus páginas la dirección de sus dueños, los devolviesen a cambio de una compensación pecuniaria. Alucino.



Leyendo Apuntes autistas de Alberto Fuguet, me reencontré con un artículo leído anteriormente en el suplemento Revista Libros de El Mercurio. Se titula “Subrayar” (se encuentra en la sección “Leer”; las otras son “Viajar”, “Mirar” y “Narrar”). Lo he ubicado en la web. Para terminar, cito los párrafos finales. Vale la pena leerlo completo.

Subrayar es quizás la manera de hacer que ese viejo invento llamado libro se actualice y se vuelva interactivo. Eso es lo bueno. Donde el asunto se vuelve más complicado es que esta interactividad es sumamente particular. Queda una huella. Una huella en extremo particular y personal. Me ha tocado enfrentarme las dos experiencias y creo que es más bochornoso y develador leer un libro que fue subrayado por un amigo o una persona muy cercana a que alguien lea un libro que ha sido subrayado por ti. Es impresionante lo que uno puede enterarse e intuir por los subrayados ajenos.

Por lo general, soy de aquellos que intento no prestar libros, no por el tema de los subrayados, sino porque luego es muy difícil recuperarlos. Pero a veces sí los presto. Y capto que el receptor tiene que ser alguien de confianza. Mal que mal, el libro que estoy prestando no es ni de tal o cual autor. Ese libro que estoy prestando es, en el fondo, un libro mío. Cada subrayado de ese lenguaje ajeno no está develando otra cosa que algo muy personal y cercano.

Hace cinco días que terminé de leer el último de los once libros pendientes que arrumaba, en algunos casos, desde hacía mucho tiempo. Salvo por un par de títulos -uno previsible- me he proveído de momentos de absoluto placer con géneros tan diversos como el novelístico, cuentístico, diarístico, periodístico, ensayístico y, por llamarlo de alguna manera, hibridístico. En dos ocasiones estuve a punto de tirar la toalla, previsiblemente en el de la novela de Doris Lessing, "De nuevo, el amor" y con los Diarios de Kafka. Por el contrario, debo decir que superó todas mis expectativas Ventanas de Manhattan, de Antonio Muñoz de Molina, libro que disfruté en todo momento y del cual extraje varias citas que merecerían epigrafiarse, cuando menos.

Me he sentido bastante satisfecho, también, por haber cumplido disciplinadamente con este mini programa lectoral en tiempos de crisis (dicho con exageración), y en esto ayudó mucho la calidad de lo leído y las reminiscencias de aquellas épocas en que la mayoría de mis lecturas eran obligatorias y obligadas; además que mi bolsillo actuaba de inhibidor. La tentación de incrementar la lista, desviarme del programa, estuvo presente en todo momento, y en parte cedí. En parte porque a los quince días de mi post confesional, sucumbí a la necesidad de incrementar los títulos de un prolífico autor de quien había leído tan solo cinco libros. Célebre figura en las listas anuales a candidato al Nobel de Literatura. Su nombre: Philip Roth








Hasta antes de convertirme en comprador casi compulsivo (y dentro de poco en lector compulsivo) de títulos de Roth en la editorial DeBolsillo, había leído Patrimonio (1991), Pastoral Americana (1997), Me case con un comunista (1998), Elegía (2006) y Sale el espectro (2007) con esa sensación de querer seguir leyéndolo. Enterado de que estaba disponible en librerías un cuatro en uno económico con los primeros títulos de la denominada saga de Nathan Zuckerman, alterego del escritor norteamericano, en la primera oportunidad que tuve de tener mi ejemplar, no dudé en añadirle dos libros más. Ese 15 de Septiembre lejano, virolo por la oferta librera rothmaniana, compré Zuckerman encadenado, La mancha humana y El teatro de Sabbath, con la promesa de volver por más (Quilca forever).

Volví por más un 10 de Octubre, por otros 3 (ojo, Roth es de trilogías): "La contravida", "Cuando ella era buena" (una adquisición azarosa que me obligó a indagar en la web acerca de este libro, y por azar llegué al blog de Leofumopio, a quien agradezco el comentario) y "El mal de Portnoy". Cinco días después, como quien quiere completar la oncena, adquirí del mismo Roth "Goodbye, Columbus", "El pecho", "Operación Shylock", "Mi vida como hombre" y "El animal moribundo" (adaptada al cine). El plus de ese día fue un libro que ya devoré: Apuntes Autistas de Alberto Fuguet.

No es la primera vez (ya empecé a leer El animal moribundo, junto con el último número de la revista Dedo Medio) que leo uno tras otro las obras -gran parte de ellas, en realidad- de un mismo autor. A principio de año, un sentimiento de culpa por no haber leído nada de Paul Auster, desecadenó una austeritis que me llevó a leer 17 de sus libros, 13 de ellos en forma continua. El resultado con Auster fue haberme convertido en su hincha, y ponderar por encima de la celebrada El Palacio de la Luna, novelas como El país de las últimas cosas, La noche del oráculo o El libro de las ilusiones. Creo que ya es hora de hablar específicamente de algún buen libro. Espero darme un tiempo.

Por obvias razones (obvias para mí), los domingos son los días que más horas le dedico a la lectura de libros; en realidad a cualquier tipo de lectura, incluso al desentrañamiento de arcanos designios en la conformación aleatoria de las nubes, especialmente cuando el cielo está nublado (…). Así que, blogger amigo, amiga, no te me ofendas si no te comento, si no te dejo un abrazo a la distancia ni me emociono contigo o sintigo. Sucede que ando tan ocupado digiriendo contenidos, atendiendo el celu, chateando y consultando Frikipedia, que la vida virtual no me da para más. Y a ti, anónimo fan, cuánto me gustaría ser un tecleador compulsivo para satisfacer tus demandas voyeuristas, abrirte un poco más mi bobo... Por si acaso del Nastizol no paso. En apariencia, todo este chanfainístico introito tiene su razón de ser.

Hasta hace un momento he tenido bastante avanzada la lectura del último libro de aquella lista de pendientes que motivara un par de posts (tengo 6 nuevos libros, todos de un mismo autor que se está haciendo eterno candidato al Nobel, pero no quiero consignarlos aún, hasta hacer mi compra quincenal y llegar a la cabalística oncena). He encendido la tele y la PC. Un rápido paseo por los blogs de toda laya que visito, me ha deparado una desternillante sorpresa: Un esquizoide blogger (Baneadito: un alpinchista anarquista con DNI y carné de sanidad), ofendidísimo él, me ha dedicado sus pacharaquientas líneas, con ese tonito de cómico ambulante bregado en las más inopinadas esquinas y fumaderos, y tomado como fuente de inspiración para otra de sus peregrinas tesis que siempre serán una mala copia de algo mejor. Originalidad no le pidan al muchacho, basta y sobra con el tratado de comicidad que se ha propuesto garrapatear con ímproba dedicación e irregulares resultados.

A ver, en qué fallé, qué dije o no dije. Lo que dije, está claro, fue haberme casi confesado no sólo de amante de los gatos sino también como eventual lector de don Ramón hippie; ponerlo a la altura de las líneas pergeñadas por algunos editorialistas, pero muy por debajo de la columna de El Búho. Sí, D’Artagnan de fosa común o Cristo loco (si la foto fuera de este espécimen -lo dudo aunque nunca se sabe- mínimo merecería cadena perpetua), ha entrado en crisis de identidad por haberlo citado y dizque denostado. Es más, se manda contra otra blogger (otro mate risa involuntario de este fantasmal claun) y cierra su participación con una discreta ¿diatriba, libelo? (exagerando), travesura down, berrinche (para rozar el apotegma tipificativo) a la figuretti comunidad bloguera, a la que moteja de “e-celebrities” - manga de estúpidos, y que yo juzgo de discreto e insuficiente. Vamos, para la próxima que exprima más su escaldado cerebro.

Aún no salgo del estado catatónico en el que la previsible prosa de Fumadito me ha incluido. Yo sin saberlo hasta ahora: Soy casi e-famoso, asiduo asistente a cuanta reunión blogday se convoque (y hasta bloggay, porque cómo eso de tener como mascota a un gato y dedicarle inexistentes poemas). Soy íntimo de Henry Spencer, Alicia Bisso (y toda esa caterva de angurrientos); chochera de Maxi. Carezco de vida social, padezco de mamitis, posteo compulsivamente sobre naderías, pertenezco al gremio de cosmetólogos y modistos. Además y todavía, soy casi un emo, un nerd consumado, fanático de los MeMe, parafílico y un largo etcétera. ¿No debería estar más bien pletórico de orgullo y ensoberbecido hasta las cachas?
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Al contrario, me caigo de la vergüenza. ¡Soy del montón!. Que un NN (como yo, como tú) me cante sus verdades, me cite (cómo habrá llegado a mi blog, es algo que sólo un ocioso profesional y gugueleador a tiempo completo puede hacerlo) y alucine un toque conmigo (contigo también, quizá), es como para deprimirse por todo lo que me resta de vida y con graves secuelas en mi hipotética progenie. Esto quiere decir que no he cumplido con la idea inicial al escribir en este blog: pasar inadvertido salvo para contadas personas. ¿En qué momento se jodió Fenixcidio? ¿Cuándo pasé a formar parte de ese clan de impresentables que se masajean el ego propio y ajeno, pululan en la red, se reproducen cual plaga, clonan, vienen con el paquete de Windows? ¿Cuándo dejé de ser un outsider?

Y mis cuestionamientos cruciales: ¿Cuándo me resarciré de mis pecados y auparé (guarda ahí, no te me emociones) a los antisistema, a los hepatólogos, a los palomillas de cybercafé con pollo a la brasa, a los incomprendidos erotómanos, a los petardistas abanderados de la homofobia y el machismo, a los que se relamen los labios recordando cada pendejada escrita o por escribir? ¡¿Cuándo, Lucifer?! En tu manto protector encomiendo esta alma descarriada. Y nada, acá te queremos y creemos, Baneadito, total, es gratis.

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