Prometer nunca, rendirse jamón.


A Rosa Montero la leo hace más de un lustro. A Murakami recién este año. A la fecha, de la española he leído una oncena de libros (actualmente estoy leyendo su última novela), mientras que del japonés he disfrutado por el momento cuatro novelas (tengo pendientes otra más y su último libro de cuentos). De cómo influyeron ambos escritores para llegar a la sacrílega situación de romper en dos oportunidades una promesa, con el riesgo de ser re-re-reincidente, trata el siguiente post.

Pese a los malos augurios que se cernían sobre la Feria del libro Lima Norte, y de la mano de mi desacreditado espíritu aventurero, decidimos con K acudir a tan magno acontecimiento siquiera una vez. El día acordado: un sábado 15 del mes pasado. Claro, a ojos de K yo no debería estar comprando libros sino leyéndolos a marchas forzadas o incluso donándolos; pero no, uno no va a esta clase de lugares atestados de libros solo para mirar y ensalivarse; uno va para no sólo pasear la mirada sino cargar con todo lo que una perenne economía de guerra lo demande.

Pese a que Frieda Holler se nos metía por las retinas cada tanto (convocó su manchita en el auditorio acondicionado para la ocasión, y la editorial que le publica, la única presente, le organizó una firma de libros con sorteo incluido), K supo volatilizar la presencia de la susodicha (cosa que debe ser una especie de virtud femenina), pagó su libro en caja (uno de relatos de Kawabata), y marchó con algo totalmente opuesto a lo que la señora experta en etiqueta y demás hierbajos pontifica. Yo, eterno deudor del Manual Carreño, telepáticamente le hice todas las reverencias posibles a madame Frieda y escolté a K por esa pasarela imaginaria que nos conducía a la salida, mientras a lo lejos se escuchaba el nombre de la ganadora de una beca de no sé qué.

Al final de esa jornada librera, y ante el estupor de K, salí con un par de ejemplares de la revista Dedo Medio; cinco libros: La muerte lenta de Luciana B de Guillermo Martínez, La razón de los amantes de Pablo Simonetti, Un chino en bicicleta de Ariel Magnus, Sangre de hermanos de Ignacio López Merino y Traducciones peruanas de Gustavo Rodríguez; y la promesa de no volver a comprar ninguno hasta la tradicional FIL, ya que sumadas mis nuevas adquisiciones con las lecturas pendientes, el número pasaba la veintena.

Pero bastó que hace unos días el aplicadísimo lector que hay en mí se vea bastante satisfecho con la lectura de los libros antes mencionados, desvíe de ruta, extrañe como nunca y como siempre a K que en esos momentos se encontraba “al sur de la ciudad, al oeste de su corazón” (la cursilería no es gratuita), y vitrinee como al descuido para, oh sorpresa, se encare ante una novela de Murakami que no tiene. El canto de sirena no demoró en hacerse escuchar.


Una vez fuera de la librería miraflorina, con la bolsita que contenía un libro titulado Al sur de la frontera, al oeste del sol, el cargo de conciencia vino como se fue. Ni siquiera redobló en intensidad cuando recordé un comentario desfavorable que le dedicara Leonardo Aguirre en su diletante columna de reseñas de Dedo Medio (suscribo: problemas de traducción; libro menor, pero ni tanto). Anteriormente había disfrutado de Tokio Blues, Sputnik, mi amor y Kafka en la orilla, y pese a tener en mi lista de pendientes Crónica del pájaro que da cuerda al mundo (todos libros del japonés), acometí ese domingo la lectura de mi infractora adquisición. Apenas me comuniqué con K se lo conté todo.



No sólo le conté a K mi inexcusable pecadillo (que era el único ejemplar disponible, que así nomás no lo hallas en ninguna parte), sino que renové mi promesa ante su comprensible escepticismo. Tarde o temprano iba a recaer, me dijo K con tono casi conmiserativo, como quien se dirige a un incurable pero al fin y al cabo manso farmacodependiente.

Damas, caballeros. Niños y niñas. Ese día llegó. Fue ayer y sí me acuerdo. Mas la tentación se atisbó el sábado, cobró forma el domingo y llevó a cabo el martes, sólo porque el lunes me era imposible (suerte de angustiante período de abstinencia), pero no contaba con el bonus track, el insoslayable plus que ni puesto en bandeja.

Sábado, revista Somos: entrevista a la escritora española Rosa Montero, a propósito de su última novela Instrucciones para salvar el mundo (título que podría provocar ciertos resquemores). Domingo, inocente visita a Tu librería, uno de los tantísimos blogs de El Comercio, quizá el más inofensivo y menos esotérico: sinopsis y adelanto de la novela de marras, precio incluido. Domingo por la noche: informe detallado a K, y sus irrepetibles (como quien quiere preservar la alicaída moral del autor de este post) pero agoreras palabras de los descubrimientos antes mencionados. Ímprobo esfuerzo por ablandar su sentencia final contándole cómo llegó a conocer a la Montero (de quien se considera fan número uno y enamorado de su prosa) en la presentación de su último libro (hoy antepenúltimo) de aquella lejana época, “La loca de la casa”, y como se amaneció la víspera leyéndolo de cabo a rabo para recabar legítimamente su firma.


Primeras horas del lunes: hurgo en mi caótico archivo de recortes periodísticos de los pocos diarios que compro, encuentro una reseña que no leeré aún de la novela de la española, publicada en el diario La República (piensen antes de leer esas reseñas, puesto que pueden contar más de la cuenta o simplemente todo, archicomprobado una vez más al leer la dedicada a la novela del chileno Simonetti el domingo último). Martes: todo está consumado. Me encamino a Crisol, busco el libro de llamativos colores y termino saliendo con otro más: Sauce ciego, mujer dormida de Murakami. Horas más tarde confieso mi crimen ante K. Miércoles: fotografías de rigor y redacción confesional de este relapso blogger. Promesa final de no volver a prometer (...). Tú me comprendes, varón, ñorita...

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