¿Qué es lo que pretendo hermanar con el título de este post: Choques (automovilísticos, se entiende) y efectismos literarios? Aparentemente poco o nada, mas en las siguientes líneas pretendo dilucidar sus íntimas y forzadas correspondencias.

De una suerte de analogía mental producto de los hechos de la realidad que me han tocado vivir, atestiguar -por no decir padecer-, y de dos pasajes clamorosamente efectistas en las dos últimas nouvelles de Fernando Ampuero (autor al que sigo leyendo por hasta ahora crípticas razones), surge aquella manida frase que a la letra dice: la realidad supera la ficción (pifias del respetable, pero one touch) y sus sutilmente complejas conexiones.

La edición final de este post dependía de mi visionamiento del comercial televisivo en limpio que fue filmado en las calles de mi barrio, cuyo testimonio gráfico anexé en días pasados. Quince segundos para el olvido, durante los cuales una compañía de seguros se afana en maquillar condensadamente sus intereses crematísticos. Quince segundos que pude haberme tomado cierto martes, de cierta semana, en desviarme de la ruta original (derecha, no izquierda), para comprar "algo" en la panadería de la esquina o en la bodega de enfrente, y con esa decisión tal vez terminar estampado contra la pared por un automóvil fuera de control. Pero no contaba que durante la espera del dicho comercial que se rodara en mi cuadra, no dejándome dormir tranquilo en domingo, cayó en mis manos un libro titulado Hasta que me orinen los perros, que bien pudo llamarse Yo chupo con mi plata o Hasta que la muerte nos separe, todos ellos rótulos chicha y por añadidura efectistas.

Martes: no te cases ni te embarques..., pfiuuu! Aquel martes salí temprano de casa con dirección a la chamba, decidido a ahorrar unos soles y tomar la combi de rigor y caminar un poco. Decir temprano equivale a las ocho menos veinte de la mañana (abucheo ensordecedor). Salí de mi depa; tomé el ascensor; me vi en su espejo en un gesto de apocada vanidad (¿con qué se come eso?, ni idea, pero suena discretísimo). Enfilé hacia la puerta de salida del edificio; soslayé el espejo lateral (obvié una segunda opinión a mis fachas, no me vaya a decir la verdad); salí a la calle (me vi en la calle). Giré a la izquierda, di unos pasos y prummm!, el primer impacto a mis espaldas (no llegué a captar ningún sonido de frenos chirriantes) y en lo que volteo otro prummm! más cerca y vidrios rotos bajo mis pies.

Pasó que uno de los vehículos después de colisionar entre sí se había estrellado a poca distancia de la puerta de vidrio del edificio, y por tanto de donde yo estaba. En ese momento miré a todos lados y a ninguno, quizá buscando la constatación de que aún pertenecía al mundo de los vivos. Como suelo exagerar, me sabía un retorcido moisés salvado de los fierros retorcidos, y sin hacerle caso a la muchedumbre que se apostaba entorno a los accidentados, subí a mi casa, a mostrar mis llagas y mi costado...

Ya dentro de mis cuatro paredes (continúo con las frases manidas, ergo efectistas), busqué la atención de sus ocupantes, ya que me sabía el sobreviviente de un desastre nuclear (mismo personaje de La carretera de Cormac McCarthy). Mudos testigos de mi nimia resurrección fueron mi gato y algunos ácaros; pero no me dejé llevar por el desaliento, así que abrí la puerta de mi dormitorio y saqué mi cámara para dejar constancia de lo sucedido, de lo que me había librado, ya que muy pronto se dejó oír el ulular de varias sirenas. La cosa parecía grave. Apliqué un zoom desde mi ventana, hice algunas tomas amateur, por ser generoso con los verdaderos artistas de la fotografía y los profesionales del ampay, y urgido por el reloj bajé por las escaleras y abordé el primer taxi con dirección al trabajo.

Lo que sucedió cinco días después parecía una ironía del destino, o producto de una mente enfermiza dotada de un cuestionable sentido del humor negro. Que en el mismo peligroso cruce, trístemente célebre por su alto índice de colisiones, se empeñaran en filmar un comercial para una compañía de seguros, resultaba irónico y hasta malsano, aunque en realidad lo más censurable era que no me dejasen dormir, para qué mentir. El punto es que también recurrí a mi camarita para fotografiar a la sarta de impresentables y vocingleros, al histérico director que, megáfono en mano, se desgañitaba ante los extras y su equipo de producción, y cada tanto les demandaba mayor empeño y colaboración. El barrio lucía un semáforo y un puesto de periódicos de utilería; unas puertas batientes que hicieron de una librería una especie de bar del lejano oeste, y un servidor ventaneando (que había dejado la voz en un karaoke la madrugada reciente) con tremendas ojeras. Sobre esta webaina voy a escribir algún día, apuesto que su comercial será un bodrio, me dije, así que esperé ver los resultados de más de 11 horas de aprestos y filmación (de 6am, hora en que llegué a casa, y 5pm aproximadamente).

Líneas arriba mencioné la novelita que leí mientras tanto; entre otras lecturas mucho más edificantes. Resulta que Para que me orinen los perros se lee con extrema facilidad, lo malo es que le encontré un rasgo que Ampuero arrastra de su anterior publicación, la archivendida Puta linda. Su autor en ambos casos apela a un efectista accidente de tránsito para darle un giro inesperado a las tramas. En un caso (no voy a decir el título, pero se intuye si se ha leído alguna reseña), se deshace de su protagonista principal mediante una combi asesina; mientras que en el otro caso la ética de una policía de tránsito se va al tacho producto de un accidente automovilístico del que se salva de milagro. Claro, efectista o no, ambas situaciones se dan con frecuencia en la realidad: vidas segadas a pesar del inútil plan de tolerancia cero; conductores ebrios; transeúntes temerarios; caos vehicular; pistas deshechas. Y mucho rencor y odio cocinándose a fuego lento.

Sin ir muy lejos, cualquiera que estuviera en la ruta del auto fuera de control de aquel martes (y viene a mi mente el matusalénico tío que se traslada con dificultad apoyado en un bastón todos los días a tomar desayuno en la panadería vecina), mínimo hubiera resultado magullado, y su historia, vida, y la de los que le rodean, verse afectada ostensiblemente. Sí, la realidad supera la ficción, una vez más, y cierro con la frase que me dijera K, jugando a que yo hubiera salido premiado ese día: Te hubiera preferido inválido a muerto… Glup!!! Como para pensarlo. ¿Alguien ha visto mi bastón?



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