Lo peor del año

El estertoroso año que se va, es fuente de los más diversos rankings y encuestas que tratan de erigir en diversos órdenes a lo mejor y peor del año. En materia literaria, por esta época sigo con cierto interés los resultados de las diferentes encuestas on line (en manos de más de un clickeador compulsivo) y las que le formulan a los entendidos (críticos y escritores). También leo los rankings de algunos bloggers y los diversos comentarios que sus elecciones originan. Los recuentos adquieren mi atención cuando no se quedan en la simple enunciación y le adicionan una carga valorativa, que tomaré en cuenta a posteriori, por si aparentemente algo bueno me perdí.

Sin asomo de ironía, se podría decir que hago mía aquella esotérica frase de “consuma lo que el Perú produce”. Por tercer año consecutivo, entre novelas, nouvelles (20), libros de cuentos (14) y un puñado de libros no ficcionales (7), he leído una cuarentena de libros de autores peruanos editados en el año que se va, cifra que apenas constituye una muestra ínfima de lo que en el medio local –Lima preponderantemente– se publica, y que más o menos representa un 45% de lo que leo (incluidos autores extranjeros, y nacionales que me debía de años anteriores), pero que al fin y al cabo el gusto por el tema, la fascinación deparada en anteriores entregas por el autor, polémica generada o los ecos de una crítica positiva que me llegan, terminan por imponerse y demandar su lectura.

Cuando uno termina de leer un libro, consciente o inconscientemente le hacemos merecedor de un puntaje o de un adjetivo calificativo en nuestro ranking personal. Inmediatamente después, pasa a formar parte de lo mejor o peor que hayamos leído hasta entonces; a ser digno –más adelante– de una segunda lectura y, bajo nuestra responsabilidad –y la ajena– de recomendación o veto. De no ser el caso, formará parte de aquellos títulos que no acumularon suficientes méritos ni deméritos y engrosará la larga lista de libros regularones que son los más con los que nos topamos en esta vida. Así que consideremos una verdadera epifanía si nos encontramos con una excelsa obra de arte literaria o un bodrio monumental. Referir lo malo, nuestras decepciones, puede ser provechoso, catártica o lúdicamente, así que daré cuenta primero de los libros que me decepcionaron este año:

La cuarta espada de Santiago Roncagliolo

Casi nunca leo las reseñas que les dedican a los libros ficcionales que pretendo leer. En todo caso, apenas ojeo las sinopsis, o apuradamente algunas líneas, como quien pretende mantener su opinión desprejuiciada y porque más de un reseñador -sin alertarnos- se va de boca y cuenta pasajes que el lector debería ir descubriendo. Después de leer el libro de marras sobreviene el empacho crítico. No ocurre esto cuando de un ensayo o libro de no ficción se trata. La mayoría de los comentarios nada halagüeños que el libro de Roncagliolo cosechaba, antes incluso de estar a la venta en el medio, venían con el rótulo de “no me compres” y lo que es peor, me sonaba a estafa y a advertencia samaritana. Es más, circulaba un párrafo (descontextualizado eso sí) que pintaba a su autor como mercenario de las letras (algo de lo que ya se preciaba como autor de su novela El Príncipe de los caimanes, pero que en el caso de un libro sobre el líder terrorista, constituía una inmoralidad) y cuestionaban una de sus tristemente célebres analogías. ¿Qué más quería no ya para no leerlo sino para agenciarme una edición pirata o fotocopias y no malgastar mis soles? Pero claro, Roncagliolo defendió su híbrido (hasta ahora no sé si catalogarla de novela, reportaje, crónica, pero de algo estoy seguro, el tema ha sido tratado seria y documentadamente con anterioridad y sin mayores veleidades ni teorías del yo) y halló voces solidarias, indulgentes. Le otorgué, pues, el beneficio de la duda, y el fiasco se materializó. Pero bueno, ya que mencioné voces condescendientes, puedo decir que el libro de Roncagliolo no es un reverendo desperdicio. Alguien desorbitado de la realidad, ajeno a las aciagas décadas de la violencia, encontrará una especie de ayuda memoria en este manual para dummies que es La cuarta espada del polémico espadachín.

Las obras infames de Pancho Marambio

Qué duda cabe. El 2007 ha sido el peor año para Alfredo Bryce. No sólo por las fundamentadas acusaciones de plagios sistemáticos (uno de las cuales tuve el dudoso e involuntario mérito de encontrar y que constituiría el caso documentado más antiguo) y la vergonzosa sentencia favorable dictada por INDECOPI, sino porque su retorno a la ficción estuvo de la mano de una novela fallida, tal vez la peor que haya escrito. Hiperbólica pero grotesca, con visos autobiográficos pero inverosímil. Carcajeante lejos de la sutil ironía de sus mejores narraciones. Olvidable. Una soberana decepción. Recuerdo la expectativa que me invadió esta nueva publicación de Bryce, tras 4 años durante los cuales publicó sus controversiales Antimemorias 2 y el libro ensayístico, maledicientemente catalogado de autoayuda, Entre la soledad y el amor. Sus detractores han hallado sobradas razones para referirse a él como un borrachín inimputable y decadente, escritor que se repite, autor de un par de libros y nada más, y para colmo incapaz de reconocer sus errores: los textos plagiados y por tanto birlados a sus verdaderos creadores. Las pocas reseñas benévolas tampoco le hacen ningún favor. Sus novelas anteriores y algunos de sus cuentos que tienen su estilo y firma incuestionables, hablan del mejor Bryce que alguna vez me sedujo leyendo los avatares de Pedro Balbuena y Martín Romaña y que es el que quiero recordar sin negarme ante lo evidente.

Continuará...

Todo diarista es autor, protagonista y narrador. Dejar constancia de nuestro paso por esta vida, de los hechos que nos toca atestiguar, protagonizar, ensoñar; de las reflexiones que se derivan de estos acontecimientos y sueños; de las impresiones que nos dejan libros, películas o cualquier manifestación artística; del trato con nuestros semejantes y mascotas; en suma: deseos, frustraciones, esperanzas, miserias, logros, metas, y el triunfo –inconsciente o no– del día a día como sinónimo de vida ante la muerte; dejar constancia, decía, de todo ello tiene cabida en un diario íntimo, y cualquiera puede tener uno (dar rienda al exhibicionista que todos llevamos dentro). Diarios: ficciones del ego, pero algo más.

Los hay más relevantes que otros, para lectores amateurs, poco exigentes, profesionales del chisme y morbosos incorregibles. Tal vez tenga que ver cierta valoración positiva la intensidad y honestidad que trasunten sus páginas. El de Ribeyro, qué duda cabe, es no sólo revelador en cuanto a desmitificar al tímido que todos intuyen, creen conocer, y que luego de la lectura de los primeros diarios se contrapone con el frecuentador de burdeles a la caza de amores furtivos, lo que a la postre lo vuelve más humano y contradictoriamente humano en la medida que pasan los años y nadie puede decir que sigue siendo el mismo ni impedir alimentar una falsa impresión: sino también por las líneas que rescato para este blog y que de alguna manera son un homenaje para todas aquellas mascotas incomprendidas, como
Ptolo y sus congéneres.

***

21 de marzo - 1974

Proyecto –o menos que proyecto, anhelo, sueño– de tener una casa en el malecón de Miraflores, frente al mar, donde pueda pasar tardes tranquilas, interminables, mirando el poniente, pensando, escribiendo si me provoca, tal vez con uno o dos amigos, buenos discos, un buen vino, mi pequeña familia, un gato y la esperanza de sufrir poco.

31 de agosto - 1974

Me gusta pasar mis cumpleaños completamente solo, sin otra compañía ahora que mi gato.

29 de julio - 1976

Por más que tendamos hacia la bondad o hacia la perfección, no podemos evitar a veces pequeños actos de crueldad o de malevolencia, que son como emergencias de nuestra vieja naturaleza ancestral, cuando nuestra conducta no estaba controlada por nuestra inteligencia. Así, yo he notado que soy en algunas ocasiones extremadamente malvado con mi gato y me empecino en hacerlo sufrir. Yo que tolero que duerma en mi cama, que le permito sentarse durante horas en mis piernas, que no lo sanciono nunca por más que desgarre el forro de los muebles o rompa la vajilla, lo privo a veces de su comida. Pudiendo abrirle su lata de paté, me invento cualquier pretexto para no hacerlo, para castigar quizá su excesiva glotonería, su obstinación en recordarme que ya le toca comer, el ostensible servilismo de que es capaz en estos momentos de carencia. Claro que a las pocas horas ya estoy arrepentido y después de pedirle disculpas lo recompenso.

10 de agosto - 1977

El profundo resentimiento de los animales. Mis relaciones con mi gato han llegado en estos días al punto de ruptura. La semana pasada, cuando trajeron el suntuoso sofá de cuero, lo sorprendí en el momento en que se aprestaba a afilar sus uñas sobre el fino material –como lo había hecho con los anteriores sillones hasta dejarlos en hilachas– y le di un fuetazo en el anca. Se enojó un poco y anduvo algo esquivo. Anoche, a las cuatro de la mañana, me desperté con el deseo de verificar una frase de Bouvard y Pécuchet y al entrar en la sala metí el pie en un charco hediondo: el gato acababa de orinarse en la alfombra. Lo perseguí para refregarle las narices sobre sus orines y darle a entender que no debía hacer pipí fuera de su caja. Esta mañana, antes de ir a trabajar, estuve buscándolo por toda la casa para darle su comida. No había trazas de su persona. Miré y busqué por todo sitio sin encontrarlo. Posibilidad, pero remota: que se hubiera salido por algún sitio, pero lo único que había dejado abierto era una alta ventanita del baño que da, además, sobre un patio a veinte metros de altura. Al llegar del trabajo seguí buscándolo sin resultados. Sólo cuando encendí el horno de la cocina de gas para calentar un plato, apareció. Estaba debajo de la cocina y el calor probablemente lo expulsó. ¿Cómo se había metido allí? Es un lugar casi inaccesible. Sin embargo, allí había encontrado refugio. Saltó, se metió bajo un ropero y cuando apagué el horno volvió a meterse bajo la cocina. Allí ha pasado toda la tarde sin querer salir. Por más que lo he llamado, hecho sonar su plato y abierto su lata de paté. Antes bastaba que abriera su lata para que el ruido del abridor lo trajese a la carrera. Ahora nada. Sigue refugiado en su hueco y no obedece a ninguna exhortación ni tentación. Sólo de vez en cuando, al llamarlo cariñosamente, emite un débil maullido. En su memoria infalible de animal algo ha ocurrido, algo que lo aleja definitivamente de mí y me convierte de ahora en adelante en su enemigo.

24 ó 25 de agosto - 1978

Querella con mi gato, por su insaciable apetito y sus meadas.

29 de agosto - 1978

Intuición animal: hago en el piso del baño una pila con la ropa que debo llevar a la lavandería esta tarde. El gato se acerca, la observa, la huele, comienza a separar las prendas con las uñas, desdeñando mi ropa o la de Alida, hasta que encuentra una camisa de Julito, única ropa suya del lote. Frota su cabeza contra ella y finalmente la lame. El gato sabe que Julito es en casa su único protector, quien realmente lo quiere a pesar de que Alida o yo somos quienes le damos su comida y el limpiamos su poza de arena. Pero sabe también que en nosotros no hay amor sino sólo tolerancia.

***

Bonus track

10 de julio - 1961

Escritor: triste vejez. Pienso en Léataud, en Céline, en Hemingway. Por diferente que sea su destino o su popularidad, el escritor termina por recluirse, por esconderse. Algunos se suicidan (Hemingway, Pavese, Nerval, sin llegar a veces a viejos); otros mueren de cólera y de asco, como Flaubert; otros enloquecen, se vuelven idiotas o paralíticos, como Baudelaire; muy pocos, como Goethe, soportan con grandeza la vejez, y con serenidad y optimismo. Lo ideal, para un artista, es tal vez morir antes los 50 años, como Camus o Vallejo, cuando aún se espera mucho de él. No acabar su vida, hacer de ella solamente un esbozo. Entre nosotros, la vida de Valdelomar, más bella, más sugestiva que la de Palma. Horror por la vejez. Deseo de no vivir más de medio siglo.

15 de marzo - 1974

A pesar de mi salud para siempre quebrada, de mis achaques y de mis vicios, tengo la certidumbre de que viviré aún largo tiempo, me aferraré a la vida como un escarabajo, veré perecer a hombres robustos y sanos y terminaré viendo los albores del año 2000, siendo mirado como un diploducus que sobrevivió a su era cuando temprano estaba ya resignado a irse tranquilamente del brazo de la muerte.

Varios son los motivos por los siempre me ha resultado poco atractiva la Feria del Libro Ricardo Palma -la más antigua del Perú-, que tradicionalmente se instala en el Parque Kennedy de Miraflores.

En primer lugar porque los alrededores siempre han sido un lugar de tránsito para mí, un punto de reunión, encuentro y hasta de destino, por sus locales comerciales, librerías, etc. Ver sus instalaciones desde cualquier sitio próximo, es como si intuyera que allí se aposenta una feria artesanal o una convención de ufólogos. Un vistazo, de puro oletón, y fugo, antes de quedar hecho un ekeko o ser abducido.

En ediciones pasadas los invitados internacionales o han brillado por su ausencia, o fueron ilustres desconocidos para mí, lo que la hacía bastante localista, provinciana. Esto ha cambiado cuantitativamente, pero no ha incrementado mi interés. Tal vez más adelante adquiera la archibuplicitada novela de Jorge Lanata "Muertos de amor". Por lo pronto ya me perdí la presentación.

Un aspecto importante que tomo en cuenta es el factor tiempo. Esta época del año para mí es de lo más estresante y a cada rato me exige cordura. Al menos aparentarla. Tengo no sólo que ubicarme en el presente, en las labores cotidianas, sino también en el pasado y el futuro (los famosos informes de metas alcanzadas así como zahoríes proyecciones). Así que por esta época suelo leer libros poco exigentes, colecciones de cuentos y novelas cortas a lo mucho. Es más, ¿qué michi hago perdiendo el tiempo escribiendo esto?

Otro motivo, tal vez el más importante, por el que esta y pasadas ediciones no me convierten en un asiduo e interesado visitante ferial, es el desasosiego que me generan las mesas de saldos de algunas editoriales: libros a mitad de precio, malbarateados, que yo pagué su precio original y que otros se lo llevarán casi de regalo. Pero eso se puede solucionar, me dirá alguno, mirando para otro lado, haciéndose el sueco, que contigo no es, para ti no hay, y evitar esos stands. Traté. Juro que traté, pero justo cuando quise esquivar a unos tipos cámara y micrófono en ristre, zas!, me topo con un insoslayable avisazo: 50% de descuento y varios ejemplares de los diarios de Ribeyro,
La tentación del fracaso, junto a otros títulos.

Me puse blanco (transparentoso, para no redundar). De momento no quería saber a cuánto equivalía ese descuento. Además, yo estaba allí para adquirir el tercer libro de cuentos, “Lo que nunca serás”, de
Guillermo Niño de Guzmán. Nadie me obligaría a preguntar (oídos que no oyen, bolsillo que no siente). Pero otra vez la maldita cámara y el maldito micrófono en mi ruta, que a toda costa me quiere convertir nuevamente en un figuretti involuntario (pregunta estúpida: “Señor, ¿los peruanos leen?").

Me desvío. Estoy apunto de alejarme (¡pero volveré!) cuando una pizpireta señorona, con voz trinitronante, como si quisiera hacerse escuchar de cuadra a cuadra, interpela a un vendedor por el precio precedido de un "ay, mira Lucha, La tentación del frasco (sic)". So bestia cegatona, digo para mis adentros, tan bestezuela como el vendedor de un stand que ante mi consulta me respondió que no tenía más libros de la escritora Vilas-Mata (es hombre y su apellido es Vila-Matas, webis, quise decirle).

El vendedor ya soltó la cifra. Ya llegó a mis oídos: 70 soles. O sea, su invaluable precio en librerías es de 140, y a mí, a principios de octubre, me costó 95 soles en Quilca. Bien pagados, me dije en esa oportunidad y todavía pienso lo mismo (pulso normal, presión estable y de vuelta a lo mío).

Mi próximo post en la sección garabatos incluirá citas gatunas de los diarios de Ribeyro, los 3 libros hasta ahora publicados y reunidos en un solo tomo por la editorial Seix Barral (2003) que con suerte aún podrán encontrarlo en la feria. Altamente recomendable.

Mi visita ferial acaeció el martes, a media tarde, un break, casi una escapada. Compré otros dos libros aparte de “Lo que nunca serás”. Uno de ellos a mitad de precio, como reconciliándome con el mundillo librero:
La posibilidad de una isla de Michel Houellebecq, y El conde de San Germán de Leonardo Aguirre, el nuevo Melcochita letraherido de las letras peruvianas (full jeringa).

Pero vamos, no todo podía salirme perfecto. La maldición de la cámara me persigue, y por lo visto perseguirá. Está vez se trató de otro tipo de cámara, de un lente fotográfico. Temprano, hoy jueves cojo el único periódico que compro a diario, le doy una rápida ojeada a las principales secciones: horóscopo, deportes, farándula, je... ¡Cultura! Zoom a la foto impresa. Sí, no es muy nítida que digamos (¿error de fábrica puedo alegar?), pero no dejo de preguntarme en qué momento ocurrió y por qué a mí... otra vez...

En este blog pueden apreciarse algunas fotos de escritores con sus gatos (¿o debería decir de gatos con sus escritores?). Las tres últimas corresponden a igual número de distintos momentos en la vida de Doris Lessing, flamante Nobel de Literatura de este año, captados por el lente fotográfico con el michi de turno.

Lessing es una octogenaria escritora con una extensa obra a cuestas a quién recién leo y esto, debo confesarlo, a raíz del premio concedido y las fotos anexadas. Ya me soplé (no encuentro otra palabra menos vulgar) las casi ochocientas páginas en una edición de Punto de Lectura de su afamada novela “El cuaderno dorado” (1962), erigida como un emblema por el movimiento feminista (por el momento me abstengo de formular cualquier comentario).

Pero como un solo libro no me basta para forjarme una opinión sobre determinado autor, he continuado con la lectura de “La buena terrorista” (1983), a todas luces menos extensa y densa que mi primer acercamiento a la literatura de esta escritora, la que incluye novelas, cuentos y memorias. Tal vez resulten insuficientes dos libros para lapidarla o ensalzarla con mi caprichoso gusto y me vea en pos de otros títulos (en el caso de Nobel del año pasado, un hasta entonces desconocido para mí Orhan Pamuk, son siete los libros que he disfrutado hasta el momento). Pero Lessing tiene un plus: ama a los gatos.

Casi nunca suelo escribir o comentar sobre un libro que no haya terminado de leer. Este no será el caso. Bueno, no del todo. Me resulta imposible identificarme con el personaje central de “La buena terrorista” Alice Mellings, una suerte de sufrida mamá gallina entre sus camaradas, todos ellos impregnados de ideas antisistema. Sin embargo, en varios pasajes el escéptico que hay en mí soslaya la evidente crítica que disemina la autora hacia este tipo de personas -y su entorno- cargadas de ideales, buenas intenciones, que constantemente se estrellan contra la aplastante realidad o la traición y represión en el seno de sus filas. Y Alice, como si me fuera conocida o encarnara alguna día, pasa a suscitar mi admiración. Si no fuera porque en sus momentos de vacío existencial y automatismos cotidianos hay alguien que presiente su soledad, también merecería mi compasión.

"Sin darse cuenta, se encontró de pie abriendo la nevera, hurgando los armarios. Prepararía una de sus sopas. Pero como había estado trabajando con Philip, en la casa había muy poca cosa. Fue a la tienda, compró comida, se entretuvo con los preparativos y se sentó junto a la mesa mientras iba desarrollándose su sopa. El gato apareció en el alféizar, maulló al otro lado del cristal; Alice lo hizo entrar, le ofreció algunos restos. Pero no, el gato no tenía hambre, probablemente Joan Robbins o alguna otra persona ya le habían dado de comer. El animal buscaba compañía. No quiso sentarse en la falda de Alice, sino que prefirió tumbarse en el antepecho de la ventana y se desperezó. La contempló con sus ojos de vagabundo y emitió un leve sonido, un gruñido o maullido de saludo. Alice se echó a llorar en un apasionado arranque de gratitud."

Con la cita anterior, inauguro una nueva sección titulada "Garagatos": citas textuales y demás que tengan que ver con los michis. Una cosa más: ambos libros cuestan 35 soles c/u en librerías, yo lo conseguí a 26 soles en Quilca. Supongo que en la feria a inaugurarse mañana costarán menos.


Chequeando la página de Beto Ortiz, encuentro obvias similitudes entre la sección Preguntas Frecuentes y las respuestas que me dio a la entrevista que le hice hace tres años para la extinta Décimo Círculo.

A continuación, las preguntas que podríamos llamar originales, y las respuestas que circulan en su web:

1. He leído que en cierta forma te halaga que te comparen con Jaime Bayly, cuya producción ha sido definida por Eloy Jáuregui como parte de la "literatura rosa mosqueta" ¿Qué te merece este encasillamiento?
Cuando uno se encuentra frente algo nuevo generalmente se confunde y no hay mejor manera que lidiar con esa sensación que comparar eso desconocido con algo que nos sea familiar. Así nos sentimos más a salvo: etiquetándolo todo como a las latas de atún. En general, ni me halaga ni me ofende que me comparen con nadie. En la semana que lleva mi novela en librerías se me ha comparado con Bayly, con Malca, con Capote, con Urteaga Cabrera, con Oswaldo Reynoso, con Carlos Vidal y hasta con Yesabella, así que, como verás, no puedo tomarme en serio ningún símil. Ahora, si la pregunta se refiere a si mi libro es gay, la respuesta es no. De la misma manera en que yo soy gordo y mi libro no, puedo decirte, con certeza, que mi libro no es gay porque mi libro no tira, el que es gay soy yo.

2. Laura Bozzo ha confesado que admira tu forma de escribir, y que le gustaría que tú escribas su libro ¿Aceptarías arrendar tu pluma, convertirte en "negro literario"?
Se lo agradezco a Laura como le agradecería semejante flor a cualquier lector. Ahora, en lo que se refiere a “su” libro, bueno, difícilmente un libro escrito por otro podría ser llamado “su” libro. Laura es un personaje contradictorio, controversial y, sin duda, hay muchísimo qué escribir sobre ella. Yo puedo hacerlo cuando quiera sin necesidad de firmar un contrato con ella. Soy absolutamente libre de escribir sobre lo que se me antoje. Obvio que escribir sobre Bozzo te aseguraría un público mayor y, seguramente, una rápida “internacionalización” pero yo quiero que me lean porque escribo bien, no porque escribo sobre famosos. Esa es apenas una vil coartada. De otro lado, no tengo ningún prejuicio respecto a escribir por plata. Escribir es una chamba y una chamba muy dura, además. No veo por qué chambear te convierta en negro, pero si es así habrá que aprovechar la ventaja. Hay cientos de escritores que –firmando o sin firmar- han trabajado biografías autorizadas: Guillermo Thorndike, por ejemplo, por citar un caso cercano. No me parece ningún crimen. Sería un crimen que te paguen por escribir una oda al personaje, un libro que lo ensalce y oculte o solapee sus lados oscuros. A Thorndike le pasó con “El Hermanón” que fue fatal. Esa sería la única condición que yo pondría: que el personaje en cuestión no pretenda que le escriban un panegírico porque eso convertiría, automáticamente, el libro en un bodrio. Sólo exigiría del biografiado –como mínimo- la misma honestidad –léase dureza- con que yo hablo de mí mismo en mi novela. Fabricantes de cherries en el Perú hay por camionadas. Y son baratitos, además.

3. Has anunciado que estás escribiendo otro libro, una especie de segunda parte de "Maldita ternura", donde retomarás algunos personajes y sacarás al fresco otros que seguramente tienes en compás de espera, lo que implica en cierto modo emplear el mismo estilo, a tu alterego como el personaje central. ¿No temes caer en lo monotemático de tu propuesta, o es que quieres terminar de exorcizar tus demonios personales?
“Maldita ternura” y el libro que está en proceso son, en realidad, parte de un mismo proyecto que fue creciendo tanto que necesitó de dos volúmenes. Algo así como lo que le pasó a Tarantino con Kill Bill. Se fue en caldo. Filmó demasiado. Yo tiendo a escribir más de la cuenta siempre, pero creo que lo que tengo entre manos merece contarse. Eso es todo: eso que llamas los demonios personales, que –como las musas- nadie sabe qué demonios significa, es algo tan imposible de definir como de exorcizar. Lo único que sé es que está ahí y que no espero que no se acabe. Estoy seguro de que las historias que me quedan por publicar podrán ser acusadas de todo, excepto de monotemáticas. En cuanto a emplear el mismo estilo, tal vez en un poco temprano para hablar de estilo, eso es algo que se forja con el tiempo, pero yo sólo puedo escribir como Beto Ortiz, si quieren novelas que toquen otros temas o que tengan otro estilo, lean a otro, pues, ¿no?

4. ¿Has pensado escribir sobre algo que la gente no identifique como parte de tu vida pública o privada (la que expusiste y expusieron)?
No he pensado en escribir nada que no sea lo que estoy escribiendo hoy. Mañana no sé qué haré. Todavía falta para mañana y yo prefiero nunca hacer planes porque los planes siempre fallan. Mañana te espera- como decía Anita, la huerfanita. Te falta un día para llegar.

5. ¿Por qué crees que en toda novela que tiene a un homosexual como personaje central, el quid del asunto, lo trascendental de la trama, consiste en saber cómo éste salió del clóset?
Si para algo he usado yo el closet ha sido para esconder a mis amantes. Jamás para esconderme yo. Pero eso ya lo he contado. Hablando de monotemas...

6. Leyendo los epígrafes que anteceden a los capítulos de tu novela, encuentro uno de Fernando Vallejo, escritor colombiano célebre por su pluma endemoniada. ¿Es el autor de "La Virgen de los sicarios" uno de tus referentes literarios? ¿Quiénes más?
Aunque te parezca extraño, a Fernando Vallejo lo conocí gracias a Alan García que me recomendó entusiastamente que fuera a ver la película “La Virgen de los Sicarios” cuando fui a entrevistarlo a Bogotá en el 2001. A partir de allí, leo cualquier cosa que él escriba. Vallejo, claro, no García. Algunos de los escritores que más me gustan y que, por eso, han de haber influido en mí son: Wilde, Genet, Gide, Yourcenar, Capote, Ribeyro, Bukowski, Alessandro Baricco, Raymond Carver, Ray Loriga, Roberto Arlt, John Cheever y los cubanos Reynaldo Arenas y Pedro Juan Gutiérrez.

7. ¿Qué sentiste cuando escribías el capítulo titulado "Nadie debe morir solo", el cual trata del reportero Bruno? ¿Ha sido una especie de homenaje a ese compañero de profesión que tuviste en la vida real?
Es más difícil escribir sobre la gente a la que le guardas cariño, especialmente cuando se trata de amigos que ya no están, es por eso que el capítulo dedicado al reportero Bruno de Olazábal es el que más trabajo me costó escribir y no sé si a la gente que lo conoció le haya parecido bien o mal. Tampoco me interesa. El capítulo referido a él me sirve como ejemplo para tratar, una vez más, de explicar algo que igual nadie va a entender, (porque nadie quiere), pero qué importa. Uno no escribe para homenajear ni para enlodar. Tampoco para que lo quieran más ni para que lo odien más. Uno escribe para contar una historia. Y para contarla bien. Nada más. No hay más motor que ese. Lo demás podrán ser efectos secundarios, consecuencias, pero no las razones que me empujan a escribir.

8. Si Cabrera Infante escribe en cubano, otros lo hacen en Bahiano (Jorge Amado), surquillano; ¿Beto Ortiz cómo define su lenguaje literario, tan coloquial y jerguero? ¿No temes que su lectura en otro países resulte dificultosa?
Yo escribo en piraña. El siguiente libro se venderá con otro volumen de regalo: un diccionario piraña-español, español-piraña. No sé si se vaya a entender en otros lados o no, pero el lenguaje lo imponen los personajes, no yo. Un delincuente de la calle habla como habla nomás, no se pone a pensar si lo van a entender en Barcelona.

9. ¿Te es indiferente que toda noticia referente a tu novela sea parte de las secciones de espectáculos en los diarios locales?
Mientras hablen de ella, que lo hagan en Amenidades, en Hípica o en Farmacias de Turno me da igual.

10. ¿Eres consciente que el lector de "Maldita ternura" se convierte en cierta forma en una especie de voyerista a quien le cuesta hacer el deslinde entre el Beto Ortiz personaje y el autor?
Me parece perfecto. ¿Qué sería de los exhibicionistas sin los mirones?

11. ¿Qué te han comentado sobre las ventas y la opinión del recibimiento de esta tu primera novela? ¿Te sientes satisfecho?
El libro recién lleva 11 días en el mercado, sé que está vendiendo muy bien pero el primer balance se hace recién al terminar el primer mes. Son aún pocas las personas que ya lo han leído completo, recién se está comenzando a comentar y apenas si se ha publicado una sola crítica. Es muy temprano para hacer evaluaciones pero yo estoy más que contento. Lo estuve mientras lo escribía, ¿cómo no habría de estarlo ahora que sé que me están leyendo?

1.

Es martes. Falta poco para la medianoche. Sin ganas de leer ni ver la TV, tengo encendida la luz de la lámpara que alumbra los contornos difusos de quien se sabe poseído por sus desdichas, las que alguien menos complaciente llamaría vilezas. Estoy tentado de fumarme todos los cigarrillos de la cajetilla invicta que tengo guardada en algún cajón mientras cuento ovejitas; vicio, el del tabaco, no el de ovejero contable, que creí haber dejado y que estuvo ligado a otro de triste recordación. Echado en la cama, con mi gato plácida e envidiablemente dormido al pie, mis pensamientos giran en torno a la película que vi en el cine con Luana: El perfume, adaptación cinematográfica de la novela homónima de Patrick Süskind. Nada es casual, lo admito. Presiento que de nuevo el insomnio se va a apoderar de mí. Creo que debí invitarla a pasar, con el pretexto que fuese, para acabar teniendo sexo y de esta forma posponer mi actual estado de vacío interior.

En realidad, me hubiera bastado con prolongar los besos de despedida, manosearla un poco, jalonearla y trasponer juntos el umbral de la puerta que no quise abrir delante de ella; como es día de semana, el libreto hubiera sido previsible: unas horas después, Luana en mi lecho, posiblemente satisfecha, se desperezaría, entraría en pánico, me preguntaría la hora y sin esperar respuesta, en pie como accionada por un resorte, trajinando desnuda y apetecible, me diría que ya era muy tarde, que lo sentía, pero mañana tenía clases temprano, que otro día pasaríamos la noche. Yo apenas me mostraría servicial para ayudarle a ubicar sus pertenencias en el caos de mi dormitorio, viéndola vestirse, irse por donde vino, tratando de recordar nuestra última conversación con respecto a sus quehaceres diurnos.

Luana, a sus tiernos dieciocho años, mantiene un pertinaz conflicto vocacional. Sólo un milagro pudo haber hecho que pisase la universidad como estudiante de no recuerdo qué facultad (en mis clases de la pre no era de las más aplicadas), estudios que abandonó el segundo semestre para dedicarse al aprendizaje simultáneo de tres idiomas que uno por uno también fue dejando para quedarse con ese lenguaje inmemorial capaz de prescindir de las palabras. ¿Qué afanes la abstraen desde hace un mes? Creo que está estudiando teatro. Aún no me hago la idea de verla algún día como actriz (actriz porno, quién sabe). Es más, algo me dice que ella no se llama así, sino que es su nombre artístico: todos los que están llamados a convertirse en artistas, y no están conformes con el suyo, pueden adoptar el que les plazca, me paporreteó en cierta ocasión, para en el acto proponerme cambiar el mío, por libre elección o el que su ingenuidad me creía merecedor.

Ahora que lo pienso mejor, tal vez la verdadera vocación de Luana se restrinja al ámbito sexual, aptitud de la que no parece estar consciente o lo disimula muy bien. Sin embargo, se define imaginativa en la intimidad (doy fe de ello) y sensual a tiempo completo, rasgo del que aún no le he pedido un mayor esclarecimiento ya que me aterran sus explicaciones chapuceras. Físicamente se halla de rostro normal (la verdad es que no es bonita) y cuerpo llamativo. Tras las ropas ceñidas que siempre usa, se dejan adivinar sus generosas formas que no me canso de palpar, ensalivar, morder apenas se me descubren en todo su esplendor.

No me hago ilusiones. Que haya sido el primero en muchos sentidos, no me da ningún derecho de posesión sobre ella en el futuro. Si mañana mismo decide no volver a verme, jamás le instaría a que lo piense mejor; además, quiero creer que no sólo me bastan para llenar estas horas insomnes de humillación existencial, los orgasmos compartidos ni su silencio comedido que acompaña a mis largas peroratas post coito. Alguien me falta, y esa persona no es Luana en ninguna de sus facetas.

Su obsecuencia no parece tener límites. No creo ser ningún degenerado por haberla inducido a practicar sexo anal, no lo consideramos una aberración; es más, percibo que sus reticencias iniciales han desaparecido para hacer esta práctica parte del menú sexual que nos proveemos. Por lo demás, se podría decir que somos convencionales (nada de tríos ni adminículos invasores, tampoco golpes fuera de control), mas no fanáticos: podemos dar rienda a nuestras fantasías ya sea en mi habitación o en ciertos lugares públicos, nunca en su casa (a la que me niego acudir), para mantener a raya la rutina -y de esto algo sé- que ponga en peligro nueve meses de relación.

¿Qué tipo de relación? La evidente. Todo va bien mientras a ella no se le ocurra llevar más lejos ese jueguito de repetirme varias veces que se está enamorando de mí, que supongo forma parte de sus ejercicios dramáticos y que he correspondido con deficiente histrionismo por considerarlo una de esas frases mata pasiones. Bastante hacemos el uno por el otro tolerando nuestras manías y soslayando nuestras insalvables diferencias. En suma, no tengo nada que ofrecerle, a pesar de que un rápido inventario de mis pertenencias me obligaría a contrastar mi situación presente con la de hace un año, con un notorio e inútil saldo a favor; menos algo que reclamarle llegado el momento. ¿Qué momento? El momento del adiós, posibilidad a la que me he ido acostumbrando desde que empezamos a acostarnos sin mayores compromisos.

(Sigo despierto. No quiero ver el reloj. Sentado frente al monitor de la PC, he tratado en vano de invitar al sueño mediante la escritura de un hecho que no concite mi entusiasmo, sino invoque el tedio, la fatiga, con Luana como protagonista. Sé de hechos reales e inventados capaces de excitar nuestros sentidos creativos, con fines lúdicos o terapéuticos -este parece ser el segundo caso-, y de conciliarnos con esa vocación insumisa que hace de uno un escritor, aunque de cuestionable talento. Alguna vez quise ser escritor. Di por muerto este delirio con todos aquellos proyectos narrativos que creí enterrados conjuntamente con el recuerdo todavía insepulto de Fiama: nombre que al salir del cine me ha invadido y acompañado de camino a casa, se resiste a abandonarme y se ha adosado veladamente al primer párrafo de este relato que llevo escribiendo en mi mente y que ahora se desboca en el teclado y escolto con incontables pitadas.)

2. Continuará...

R cree que unas de sus últimas, porfiadas y reestrenadas obsesiones atañen al ámbito de los recuerdos. Son recuerdos que no sólo no dejan de asediar y horadar su imaginación, sino que se enlazan con recuerdos ajenos y se emparientan con los cuentos y novelas que lee. Incluso se ha sorprendido con la mirada distraída dedicada a su interlocutor de turno o al libro abierto en una página cualquiera, pero cerebralmente desconectado con lo que les dicen en ese momento, ocupado como estaba en ese viaje íntimo por su pasado yo.

Es más, en uno de sus últimos cuentos inconclusos, R menciona la penosa enfermedad del Alzheimer, y, hasta donde se puede ser sincero con uno mismo, cree que olvidar no puede ser ni bueno ni malo, simplemente se olvida de tan intrínsicamente poco memorioso que se es, o se recuerda de tan poco fiel o convenido que se puede ser ante lo evidente. O por puro masoquista a secas. Así como se habla e injuria de la memoria selectiva, R piensa en lo vivificante del olvido selectivo.

Y es por evitar esos autoflagelamientos (darles una razón más de ser), con óptimos o pírricos resultados, que R siempre cultivó y cultiva, primero de forma inconsciente, luego no tanto, la anticultura del desprendimiento. Suena a magnanimidad desbordada, a San Antonio del segundo milenio, cuando nada más lejos de serlo o parecerlo. R nunca fue coleccionista de algo en especial, menos un cachivachero de nimiedades que exudan esotéricos significantes. Se niega a ser catalogado de coleccionista de libros: él los atesora, no los compra para exhibirlos, menos cree ser un caza incunables o primeras ediciones (los únicos libros de los que tiene más de un ejemplar, 3 de cada uno para ser más precisos, son Cien años de soledad y Tantas veces Pedro). En suma no es un bibliófilo en la acepción más sofisticada del término, un lector eunuquizado. Libro que adquiere, libro que lee en cuanto puede. Libro que le interesa leer, libro que trata de adquirirlo. Eso a grandes rasgos no puede ser propio de coleccionistas, se convence R.

¿Qué hace el cuarentón coleccionista de muñequitos de Star Wars?, se pregunta R: ¿Juega con ellos? ¿Los saca a pasear? ¿Se abstrae en su contemplación? ¿Habla con ellos? ¿Los escucha? ¿Qué hace el coleccionista de chucherías y cachivaches con todas aquellas cosas que se aglutinan en su dormitorio o arruman en algún lugar alejado de su casa? R admite que este tipo de personas a posteriori pueden sacar ventaja, concitar miradas, adquirir un cierto status, incluso hacerse ricos (ver película Virgen a los 40).

De sólo pensar en un par de ocasiones en que si R hubiera actuado ya no como un redomado coleccionista, sino como un nostálgico previsor (previsor de más nostalgias o recreador de ellas), hoy podría quizá no haber hecho plata, pero sí en cambio ganado cierta atención de sus semejantes. Son dos casos puntuales: R era lector impenitente del mítico Chesu, adquiría todos los jueves su semanario de humor irreverente y personajes pipilépticos como el Trolo y su clan. No dudaba a la hora de prestar sus ejemplares a quien se lo solicitara para luego olvidarse de pedir que se los devolvieran. Contaba con el respeto de sus padres a su espacio privado, así que hasta las pornos estaban libres de cualquier redada. Pero ni los llamados “chistes” que leía e intercambiada de chibolo les suscitaban algún tipo de apego. Lástima, pues.

Otro caso, que ya tiene visos de leyenda porque todos la han visto pero no hay evidencia tangible (R sólo pudo ver una breve escena en el youtube ya eliminada) es de sus cintas de vhs con todos los capítulos que grabó de la Serie Rosa (Chesu, pornos, Serie Rosa, este R ya debe estar causando si no alarma en sus dos lectores, tal vez alguna callada compasión). A riesgo de que se derrumbe el mito R -ente prístino, modoso y circunspecto hasta hace no mucho-, R era un consumidor de esa serie erótica. Durante sus años en la secundaria, los lunes tenía que presentarse lo más temprano que pudiese en el colegio (los dos primeros años para lorear y tocar el himno en la banda de música) o en las inmediaciones (los tres últimos para encontrarse con su enamoradita del colegio mixto que quedaba a pocas cuadras y para seguir dándole a la ominosa cadena arrastró); decía que en su última etapa estudiantil R se entregaba al sueño inmediatamente después de ver los goles del programa deportivo previo (si su equipo perdía, se acostaba antes, arrullado por algún libro de hasta entonces difícil lectura), pero no sin antes haber programado el vhs y la tv ubicados en la sala de la casa de sus padres, previos cálculos bastante generosos ya que los horarios nocturnos en aquella época de la televisión nacional no se respetaban, con lo que se deduce que los días siguientes R visionaba no solo el capítulo grabado, con la publicidad de rigor, sino que también las secuencias de fútbol internacional del programa precedente y la bendición que el cura derramaba sobre la pecadora teleaudiencia al cierre de la programación.

R no sólo se desprendió o no reclamó sus ejemplares del Chesu (o dejó que se lo llevara el ropajero u olvidó para que envolvieran pescado con ellos), ni sus videos guardad celosamente el secreto (que un amigo le propuso alquilar para hacerse de un dinero extra), cuyas cintas dejó enmohecerse o regrabó encima de ellas. R nunca fue de guardar recuerdos materiales (tarjetas, peluches, fotos, e-mails enviados y recibidos, etc), más allá del tiempo que legitimaba su atesoramiento, periodo algo arbitrario, sujeto a alguna intuición que evitase lastimar la susceptibilidad ajena (un luto respetuoso) o lo que era peor, la propia, en cuyo caso la celeridad con que llevaba a cabo su tarea de ilusionismo sin retorno (hoy lo ves, mañana ya no) demostraría cuánta carga negativa cobraban esos objetos para él. ¿Tampoco fotos? R tiene en algún lugar los negativos o en su defecto algún inhallable cd con las fotos digitalizadas. La Navidad que se avecina, por ejemplo, es un buen pretexto para aligerarse de cosas que ya perdieron su significado y que adquirirán uno distinto en otras manos.

R recuerda que leyendo “El amor en los tiempos del cólera”, la novela de García Márquez recientemente llevada al cine, encontró en la actitud de Fermina Daza hacia su hasta entonces idealizado Florentino Ariza, la cuestionable justificación de lo que R asumiría como una filosofía de vida o parte de sus convicciones poco convincentes. Fermina desilusionada ante las fachas vueltas a ver de su pretendiente, decide poner fin a tan descabellado romance y le pide a un descorazonado Florentino la devolución de todo cuanto le dio. El mozalbete, reacio a en un primer momento de desprenderse de las cartas que le dedicara Fermina, será convencido por la sabiduría materna. R está persuadido de que quien quiere martirizarse con el recuerdo ajeno, o trazarse la meta de recuperarlo, puede prescindir de lo que la otra parte de su puño y letra trazó, de lo que su gusto personal escogió, de la foto que atestiguó esa fenecible unión.

Lamentablemente R no ha encontrado quien comparta su peculiar filosofía o que siquiera la respete civilizadamente. Moralmente se sabe incapacitado para reclamar por lo que dio, pero sí en el deber de devolver lo que le fue dado o alejarlo de su entorno, volverlo invisible, eliminarlo. R no se ha topado aún con quien le dé la razón a la frase garciamarquezca, palabras más, palabra menos, uno que otro añadido: las cartas, e-mails, son del que las escribe, por eso es lo primero que se devuelve cuando hay una ruptura. Sin embargo es una verdad incuestionable aquella otra: la gente que uno quiere debería morirse con todas sus cosas. ¿Qué viene a ser la ruptura entre dos seres que se amaron sino la muerte simbólica del uno para el otro?

El martes último también fue feriado para R. El único libro que le quedaba por leer era uno que había comprado en la FIL que fue relegando prejuiciosamente y porque misteriosamente otros libros que fue adquiriendo le interesaron más. “Pequeñas infidencias” es el título del librito de marras que R leyó de un tirón ese día. Como es vox populi, su autor, Beto Ortiz, en otro alarde de exhibicionismo tan típico en él, del que lo salva su prosa y estilo particulares que se dejan atisbar en su correo diario, brinda a sus lectores un muestrario e-mailístico de ida y vuelta durante su exilio involuntario que mantuvo con cinco personajes (previa autorización de los involucrados, amparados eso sí bajo un pseudónimo), el primero de los cuales, Lord, es nada menos que Jaime Bayly.

Otra vez el disparadero de la memoria de R se activó apropósito de la lectura de ese libro y no sólo por las menciones elogiosas o rajonas a diversos y dispersos escritores que R lee (Bolaño, Paz Soldán, Bryce, etc.), sino por todas las palabras gastadas, dispuestas con cierto orden y concierto para suscitar la reacción esperada en una remitente que R desplegó en la prehistoria de un amor (y los primeros meses de la historia de amor en sí). R recordó los innumerables e-mails que intercambió con L durante varios meses del año 2000, cuando aún tenía su cuenta del LatinMail o se citaban en el LatinChat.

A R se le hizo una necesidad escribirle a L, y leerla también, una manera de acortar distancias, sentirse próximos. Un día L le contó que guardaba todos los e-mails que R le enviaba, así como las postales electrónicas que R aprendió a buscar en la red y que pensaba podrían gustarle a L (los dibujos, pinturas, afiches y fotos de gatos eran infaltables). L los imprimía y conservaba, llegando a juntar tres archivadores. Cuando llegó el primer hecho inevitable, que R y L se enamoraran, quizá ayudados por sus misivas, L le mostró a R, por un ratito nada más, los tres archivadores que salvaguardaba con celo, para que los hojeara. L se negó a prestarle siquiera uno, ya que temía, y no estaba del todo equivocada, que R no se los devolvería con el cuento ese de la novela de Gabo y la confesión de R con respecto a los regalos recibidos de sus ex. ¿Excentricidades de un aspirante a escritor?, quién sabe. Incluso R se puso más que latoso queriendo hacerle jurar que quemaría todo aquellos correos en el supuesto negado (inmortales descartables) de que algún día su amor fuera a finalizar.

L era una cachivachera confesa. Tenía su diario de adolescente, los regalos de sus ex, coleccionaba diversas revistas de moda, los juguetes de su niñez (sus libros tampoco formaban parte de ninguna colección, convino con R). Un día su mamá se deshizo de una muñeca gigante que L tenía porque le dio miedo al verla en la oscuridad de la habitación. L no tardaría en pedirle a R que la acompañara a la Cachina de las Malvinas para buscar una parecida. Fue angustioso para R haber gastado más de lo necesario en algunos cds originales lo que le impidió pagar el taxi de retorno y en cambio tuvo que vérselas en la combi con L en el asiento delantero, agarrado de la frankesteineana muñeca que por su hierático e inexpresivo semblante, parecía su hija fosilizada, salvo por los ojitos aguamarina que seguramente había sacado a la mamá, que no precisamente era L, porque qué madre no carga a la hija. Qué roche. Pero qué tierno, por no decirlo de otra manera, ver que L guardaba la entrada al cine de la primera película que vieron juntos, o las de los conciertos a los que iban, o los boletos de los viajes que hacían, los pases a museos de sitio, etc. Guijarros que arrastraban los ríos y el mar, conchas marinas sabiamente escogidas, souvenirs, fotos, peluches. R también decía coleccionar su parte, de forma precaria, obviamente, incluso podía ufanarse del dudoso privilegio de guardar el recibo del primer telo que visitaron. Qué roche, diría L.

Alguna vez a R se le amontonaron algunos semanarios de un par de diarios: el suplemento Domingo de La República y la revista Somos y el Dominical de El Comercio. Una parte se las legó a L, antes de la ruptura, la otra parte iba en aumento hasta que un día, con el fin de hacer espacio a su gato Aryel, más conocido como Arello, R se sumergió en sus páginas antes de botarlos. Recortó algunas fotos (como una que luego escanearía de Arguedas con su gata), tomó algunos apuntes para lo que pensaba sería un post evocativo. El ánimo no le daría para tanto. Fue derrotado por la nostalgia. Los vestigios de un pasado compartido que se adhieren al periódico de ayer, le fueron imposibles escribirlos.

R es un convencido de que sólo la ficción puede exorcizar los momentos menos amables y trágicos que forman parte de la experiencia pasada. Responderse cuántos cuentos, crónicas del embozado yo, falsos ejercicios estilísticos, etc. serán necesarios para poner fin a esa tarea, le es difícil precisarlo. Lo más probable es que el día que eso suceda, habrá sido ganado por una ilusión pasajera y posiblemente manco de ojos y ciego de manos ante aquellas obsesiones reestrenadas que en forman cíclica parecen habitarlo.

Alguna vez saltan los libros que L y alguien más le regaló, y con ellos la primera página dedicada, un nombre, una fecha y otra vez a recordar porque R se niega a mancillar ese libro, a arrancarle una hoja, y no sabe, o no quiere saber, que con ello está preservando del olvido una parte de su pasado inscrito en los objetos que más atesora, y que hay cosas imposibles de arrancárselas de la memoria.


Me contó que al terminar de leer su prosopografía, se hizo un silencio sólido en el salón. Pasaron varios segundos hasta que el profesor se decidió a preguntarle si la descripción fisonómica que había hecho correspondía a una persona real. Si esa chica existía. No podía ser de otra manera, convino gran parte de la clase de aquel taller. Era una imagen muy vívida, capaz de materializarse allí mismo, frente a todos. No supo dar respuesta, y no era por querer añadir un halo de misterio, completamente innecesario, ni darle mayor importancia al asunto. Simplemente las palabras no le daban para tanto. Con el correr de las sesiones, y los primeros relatos que tenía que presentar, percibió que ya no eran los rasgos físicos de ella los que se colaban en el papel, sino sus gestos, manías y actitudes frente a determinados estímulos, así como algunas de sus muletillas, todo lo cual ya no daba pie para que le preguntaran por la misteriosa mujer que había plasmado, porque eran características atribuibles a cualquiera. Sólo él sabía la verdad, y eso llegó a atormentarlo cada vez que releía sus escritos. Quiso ponerle fin a este malestar del alma. Se decidió a castigarse en lo que más quería: abandonar la escritura para que dejara de molestarlo quien más había amado. Dos castigos auto inflingidos inconscientemente eran demasiado para él. Ella no tardó en visitarlo en sus sueños, el siguiente paso fue hacerse notar a retazos en unos ojos, boca, cabellos ajenos. Él sintió enloquecer. El insomnio no le alcanzaba para estar despierto a una realidad paralela que no habitara el recuerdo de ella. Volvió a la tinta y al papel: tendría que seguir escribiendo tal como lo había empezado a hacer en la primera clase. Hasta que lo que sus antiguos compañeros y profesor creían que eran cuentos independientes, fue tomando forma en un relato más extenso, decidido como estaba a ser lo más fiel a la realidad, apenas ficcionalizando la participación de terceros en esa trama que ambos, él y ella, conocían, pero que sólo él creía, alucinaba, poder contar. Cuando me tocó visitarlo calculé que aún le falta relatar un par de líneas, aparentemente las últimas. Hasta donde pude leer, ella agonizaba y él, atónito ante el charco de sangre, sintió el peso del arrepentimiento tardío y escapó, dejándola moribunda. Ese era el recuerdo que le perseguía, mezclado con un falso recuerdo, un desenlace que no puede trasladarlo al papel y no sabe el porqué. Yo lo supe desde el primer momento. Tengo otros papeles, en uno de los cuales ella lo describe a él perfectamente y cuyas palabras calzan a la perfección con el tipo de sujetos que le huyen al momento final que elaboraron para sus víctimas. Él no sabe que ella sigue viva, que no murió. Más por un gesto de caridad, por si logra comprendernos desde su ensimismamiento cerril, a ella le contamos que él se suicidó después de creerla muerta, lo cual se ajusta plenamente a su actual condición fantasmal. Ella no quedó bien del todo de la cabeza, sólo se dedica a escribir incoherencias mezcladas con algunos instantes de lucidez reveladores, como el que permitió retratarlo. Son un par fantasmas que aún no se encuentran en las páginas que siguen escribiendo, y esto de alguna manera me apena: que penen ante la página en blanco en la que se ha convertido sus vidas. Tal vez yo debería darles el sosiego que tanto ansían sus estragadas mentes. Me pondré a escribir.

Los hombres duros recogen las migajas de la memoria sin una
...........................................................................................queja

Roberto Bolaño, La Universidad Desconocida


Te olvido para que me recuerdes

6.

Hoy decidí ventilar mis recuerdos. Airearlos lejos de ese ambiente que, por no tener otra denominación mejor, llamo morada, vivienda, domicilio. Debería decir lejos de mi casa, del moho que sólo yo percibo, del aire viciado que me abotarga, pero a mi edad pocas cosas le pertenecen verdaderamente a uno que no conciernan al fuero de los recuerdos. No puedo preciarme de memorioso ni fisonomista, pero sí dotado de cierto instinto para deambular a mis anchas por esta ajetreada ciudad -que cada vez se me hace más caótica- y encontrar un espacio que se conecte con el pasado, un rostro que convoque otro: uno que me sea conocido, familiar o añorado.

Al salir no tenía un rumbo fijo, menos un propósito o itinerario. El azar se confabuló con un anuncio publicitario, convocó recuerdos, me encaminó: las puertas abiertas, el ingreso libre; un saludo y una venia que respondí en iguales términos. Por sobre un murmullo, una voz que intentaba ser amable, quizá condescendiente. Yo ya no podía escuchar a nadie que no sea a mí mismo y sus múltiples yos. De un gesto zanjé cualquier cuestión que tuviera que ver conmigo y me puse detrás del último de la fila, pero no de una fila cualquiera como después se me revelaría.

No podía calcular cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había hecho una cola tan larga como esta, que no fuera para entrar a una sala de cine y ver una película en día de estreno. La mayoría de transacciones, pagos de servicios, los efectuaba desde un cajero automático o a través de Internet. En el mejor de los casos, bancos u otras entidades brindaban asientos y una o varias pantallas para cotejar número y/o letra en el minúsculo papel impreso que se nos había proporcionado a la entrada y que indicaban el turno y la ventanilla a la cual dirigirse. Debía tratarse de un día especial porque escasos asientos estaban ocupados y ninguna pantalla funcionaba. La mayoría de personas sobrellevaba su impaciencia de pie. Yo tampoco quise tomar asiento porque algunos pasos delante se me redibujaba un perfil juvenil familiar.

Hice zapping mental por todos los rostros de mujer joven que me marcaron o cobraron cierta relevancia en mi vida. No fue difícil hallar uno que se le asemeje, o así quise creerlo; las voces en mi cabeza demandaban una situación real. Este tipo de esperas, suerte de paréntesis en el quehacer cotidiano, la gente les saca partido a su modo: escuchando sus canciones favoritas, leyendo algún libro o apunte, o simplemente recordando, como yo, ahora, gracias al pretexto brindado por aquella desconocida.

4.

–Parece que nadie va a venir –dije como al descuido. Era evidente que me dirigía a ella, quien en esos momentos había dejado de leer un pesado libro que colocó en el asiento contiguo, A mí me pareció más bien que lo releía, que revisaba ciertos pasajes por la manera en que se salteaba las páginas y tomaba apuntes en un papel aparte. Solté mi frase en el momento que ella dirigía la mirada con dirección a la puerta, donde inevitablemente se toparía con mi presencia.

–Así parece –dijo quedamente acompañado de una mueca de fastidio. No podía desaprovechar la oportunidad y dejar su frase en el aire, debía transformarme en su receptor, dar pie al diálogo. Busqué su atención:

–¿Es la primera vez que vienes? –aventuré a preguntarle. –Yo sí…

–No, es la segunda –me respondió girando el torso hacía mi ubicación. Sobre sus rodillas descansaba un bolso negro de tela.

–¿Estás acá por algún familiar? –continué con el interrogatorio hasta ese momento presupuestado, ya que algo me decía que no podía tratarse de una enfermera.

–Sí. Por mi abuelo que está enfermo. Con mis hermanas menores nos encargamos de cuidarlo.
Percibí su tristeza. De cuánto quería a su abuelo materno me enteraría después, así como los detalles penosos de cómo la enfermedad galopante minó su memoria. Del hombre bonachón y afable que le leía sus primeros cuentos cuando niña, sólo quedaba el imborrable recuerdo. La abuela hacía tiempo que había fallecido. Sus padres estaban separados.

–Tienes algo que vas a atesorar por siempre –dije bastante conmovido por su historia.

–Por supuesto –asintió. –Bueno, hasta que a mí también se me borre el casete –añadió con una risa algo amarga tras un breve silencio.

Creo que percibió mi desconcierto. Se trataba de un rasgo propio de su carácter, del que luego me enteraría: No era dada a exteriorizar sus sentimientos de pena, si estos afloraban (es más fácil sincerarse con un extraño, me diría tiempo después a modo de justificación), en el acto ironizaba sobre su naturaleza. Pero no le faltaba razón. Si el abuelo tenía Alzheimer, los hijos y hasta nietos podían heredar esa enfermedad. Luego de decirnos nuestros nombres, Niobe pasó a paladear la peculiaridad del mío: Teruel, repitiéndolo varias veces.

–¿Y tú también estás por un familiar? ¿No me digas que eres el médico de las charlas y tú bien sentadote, afanándome? –me inquirió risueñamente para de inmediato ponerse seria e interesarse por mi respuesta.

Dominé mi perplejidad y le conté mi parcial versión de los hechos. Al terminar de responderle, algo en ella consideró felicitarme. Dijo en cambio que mi familia era rara por no haber mandado a un asilo a Carmela, la otrora nana de la familia. Mi querida Carmela y su peculiar acento que alimentaba mi imaginación infantil.

Actualmente trato de rememorar la versión completa de los hechos y cómo forcé aquel encuentro que poco tenía de casual. Una voz que me interpela, nítida, se desanuda, fluye, me ensalma.

1.

Aquella tarde llegaste a la casa de tus padres para instalarte en el refugio de tu antigua habitación. No tuviste necesidad de preguntar por ellos. Sabías que no estarían, tan crédulamente necesarios que se sentían -especialmente tu madre- en el apoyo y cuidados de la hija menor y su estrenada maternidad.

La noche anterior habías discutido con Farah, tu novia. Sus amenazas se materializaron al día siguiente. A media tarde, muy educada ella, con una llamada al estudio te notificó su partida: luego de meditarlo, en esos momentos sacaba sus cosas, se despedía de ti: que no la buscaras más porque ni ella sabía adónde se iría. Cortó. No te dio tiempo para decirle nada.

Cancelaste todo lo que tenías que hacer y saliste para el departamento en tu auto con la vana esperanza de todavía encontrarla y disuadirla de su decisión. En el trayecto intentaste comunicarte con ella pero su celular sólo timbraba. A medio camino, un atolladero infernal dio pie a maldecir tu suerte, a pensar mejor la situación. ¿Podía haber un arreglo entre ellos? Instintivamente te desviaste de la ruta original. Diste varias vueltas hasta estacionarte cerca de una fachada conocida con la certeza de no querer volver de momento al trabajo ni al vacío dejado por Niobe.

En casa de tus padres, quisiste darle un tono de naturalidad a tu visita. Preguntaste por los otros habitantes de la casa. La abuela sesteaba. En cambio, la nana Carmela estaba despierta, alumbrada quizá por el fulgor de sus propios recuerdos. Consultaste con Rocío, la empleada, si podías verla. Tu interés no era impostado sino genuino. Te dijo que sí y de inmediato advirtió que probablemente no te reconocería. No ignorabas ese detalle en la vida de la octogenaria cabecita blanca que acompañó tu niñez. Entraste a la habitación de tu nana, seguido de Rocío La divisaste sentada en su silla de ruedas viendo y no viendo la televisión. Su contemplación te sosegaba.

Pasó un largo rato hasta que reparaste en la ausencia de la enfermera que tu padre había contratado para el cuidado de la nana Carmela. Rocío no sabía el motivo pero si mostró su alivio ahora que tú estabas en casa porque ya podría pedirte por favor que permanecieras un rato más, lo que tardara en recoger los medicamentos que le proporcionaba el seguro a la señora Carmela. Le dijiste que te diera el recetario y el documento de identidad de la nana porque tú irías.

Ir. Huir. A veces, cuando vas a algún lado es porque estás huyendo de otro. Cuando llegas, implícitamente te estás despidiendo. Farah se fue de ti, huyo de ti, te dijo adiós. En esos momentos ella era movimiento lejos de ti. Tú no querías permanecer quieto a merced de tu inaugurada frustración, debías moverte, asirte de un recuerdo futuro, no acontecido, o vivir como real un pasado imaginario. No hacer planes, porque el que se proyecta en soledad, sólo dispone realmente de los aprestos de su propia muerte, lo demás son posibilidades. Quiéraslo o no, tú estabas vivo, como esa joven de la cola que te rozó con su mochila. Dime si no es igualita a la que crees ver ahora. ¿Qué otra excusa quieres para contarte cómo llegaste a conocerla? ¿Te da vergüenza? Pero si eso puede solucionarse…

2.

Como no conocía muy bien el lugar, dejó el auto en la amplia cochera de la casa de sus padres y abordó un taxi. Reinaba una calma chicha previa a una de las horas punta, así que no hubo mayores demoras en el traslado. Llegado a su destino, consultó una vez más el papelito con la dirección exacta y repasó con la memoria los datos dados por Rocío de cómo llegar a la farmacia exclusiva para pacientes imposibilitados de valerse por sí mismos. En la puerta de entrada, la seguridad del local terminó por despejarle cualquier duda. Antes, un desconocido le puso en las manos un volante que sin leerlo llevó directamente a uno de sus bolsillos del saco hasta que encontrase una papelera donde echarlo.

Una vez dentro del recinto, le inquietó ver entre quienes hacían cola como él -para dejar el documento y el recetario del paciente-, y los que esperaban -sentados unos, de pie otros- el llamado para recoger las medicinas, a ancianos que no deberían estar en esos trotes, quienes en el futuro también se verían lastrados por la enfermedad. También vio a mujeres vestidas con un atuendo similar a los de una enfermera, como podría ser el caso, pensó, del personal que atendía a la nana Carmela. Pero si alguien se distinguía en esa pequeña multitud, que se diferenciaba por su aspecto y talante abstraído, era una joven, adolescente quizá, que esperaba sentada leyendo un libro.

Más de una vez alguien ubicado detrás hacía sonidos que podían significar cualquier cosa menos su verdadera intención (que avanzara), de tan impactado que estaba ante la visión de esa chica. Decidió tratar de memorizar sus rasgos, dibujarla en la memoria: su largo cabello negro que caía formando ondas por debajo de sus hombros, enmarcaba un rostro ovalado de tez clara; largas pestañas, boca pequeña; labios delgados apenas separados. Daba la impresión de que estuviera inhalando por la boca el oxígeno que emanaba de las páginas del libro que asía con sus manos pequeñas de dedos afilados y uñas recortadas. Algo o alguien la sacaron de su ensimismamiento. Sus ojos luminosos parecieron sorprendidos por la ficción poco amable de la realidad. Por el altavoz emitieron un par de apellidos que la concernían. Con movimientos ligeros se puso de pie, cerró el libro y lo colocó en el asiento que ocupaba y encima, en precario equilibrio, la mochila -pesada a la vista- que hasta ese instante reposaba en el suelo.

Cuando Teruel tuvo que hacerse atender en la primera ventanilla de ese pequeño circuito, la perdió de vista. Minuto, minuto y medio después, le dijeron que esperase su turno para el recojo de las medicinas. Cuando se dirigió a las hileras de asientos, la encontró nuevamente sentada junto a la puerta, acomodando o reacomodando algo dentro de su mochila. Permaneció de pie cerca de ella. Justo en ese preciso instante, personal de la farmacia pegaba unos papeles impresos en las paredes y el resto los repartía a los congregados. Se trataba de un comunicado con los horarios del próximo curso para los encargados de cuidar a sus pacientes. Teruel vio el interés reflejado en el rostro de la muchacha, traducido en algún tipo de consulta a quien le ofrecía la hoja informativa, y dándose por satisfecha con la información adicional recabada, se dispuso a partir. En el camino golpeó a un extraño con su pesada mochila colgada de un hombro, murmuró unas disculpas a nadie en particular y prosiguió su ruta.

Teruel la siguió a prudente distancia hasta las afueras del local. Un tipo de peinado y atuendo extravagantes, vistos a alguien o a un grupo en alguna parte, y que tenía imprudentemente estacionada su moto, la llamó con un silbido. Ella pareció dudar, hasta que pasados unos segundos se le aproximó puso su mochila sobre los hombros del sujeto y acomodó detrás. Ninguno llevaba puesto el casco protector. Cuando arrancaron, ya era demasiado tarde para que el policía más cercano se diera por enterado. Teruel vio que la moto no tenía placa. Pensativo, retornó en pos de las medicinas de la nana Carmela, se llevó las manos a los bolsillos del saco y sacó de ellos un par de papeles: el volante que le habían dado al ingreso con el anuncio de los servicios ofrecidos por una casa de reposo y, como si se tratara de un billete premiado de lotería, el comunicado del curso a llevarse a cabo dentro de un par de días (viernes a las 7pm), fecha en que si la fortuna le era propicia, Teruel esperaba encontrar a la muchacha (ya iba perfilándose la idea de qué hacer mientras tanto). No era una deducción descabellada, en todo caso nada perdería asistiendo. Además, no tenía ningún plan en el corto plazo salvo olvidar. Olvidar a Farah se vislumbraba una ardua tarea. Y a partir de ese día, recordar a Niobe sería un dulce condena.

5.
Continuará...


Te brindas a la noche
dosificas tus orgasmos
Te ofrezco un sueño
y mezquino un amanecer

Mi insomnio se ha petrificado
ante la visión de tus pesadillas
Hay envidia, deseo
Tú duermes



Hasta el q-rrículum!

Insomne a destajo
Falso suicida
Alcohólico frustrado
Titiritero del miedo

Palomilla sin ventana
Eyaculante tardío
Orador de cine mudo
Embajador de la Luna

Catastrofista de puro optimista
Escéptico diletante
Triste de tan alegre
Contento de tan poco feliz

Personaje apócrifo de sí mismo
en busca de su autora intelectual
Bombero de infiernos ajenos
Aprendiz de aprendiz



Sembrar el desierto
Arar el cielo
Acuarelar un espejismo
Desalinar el mar

Volar en el subsuelo
Moldear el aire
Celebrar tu orgasmo doble
con otro, y otro más

Amordazar mi orgullo
Ser gato y ladrarle a la Luna
Perderte para encontrarte
Ser otro y el mismo a la vez



Fin del segundo acto
Íntimos aplausos
Me incertidumbro
Velo tu sueño

Por toda compañía
tu libro de tapa dura
mis hojas de letras marchitas
y un bolígrafo moribundo

La luz proviene
del televisor encendido
El sonido es el que emites
mientras dormitas

Profieres un nombre
¿El mío en una lengua desconocida?
Reverdece mi imaginación
Capto tu ironía
Escribo



El espejo nos devuelve
nuestra imagen acoplada:
Una postal porno en movimiento

Son nuestros dobles
que sonríen al principio
para luego enseriarse

(No dejamos de atisbarnos
con el rabillo del ojo)

La escena de este lado se repite
De tan concentrados que estamos
ante esa doble visión,
íntima y externa,
improvisar se hace indispensable

El encuadre ya no es el mismo
Cedemos al placer
El vidrio se hace de papel
Algo se triza, moja
Estalla en mil pedazos
Corre tinta
y piel



Quien quiera esculpir la belleza
en la muralla de la indiferencia
por más que se parapete en su arte
no podrá prescindir del amor

Quien quiera escribir un verso
sin pretender hacer poesía
empezará rescatando del falso olvido
la prosa del un pasado amor

Quien quiera retenerte a su lado
te tallará con punzadas de afilados dedos
concertará un poema que hablará de amor
y tú te la creerás



Aún hay huellas
donde fue abolido el abandono
y extirpada la tristeza
El futuro es apenas el segundo después
del instante padecido

Un calma efímera ganada a pulso
y un paréntesis dentro de otro
los exhibes cual trofeo
ganado al tiempo

Proscrito setiembre
cancelados los domingos
desgastas el otro lado de la cama
y reaparecen tus laboriosos orgasmos

Ante el inventario del despojo
se instala una sospecha
Nada tiene cambio aparente
Lo dicen las esquirlas del ayer
Reciclas tu soledad


...

Cualquier parecido con la irrealidad...



R se confiesa fan de Roberto Bolaño, escritor chileno que falleció hace 3 años víctima de un cáncer hepático, a la edad de 50 años y que no tardó en convertirse en un autor de culto. Meses atrás (abril) R, asiduo lector de blogs literarios y secciones culturales de diversos diarios, se enteró de la publicación de dos nuevos libros póstumos de Bolaño. Tiempo después (mediados de junio), cuando visitó una librería capitalina, R los vio, hojeó, sopesó sus bolsillos, y si no agachó la cabeza, desmoralizó y/o ruborizó fue porque sabe esconder sus emociones, aunque no cree reprimirlas (están allí, camufladas si se quiere). Como nunca le gusta retirarse de una librería sin haber comprado nada, ese día R adquirió tres libros de autores peruanos (una novela, una nouvelle y un libro de relatos). Días después R visitó Quilca. Su “caserita 2” con la lista de novedades en mano le ofreció pedirle, si quería, los famosos libros con un descuento del 15%. R tomó la lista y se le encendió la mirada al leer la reposición de “Llamadas telefónicas”, el primer libro de cuentos y relatos de Bolaño que había leído en versión e-book. A R le tincaba que su “caserita 1” iba a tener ese y los demás libros del chileno, y como aún no tenía prisa, ni dinero (menudo detalle), aprovecharía el descuento mayor con que siempre era beneficiado, lo cual sucedería parcialmente: A la semana R compraría el antes mencionado libro dándose momentáneamente por satisfecho (los otros no los tenía).

R cifró sus esperanzas de encontrar los benditos libros en la tradicional feria del libro; planeó incluso asistir el día de la inauguración, visitar el stand que importaba los títulos de Anagrama, hacer sus primeras compras para luego acudir a la anunciada presentación de un polémico libro, cuyo autor nacionalizado mexicano nunca arribaría al país; de R podría decirse que ese día y el siguiente se hallaba no habido en el mundo de los sanos: Dos días estuvo en cama víctima de una infección intestinal, padeciendo fiebre y escalofríos el primer día y desmejorado los siguientes, lo que le imposibilitaría también de acudir al cumpleaños de A. Ese jueves R habló por teléfono con K. Él le contó su estado enfermizo, ella le comentó el gusto que, pese a los finales abiertos de un buen número de relatos, le había dejado el Bolaño de “Llamadas telefónicas”. R no ocultó su complacencia ante el placer compartido que suscitaba la lectura de uno de sus escritores favoritos. Al día siguiente, en fase de recuperación, como R no tenía ninguna nueva lectura que acometer, se decidió por releer el libro que a K le había gustado y fue como recuperar intacto un pasado de letras indelebles; se reencontró con aquellos pasajes y situaciones que K le había mencionado, afirmándolos en su memoria para posteriores charlas. Algo repuesto, R fue al tercer día de la feria, fecha en que las principales ofertas ya habrían sido previsiblemente aprovechadas. En el stand de Océano constató lo siguiente: El secreto del mal: agotado. La universidad desconocida: un único ejemplar bastante manoseado. Para otra vez será, se dijo un estoico R.

Ocho días después de finalizada la feria, un lunes para ser más exacto, R decidió darse una vuelta por Quilca, vio que el stand de su “caserita 1” estaba cerrado, compró a buen precio de “caserito 3” la novela de un escritor boliviano, y se dirigió adonde su “caserita 2” para encargarle los libros de Bolaño, decidido como estaba a tenerlos de una buena vez. “Caserita 2” hizo algunas llamadas bastante desalentadoras porque o bien no le contestaban o el tono era vacilante del otro lado del hilo telefónico (¿podían o no conseguir libros, siquiera uno de ellos?). En resumen, un mensaje de texto le noticiaría a R que los libros de Bolaño estaban agotados. Tres días después, y resignado a rembolsar el precio de librería de los libros de Bolaño, R volvería a ver a T, y con este segundo reencuentro de agosto, bien podría iniciarse otro relato, cargado de emociones intensas y final medio triste, esto debido exclusivamente a la personalidad escaldada de R, no a T.

Pero bueno, abreviemos: Ese jueves R y T despejaron brumas de ayeres recalcitrantes, absolvieron malos entendidos y… eso y más: Se citaron para el sábado, que no estaba muy lejos, y la buena estrella de T se derramó sobre R ese día, a quien, supersticioso como él solo, se le ensombreció la mente cuando se le desató el pasador del zapato izquierdo, pero tenía El secreto del mal en su mano (“caseria 1” tenía los libros de Bolaño y un libro de Coetzee que a R le faltaba. La Universidad Desconocida se lo iba a reservar porque no disponía de efectivo, todo esto acaecido entre bromas que T, "caserita 1" y esposo le gastaban a R). O sea que nada malo podía pasarles, al menos ese día en que compartieron una cena deliciosa que T invitó. R se encargó del resto de la noche, pero como los días de buena suerte acaban a las cero cero horas, y R con sus insomnios y humor fluctuante simplemente la caga, este relato debería acabar a las dos de la mañana de un domingo en que R y T se despiden fríamente.

Sería muy penoso que las historias reales no continúen más allá del punto final que se digita en un diario virtual o inscribe en el papel. R y T no se han visto desde ese día, un simulacro de fin de mundo hizo que intercambiaran mensajes de texto preguntándose si estaban bien (diagnóstico: sanos y salvos pero distanciados). Un mañanero (irónica palabreja) partido también los congregaría frente a la pantalla de sus celulares, y nada más, o sí, pero no importa, porque sucedió antes y T no tenía como saberlo: R adquirió el martes de esa semana que fenecía el libro de Coetzee y le volvió a decir a su “caserita 1” que ya volvería por el otro libro de Bolaño. Minutos después, R enrumbaría a su casa con dos libros en el maletín: “Caserita 1” le dijo que se llevará nomás el libro, que ya le pagaría cuando volviese, que no se preocupara. R no se hizo de rogar, pero antes de la fecha pagaría esos 98 soles, saldando una deuda (vigorizando la palabra empeñada) pero persistiéndole otra y es que extrañar cuesta, y el extraño que extraña tiene una deuda impagable con la vida y su puto orgullo.

Desde un décimo piso, la entrañable Na le ha dedicado un post a R y la proximidad de su cumpleaños número 30. En otras circunstancias, recordarle a R que pronto será un “alguien” de las tres décadas equivaldría a la ofensa de decirle un “cualquiera” de la tercera edad.

R de buena gana seguiría los consejos de Na y estaría presto a recibir en noviembre a dos adolescentes quinceañeros o a tres prepúberes latosos, pero cree que los ojos de estos cinco desmembrados seres tendrán sus fatigados ojos, la malicia preotoñal, la gravedad de un guiño insolente.

En un ejercicio de la memoria, R recuerda que sus 15 fueron jodidamente divertidos, obscenamente felices. Que lo encare una doble felicidad pasada, así, de sopetón, sin los dilemas existenciales propios de esa edad, le resultaría intolerable moralmente, más aún cuando siempre habrá chicos y chicas a los que el mundo les hiere por todas partes, mientras a él ni cosquillas le hizo.

Su primera decena de años se revela brumosa, casi mítica, y por tanto cercana a las deliciosas elucubraciones de Na.

Pero ni los recuerdos ni los ojos de R han sido sepia alguna vez, ni siquiera en las fotos de su niñez: siempre tendrán el barniz protector de la a veces útil experiencia.

Y como el futuro tampoco le angustia, R quiere decirle a Na que cuando se es personaje se ostenta la edad inalterable que se tuvo en la última página -o en la que más nos conmoviese- que nos nombró: la última mención antes que, por ejemplo, Santiago Nassar expirara, o el momento clave en que Cayetano Delaura quedara prendado de Sierva María, equivale a los años-vida que siempre tendrán estos entes imaginados y no por ello menos reales.

(Como si de un juego metaliterario se tratase, el personaje R ha mencionado dos personajes de la novelística garcimarquezana porque sabe que al personaje Na le fascinan.)

Así pues, por más que volvamos a releer innumerables veces a Bryce o Vasconcelos, ni Julius ni Zezé adoptarán edad adulta en nuestra sabiamente enriquecida y fértil imaginación dentro de las páginas que los cobijan.

¿Qué le propone R a Na? No es fácil, o quizá sí: Quiere que Na lo recuerde con la edad invariable de cuando lo vio aquella vez (la primera y hasta ahora única página escrita que los hizo coincidir en una trama en común), hace casi dos años, en alguna hoja de algún librito de carillas apenas legibles que consignaba el nombre de este personaje (un tal R) y como edad los veintiocho.

Datos que jamás desmentirá la brújula del tiempo (o cronobrújula), aparatito que conoce de tiempos y espacios, como los que se conjugaron y garabatearon en la céntrica ciudad, un imborrable anochecer decembrino del 2005; que aún se está escribiendo, descrifrando.

Durante mis dos únicas visitas, estos son los libros que adquirí en la 12ª feria internacional del libro (cualquiera diría que son parte de algún estado de hibernación):

El Conquistador de Federico Andahazi.
El enigma de París de Pablo de Santis.
El susurro de la mujer ballena de Alonso Cueto.
(Estos tres libros se los compré a mis caseritos de Quilca, stand Disbook Junior, a quienes pese a la rebaja, les tiré arroz a aquella antología titulada Disidentes que me ofrecieron, ya que he leído la mayoría de cuentos que incluye el editor.)

Radio Ciudad Perdida del norteamerincaico Daniel Alarcón (segundo libro más vendido en la feria). En lo mejor de la lectura de esta novela me di cuenta que al ejemplar que había adquirido en el stand de Santillana (editorial que no suele distribuir sus novedades a mis caseritos de Quilca, aunque brindaron un nada desdeñable 20% de descuento mínimo) le faltaban cuatro páginas, así que en mi última visita tuve que exigir el cambio respectivo.

Pastoral Americana de Philip Roth, a mitad de precio en Punto de Lectura.

La musa travestida de Leonardo Aguirre (que no se me juzgue por ello).

Pequeñas infidencias de Beto Ortiz (ídem). Los de Estruendomudo ofrecían una para mí desfavorable oferta, salvo que me hubiera acollerado con alguien y compraba dos ejemplares del libro de Ortiz u otro título que perteneciera a esa colección de páginas plomizas y diagramación parkinsoneana: 2 x 30 soles! (Por cierto, en mi recorrido final aprecié que Arnie Hussid acaparaba mayor atención de la concurrencia y firmaba más de “lo que se llame” en comparación de Ortiz concentrado en un único interlocutor.)

Séptima madrugada de Claudia Ulloa Donoso. No soy su hincha, pero estoy en vías de. En una rápida ojeada, aprecié que mi pata Manuel -mejor sea dicho su nick- ha quedado inmortalizado en las páginas de este libro/blog (sección "Caja negra").

El invierno en Lisboa de Antonio Muñoz Molina, el mismo escritor español autor de El jinete polaco, Plenilunio, Beltenebros, Carlota Fainberg entre otros. Lo encontré en el stand de Planeta. Tengo las mejores referencias de esta nouvelle y de la adaptación cinematográfica.

El huevo de la iguana de Carlos Calderón Fajardo. La gentita de la Editorial San Marcos son unos roñosos, me tinca que no me rebajaron ni un céntimo este libro que pertenece a su colección Diamantes y Pedernales. Apuesto que al mismo precio lo encuentro en su local de Wilson. Pensar que el libro de ensayos de Miguel Gutiérrez, El pacto con el diablo, me costó 25 soles en Quilca forever (cuesta 50 lucrecias).

El camino de regreso de José de Piérola. Con mi compra, además de leer –no sé cuándo- otra novela sobre los años de la violencia, supuestamente he colaborado con el Plan de dotación de bibliotecas del Grupo Editorial Norma.

También aproveché para comprarle a mi compinche por su cumple una novela de Javier Marías: Mañana en la batalla piensa en mí, que espero le guste.

Y nada, hasta la próxima feria, o sea hasta que mis pasos me guíen nuevamente a Quilca o Crisol o El Virrey o a… no, a Amazonas no vuelvo más.



Revisa la lista con los pacientes del día. Ubica un nombre más que familiar: pese a haber sido la primera en llegar, no la atenderá hasta el final, cuando, guardando las formas, se despida de Sandra en su papel de eficiente asistenta, y sea todo oídos.

Pasa revista a las historias clínicas. Observa las fotos de rostros simétricos, como sacados de un catálogo de ninfas y efebos terrenales. Suele recibirlos con el profesionalismo que dicta el oficio, en un ambiente facilitador de las más inquietantes confesiones; casi en penumbras para que entren en confianza y descarguen sus emociones. Invariablemente les dedica una hora.

Entre paciente y paciente se toma un descanso. Acude a los servicios higiénicos de uso personal; se lava las manos, refresca la cara y enfrenta al espejo; a la imagen que le devuelve cada una de sus cicatrices: las más antiguas producto del accidente automovilístico de cuando era un infante de perfil normal; y las no tan recientes, suerte de relieves encarnados donde se desvían infaltables lágrimas de dolor físico, no psíquico, al fin y al cabo dadoras de placer, que suelen integrarse periódicamente al conjunto original, previa cita, al contrario de la fatalidad o la felicidad que no se anuncian ni dejan su nombre impreso; simplemente se padecen o disfrutan. En su caso, todo -lo imprevisto o lo notificado- ha sabido sobrellevarlo acompañado de cierto espíritu profesional de hombre curtido en los avatares de la existencia humana.

Demora la mirada en su rostro: cuán diferente es al de sus pacientes, mas él está libre de complejos (piensa en lo afortunado que es al tener una esposa linda, a quien nunca se cansaría de lucir); ellos no (¿no es este un mundo al revés?). Ellos cargan con la culpa de ser terriblemente hermosos y todas las consecuencias que en esta ciudad de gente mayoritariamente “normal” tienen que pagar: a ellas nadie las toma en serio, a ellos los tachan de gays; unos y otros son relegados a la categoría de mononeuronales y sus capacidades intelectuales puestas permanentemente en duda. Por lo general son proscritos a oficios donde emitan el menor número de monosílabos; de cara a una cámara fotográfica o de video; como decorativos anfitriones o, en el mejor de los casos, atornillados recepcionistas. Hasta no intuirse curados, palian su soledad emparejándose con personas poco agraciadas, feas a secas, que terminan por tiranizarlos. Un roto para un descosido, sí, pero ¿quién es el roto, quién el descosido? ¿El o la de belleza insípida y devaluada, o el o la de talante inarmónico pero altivo? Trabalenguas que él se propuso allanar no en el campo de la sintaxis sino en el de la psiquis.

¿Será por eso que lo buscan? ¿Porque su aspecto les brinda una seguridad que no hallan en su entorno? (menos en el tiranuelo, roto y/o descosido, de turno). Obviamente porque está dotado de una paciencia infinita, entrenada y capacitada (una especie de zurcidor de conciencias atormentadas). Sabe escuchar, mostrar interés, solidarizarse, cualidades que se están perdiendo en un mundo de seres egoístas, de personas que hablan mucho y dicen poco, o domina la inexpresividad; un mundo meramente virtual, donde las relaciones interpersonales se procuran a través de la internet, por el chat.

En ciertas ocasiones le piden tocarlo, él se deja hacer; "y todo por el mismo precio", ironiza. Ha llegado a pronosticar en ese pedido de palparlo la génesis de la eventual cura, por lo que una o dos sesiones después, invariablemente da por finalizada su relación con el privilegiado paciente porque sabe que podría ser deliciosamente contraproducente.

Lleva varios minutos encerrado. Percibe por el ruido existente al otro lado de la puerta, que la última de sus pacientes, una vieja conocida, ya ha ingresado al consultorio. Como ha venido ocurriendo durante las sesiones anteriores, ella habrá encendido las luces y negado a ocupar el lugar asignado en el diván. Lo esperará a pie firme, no porque tuviera gollerías que otros pacientes careciesen, tampoco sería justo denominarlo un comportamiento producto de inveteradas costumbres que sólo él podría conocer y tolerar, sino por hallarse en una inaplazable etapa próxima a la cura total.

Sale del baño, la ubica; no puede sustraerse a su belleza. La ausculta con la mirada; se detiene en la bufanda y los guantes que luce. Piensa que afuera es de noche, hace frío y ella todavía podrá disimular bajo esos accesorios su martirizado cuello, los dedos de uñas de otro cuerpo.

La tiene a pocos pasos; quizá sea un signo de anticipada nostalgia lo mucho que le cuesta reconocer su imagen en el reflejo de espejeantes ojos, al hombre que la desposó. La bufanda de Sandra cae al suelo. Él repara en las uñas que cual garfios ha ido revelándole lenta y ceremoniosamente. Esta vez duda en ofrecerle o no resistencia. Suspira pensando que, por llamarlo de alguna manera, pronto tendrá que darle de alta. De todas maneras, como el profesional que es, será todo oídos, y más.

“Lo que tiene de malo la renuncia es que potencia la pasión del recuerdo y de una frustrante ficción. Memoria de lo que fue e invento de una perfección. Lo que es de una bondadosa utilidad en la literatura es, aquí, una ponzoña degradante. Una luz rosada en medio del hedor de un pantano”.

El párrafo anterior pertenece al relato de José B. Adolph “Amigos” (p. 108), incluido en su reciente libro de cuentos “Es sólo un viejo tren” (San Marcos, 2007) que actualmente estoy leyendo.

En lo que va del año, estos son algunos libros que disfruté:

RECURSOS HUMANOS
ANTONIO GARCÍA ÁNGEL
PLANETA, 2006



García Ángel es un escritor colombiano que fue elegido el 2004 en el Programa de Maestros y Discípulos de la firma relojera Rolex (The Rolex Mentor and Protégé Arts Initiative) para escribir esta su segunda novela bajo la tutoría de Mario Vargas Llosa. La impronta vargasllosiana de novelas como Pantaleón y las visitadoras y La tía Julia y el escribidor es insoslayable.

Ricardo Osorio se halla infelizmente casado con María Teresa e inauditamente padre de un bebe que le convoca exiguos sentimientos de ternura. Es también el Gerente de Recursos Humanos de La Empresa, cuyas laberínticas instalaciones albergan escondrijos y presencias fantasmales parasitarias.

Del tedio, familiar y laboral, que parece pautar su vida, lo abstraen su naturaleza guasona (que lo lleva a sonrojar a su secretaria Elsy, solazarse en las escaramuzas que propicia y alienta con otros empleados y manipular a sus subordinados) y Ángela, la mejor amiga de su esposa.

Osorio y Ángela son amantes que sacian el deseo insatisfecho de sus respectivos matrimonios una o dos veces por semana en un motel, pero llega el momento en que a uno de ellos no parece bastarle estos espaciados encuentros.

“La crisis vino por cuenta del amor”, parece ser la frase que mejor define la situación de desvalimiento a cuenta del amor de Osorio frente a su amante, a quien le confiesa su amor, pregunta si es correspondido y propone empezar juntos una nueva vida.

Los preparativos para la fiesta del cuadragésimo aniversario de La Empresa serán el marco kafkiano y desopilante que acompañarán los avatares de Osorio hasta el día pactado de la huida. Mas los remordimientos permanecerán siempre latentes y la buena fortuna presta a cambiar de bando.

LA FORTUNA DE MATILDA TURPIN
ALVARO POMBO
PLANETA, 2007



Novela galardonada con el Premio Planeta 2006, muy por encima de sus pares anteriormente premiadas en lo que va de la presente década. Uno de los protagonistas de esta novela define a los Campos-Turpin como una familia reservada e inasequible a los melodramatismos de la consolación. Juan Campos y Matilda son los padres de Jacobo, Andrea y Fernando (los dos primeros ya casados; el menor confeso homosexual). Antonio Vega y Emilia sus inseparables colaboradores. La posición económica de la familia y de sus amigos (suerte de tutores de los vástagos) siempre ha sido privilegiada. Los roles paterno y materno con respecto a los hijos se perciben trastocados en el pasado: a Juan Campos, catedrático de filosofía, le aviene la comodidad de la casa acorde a su perfil contemplativo; Matilde, con sus hijos ya crecidos, retoma su papel de ejecutiva en el mundo de las finanzas. El hijo menor es quien parece sobrellevar mal este orden y sus resentimientos pronto saldrán a la luz y los dirigirá al padre ya que su madre ha muerto; pese a ello, Matilda es una presencia reveladora a lo largo de toda la novela, cuyo carácter se desarrolla en la memoria de quienes la conocieron o creyeron conocerla. La indolencia de unos, la falta de resignación de otros, contribuirán a que el infortunio estalle tarde o temprano, luego de una larga incubación, lo cual se da hasta en las mejores familias.

LA PUTA DE BABILONIA
FERNANDO VALLEJO
PLANETA, 2007



Este documentado libelo ensayístico lo leí hace poco menos de dos meses. Exigió de mí que desempolvara mi apreciada pero relegada Biblia católica para acceder a los versículos que son cuestionados por su falsario tono profético y contrastara las no del todo evidentes contradicciones entre los evangelios. Lo presté a un amigo creyente hace poco más de un mes (aún no me lo devuelve; o bien debe estar sacándole el jugo o ya está convertido en cenizas; espero que mi amigo antes), con las recomendaciones del caso ya que podrían herir su susceptibilidad, a la vez que acorazar su fanatizada fe. Apenas tuve tiempo de tomar algunas notas. Como no es mi intención imponer mi agnosticismo a nadie, desistí en su momento de salpicar con citas ciertos foros donde tendrían celebrada cabida. Pero como extraño mi libro espero que estas líneas sirvan de conjuro y pronto llegue a mis manos.

A lo largo de sus páginas, su autor, el nacionalizado mexicano Fernando Vallejo, Premio Rómulo Gallegos con su novela “El desbarrancadero”, trata de demostrar que Jesús no existió ni en cuerpo y alma según pretenden los evangelistas (“a lo mejor estos nombres designan grupos o escuelas cristianas y no individuos. Los evangelios están llenos de interpolaciones”, dice), ni como espíritu no encarnado según la tesis de los docetistas.

Entre otras cosas sostiene que Cristos hubo muchos y que los evangelios están conformados por una sarta de “estupideces y sabiduría esotérica”. Que las palabras atribuidas al “engendro mitológico de Cristo” no son otra cosa que un “batiburrillo sacado de los libros canónicos y apócrifos de la Biblia hebrea y de la sabiduría popular”: por ejemplo, las parábolas del hijo pródigo y el sembrador provienen de los Jainistas.

De por qué el título: los albigenses, que peroraban contra la riqueza y la corrupción del clero, al papa lo llamaban “el Anticristo” y a su iglesia “La puta de Babilonia”, según la expresión de “ese libro alucinado y marihuano” que escribió San Juan, el Apocalipsis (17:1-5). Vallejo, colombiano de nacimiento, desde las primeras páginas arremete contra los primeros papas, sus vicios y relajadas costumbres, ansias de poder, para sostener que no hay papas buenos ni malos; hay papas peores. Así, Juan Pablo II es motejado como el de la "diarrea canonizadora". Los hijos de Alá tampoco se salvan de su afilada lengua.

Y nada, espero tener pronto mi librito para clarificar los siguientes apuntes que hice en su momento, como aquel donde Marcos cita erróneamente a Isaías, cuando, para ser exacto y confiable, debería haber nombrado a Malaquías (primer versículo del capítulo tercero), propio de un Dios que le habría dictado todo equivocado, mal inspirado. Esa falsa profecía: Mateo (1:20-23) Isaías (7:14-16), ya que una profecía con verbo en pasado no lo es. En Mateo (13:13-15) no habría tal profecía en Isaías. Los oídos sordos no son sólo de los tiempos de Isaías o de Jesús sino de todos los tiempos. O en Mateo (13:18-35) ¿a cuál profeta se refiere?

“Cristo es un engendro fraguado por Roma, centro del imperio y del mundo helenizado, a partir del año 100, juntando rasgos tomados de los mitos de Atis de Frigia, Dionisio de Grecia, Buda de Nepal, Krishna de la India, Osiris y su hijo Horus de Egipto, Zoroastro y Mitra de Persia y toda una serie de dioses y redentores del género humano que lo precedieron en siglos y aun en milenios y que el mundo mediterráneo conoció a raíz de la conquista de Persia y la India por Alejandro Magno”. p. 101

LAS PEQUEÑAS MEMORIAS
JOSÉ SARAMAGO
ALFAGUARA, 2007


De acuerdo a nuestra filosofía de vida, compromiso social y/o mayor o menor grado de cinismo, la contundencia en boca del escritor portugués de frases como "Estamos todos hundidos en la mierda. Y no se puede ser optimista. El optimista es insensible, estúpido o millonario", puede alentarnos a buscar en sus ficciones la constatación de esta y otras sentencias o a preferirlo como hacedor de otras realidades que lo nivelen al criterio estandarizado que tenemos de los Nóbel de Literatura: deben ser buenos.

Tal vez nunca hubiera leído nada de él si no me hubiera sido dado a conocer por la Academia Sueca (a la que también agradezco haberme presentado a J.M. Coetzee, aunque su última novela, Hombre lento, no colmara mis expectativas). Quizá no sería uno de mis escritores favoritos y a quien, como a Vargas Llosa, pondere por encima de sus ideas políticas. Novelas como Ensayo sobre la ceguera, Memorial del convento y El año de la muerte de Ricardo Reis son de mis preferidas y ocupan un lugar privilegiado en mi ranking personal. Pese al escaso nivel que ostentan sus tres últimas novelas (post Nobel), no dejaré de seguir su carrera como escritor. Y como si de renovarle mi confianza se tratase, Saramago a fines del año pasado ha incursionado en el género de las memorias de la manera más honesta posible, limitándose a aquello que le dictara el poder reconstructor de la memoria y que va desde su primer recuerdo (la memoria más antigua y tal vez falsa) hasta la edad de 14 ó 15 años.

Escritas sin mayores vuelos retóricos (que podrían pervertir los hechos objetivados y subordinarlos a la emoción; por tanto convertirlos en literatura), por estas memorias, “de cuando fui pequeño”, desfilan sus padres, los entrañables abuelos maternos, tíos, primos, vecinos y cautivantes presencias femeninas. Una existencia que se da tanto en su tierra natal, Azinhaga, espacio rural adonde siempre retornaba, así como en Lisboa, ciudad donde eran frecuentes las mudanzas. Salen a relucir algunos detalles anecdóticos como su fascinación por los caballos y, quién lo diría, el temor por los perros; en suma, la configuración del hombre adulto que sería después, así no hubiese recibido el Nobel.

CORSARIOS DE LEVANTE
ARTURO PÉREZ-REVERTE
ALFAGUARA, 2007


Sexta entrega de la saga que dio inicio el escritor español con el título de Las aventuras del Capitán Alatriste, cuya adaptación cinematográfica de los cinco primeros libros me niego a ver.

Año 1627. En esta oportunidad, Alatriste y Balboa se embarcan en la galera La Mulata y recorren el Mediterráneo, desde Cartagena hasta las costas de Anatolia, en post de fortuna (hacer galima: repartirse por lo general un magro botín) y vérselas con embarcaciones turcas y piratas de naciones rivales de España hasta el clímax de un desigual combate frente a las bocas de Escanderlu (suceso histórico real).

En el libro, Iñigo es un mozalbete de 17 años que en un pasaje de la novela se insolenta con su antiguo amo; conducta al fin y al cabo propia de su edad. Menudean los encuentros con otras naves, lances en tierra firme, asaltos a campamentos enemigos, líos tabernarios y la adición de un nuevo personaje: Aixa Ben Gurriat o simplemente el moro gurriato, un azuago perteneciente a la tribu de los Beni Barrani (los sin patria), suerte de fieles cristianos en tierras africanas dominadas por infieles.

Se extraña la presencia de personajes como Angélica de Alquézar y Quevedo, aunque de todas maneras conoceremos sus andanzas, en Nueva España y la Corte respectivamente, gracias a un par de cartas que perturban y notician a sus receptores indistintamente: Angélica promete tormentos y felicidad en un pronto encuentro con Íñigo; todo parece indicar que Malatesta, el archienemigo de Alatriste, está vivo.

Fernando Vallejo parece que no tuvo en cuenta las siguientes declaraciones de Pérez-Reverte, a la hora de juzgar el pasado de la iglesia inquisitorial y venal (ya Ratzinger se encargará ser consecuente con sus antecesores): “Cuando miramos la historia con ojos actualizados (me refiero a la memoria que se basa en la cultura y el conocimiento, no a la ideológica) podemos envilecer, destruir, minar los hechos históricos fundamentales. No podemos juzgar al Cid degollando moros ni a Hernán Cortés aztecas con ojos de hoy. Siempre he intentado que el lector vea el mundo con los ojos de entonces. Si no, nuestros abuelos serían monstruos”.

RETRATO DE MUJER SIN FAMILIA ANTE UNA COPA
CARMEN OLLÉ
PEISA, 2007


Elogiado libro de la autora del poemario ochentero Noches de adrenalina, donde confluyen géneros diversos como el ensayo, la autobiografía y la ficción, y que remata en sus últimas páginas con una entrevista ficticia a la escritora Patricia Highsmith, y que corresponden a las tres secciones tituladas ¿El gato está vivo o muerto?, Retrato de mujer sin familia ante una copa y Tres relatos, más el epílogo Entrevista a una escritora de suspense. Es también el íntimo homenaje a los escritores que conoció a través de sus iluminadoras e influyentes lecturas o que frecuentó y aún le duele su ausencia. Es la confesión de una mujer se ha negado fotografiar la vida pues prefiere guardar lo que comúnmente se llama realidad en su memoria; y este libro lo corrobora. Un par de citas:

“Para alguien fuera de la historia, no marcado por ella literariamente, el acto de escribir es un asunto sólo concerniente a su irresistible deseo de no perder el tren, que por otra parte no tiene destino fijo”. p. 46

“¿Qué hombre no ha amado a una maldita y maniática huachafa alguna vez, con un breve chisporroteo de pasión, una descarga descomunal de hormonas, una eyaculación histórica?” p. 45
...

Confieso que este inútil –como los demás– y largo post, me ha servido de pretexto no solo para maquillar mi incapacidad para concluir un par de relatos cuyos avances mostré a unos amigos, los cuales cosecharon opiniones divergentes, sino también para insertar al principio y al final ese par de citas que algo tienen que ver con mi estado de ánimo. En fin, hasta la próxima ficción.

;;