Ribeyro

Todo diarista es autor, protagonista y narrador. Dejar constancia de nuestro paso por esta vida, de los hechos que nos toca atestiguar, protagonizar, ensoñar; de las reflexiones que se derivan de estos acontecimientos y sueños; de las impresiones que nos dejan libros, películas o cualquier manifestación artística; del trato con nuestros semejantes y mascotas; en suma: deseos, frustraciones, esperanzas, miserias, logros, metas, y el triunfo –inconsciente o no– del día a día como sinónimo de vida ante la muerte; dejar constancia, decía, de todo ello tiene cabida en un diario íntimo, y cualquiera puede tener uno (dar rienda al exhibicionista que todos llevamos dentro). Diarios: ficciones del ego, pero algo más.

Los hay más relevantes que otros, para lectores amateurs, poco exigentes, profesionales del chisme y morbosos incorregibles. Tal vez tenga que ver cierta valoración positiva la intensidad y honestidad que trasunten sus páginas. El de Ribeyro, qué duda cabe, es no sólo revelador en cuanto a desmitificar al tímido que todos intuyen, creen conocer, y que luego de la lectura de los primeros diarios se contrapone con el frecuentador de burdeles a la caza de amores furtivos, lo que a la postre lo vuelve más humano y contradictoriamente humano en la medida que pasan los años y nadie puede decir que sigue siendo el mismo ni impedir alimentar una falsa impresión: sino también por las líneas que rescato para este blog y que de alguna manera son un homenaje para todas aquellas mascotas incomprendidas, como
Ptolo y sus congéneres.

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21 de marzo - 1974

Proyecto –o menos que proyecto, anhelo, sueño– de tener una casa en el malecón de Miraflores, frente al mar, donde pueda pasar tardes tranquilas, interminables, mirando el poniente, pensando, escribiendo si me provoca, tal vez con uno o dos amigos, buenos discos, un buen vino, mi pequeña familia, un gato y la esperanza de sufrir poco.

31 de agosto - 1974

Me gusta pasar mis cumpleaños completamente solo, sin otra compañía ahora que mi gato.

29 de julio - 1976

Por más que tendamos hacia la bondad o hacia la perfección, no podemos evitar a veces pequeños actos de crueldad o de malevolencia, que son como emergencias de nuestra vieja naturaleza ancestral, cuando nuestra conducta no estaba controlada por nuestra inteligencia. Así, yo he notado que soy en algunas ocasiones extremadamente malvado con mi gato y me empecino en hacerlo sufrir. Yo que tolero que duerma en mi cama, que le permito sentarse durante horas en mis piernas, que no lo sanciono nunca por más que desgarre el forro de los muebles o rompa la vajilla, lo privo a veces de su comida. Pudiendo abrirle su lata de paté, me invento cualquier pretexto para no hacerlo, para castigar quizá su excesiva glotonería, su obstinación en recordarme que ya le toca comer, el ostensible servilismo de que es capaz en estos momentos de carencia. Claro que a las pocas horas ya estoy arrepentido y después de pedirle disculpas lo recompenso.

10 de agosto - 1977

El profundo resentimiento de los animales. Mis relaciones con mi gato han llegado en estos días al punto de ruptura. La semana pasada, cuando trajeron el suntuoso sofá de cuero, lo sorprendí en el momento en que se aprestaba a afilar sus uñas sobre el fino material –como lo había hecho con los anteriores sillones hasta dejarlos en hilachas– y le di un fuetazo en el anca. Se enojó un poco y anduvo algo esquivo. Anoche, a las cuatro de la mañana, me desperté con el deseo de verificar una frase de Bouvard y Pécuchet y al entrar en la sala metí el pie en un charco hediondo: el gato acababa de orinarse en la alfombra. Lo perseguí para refregarle las narices sobre sus orines y darle a entender que no debía hacer pipí fuera de su caja. Esta mañana, antes de ir a trabajar, estuve buscándolo por toda la casa para darle su comida. No había trazas de su persona. Miré y busqué por todo sitio sin encontrarlo. Posibilidad, pero remota: que se hubiera salido por algún sitio, pero lo único que había dejado abierto era una alta ventanita del baño que da, además, sobre un patio a veinte metros de altura. Al llegar del trabajo seguí buscándolo sin resultados. Sólo cuando encendí el horno de la cocina de gas para calentar un plato, apareció. Estaba debajo de la cocina y el calor probablemente lo expulsó. ¿Cómo se había metido allí? Es un lugar casi inaccesible. Sin embargo, allí había encontrado refugio. Saltó, se metió bajo un ropero y cuando apagué el horno volvió a meterse bajo la cocina. Allí ha pasado toda la tarde sin querer salir. Por más que lo he llamado, hecho sonar su plato y abierto su lata de paté. Antes bastaba que abriera su lata para que el ruido del abridor lo trajese a la carrera. Ahora nada. Sigue refugiado en su hueco y no obedece a ninguna exhortación ni tentación. Sólo de vez en cuando, al llamarlo cariñosamente, emite un débil maullido. En su memoria infalible de animal algo ha ocurrido, algo que lo aleja definitivamente de mí y me convierte de ahora en adelante en su enemigo.

24 ó 25 de agosto - 1978

Querella con mi gato, por su insaciable apetito y sus meadas.

29 de agosto - 1978

Intuición animal: hago en el piso del baño una pila con la ropa que debo llevar a la lavandería esta tarde. El gato se acerca, la observa, la huele, comienza a separar las prendas con las uñas, desdeñando mi ropa o la de Alida, hasta que encuentra una camisa de Julito, única ropa suya del lote. Frota su cabeza contra ella y finalmente la lame. El gato sabe que Julito es en casa su único protector, quien realmente lo quiere a pesar de que Alida o yo somos quienes le damos su comida y el limpiamos su poza de arena. Pero sabe también que en nosotros no hay amor sino sólo tolerancia.

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Bonus track

10 de julio - 1961

Escritor: triste vejez. Pienso en Léataud, en Céline, en Hemingway. Por diferente que sea su destino o su popularidad, el escritor termina por recluirse, por esconderse. Algunos se suicidan (Hemingway, Pavese, Nerval, sin llegar a veces a viejos); otros mueren de cólera y de asco, como Flaubert; otros enloquecen, se vuelven idiotas o paralíticos, como Baudelaire; muy pocos, como Goethe, soportan con grandeza la vejez, y con serenidad y optimismo. Lo ideal, para un artista, es tal vez morir antes los 50 años, como Camus o Vallejo, cuando aún se espera mucho de él. No acabar su vida, hacer de ella solamente un esbozo. Entre nosotros, la vida de Valdelomar, más bella, más sugestiva que la de Palma. Horror por la vejez. Deseo de no vivir más de medio siglo.

15 de marzo - 1974

A pesar de mi salud para siempre quebrada, de mis achaques y de mis vicios, tengo la certidumbre de que viviré aún largo tiempo, me aferraré a la vida como un escarabajo, veré perecer a hombres robustos y sanos y terminaré viendo los albores del año 2000, siendo mirado como un diploducus que sobrevivió a su era cuando temprano estaba ya resignado a irse tranquilamente del brazo de la muerte.

2 comentarios:

Hacker Fox dijo...

INCONSCIENTE!!!
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(por decir lo menos)
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LOS BIGOTES NO SE CORTAN! POR NADA DEL MUNDO!

(Comentario generado a raiz de la denuncia publicada por Arello - Hey, que pasó? no era Arella? -)
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Menos mal que mi gato desdeña todas esas cosas de la interné y el mesenyer que si no ya se mandaría a mudar, cireando a alguna gata cabinera

Anónimo dijo...

Ribeyro siempre me sorprende... Gatos??? prefiero leer sobre ellos Disculpa Arello, te envio saluditos (como siempre) :D