R cree que unas de sus últimas, porfiadas y reestrenadas obsesiones atañen al ámbito de los recuerdos. Son recuerdos que no sólo no dejan de asediar y horadar su imaginación, sino que se enlazan con recuerdos ajenos y se emparientan con los cuentos y novelas que lee. Incluso se ha sorprendido con la mirada distraída dedicada a su interlocutor de turno o al libro abierto en una página cualquiera, pero cerebralmente desconectado con lo que les dicen en ese momento, ocupado como estaba en ese viaje íntimo por su pasado yo.

Es más, en uno de sus últimos cuentos inconclusos, R menciona la penosa enfermedad del Alzheimer, y, hasta donde se puede ser sincero con uno mismo, cree que olvidar no puede ser ni bueno ni malo, simplemente se olvida de tan intrínsicamente poco memorioso que se es, o se recuerda de tan poco fiel o convenido que se puede ser ante lo evidente. O por puro masoquista a secas. Así como se habla e injuria de la memoria selectiva, R piensa en lo vivificante del olvido selectivo.

Y es por evitar esos autoflagelamientos (darles una razón más de ser), con óptimos o pírricos resultados, que R siempre cultivó y cultiva, primero de forma inconsciente, luego no tanto, la anticultura del desprendimiento. Suena a magnanimidad desbordada, a San Antonio del segundo milenio, cuando nada más lejos de serlo o parecerlo. R nunca fue coleccionista de algo en especial, menos un cachivachero de nimiedades que exudan esotéricos significantes. Se niega a ser catalogado de coleccionista de libros: él los atesora, no los compra para exhibirlos, menos cree ser un caza incunables o primeras ediciones (los únicos libros de los que tiene más de un ejemplar, 3 de cada uno para ser más precisos, son Cien años de soledad y Tantas veces Pedro). En suma no es un bibliófilo en la acepción más sofisticada del término, un lector eunuquizado. Libro que adquiere, libro que lee en cuanto puede. Libro que le interesa leer, libro que trata de adquirirlo. Eso a grandes rasgos no puede ser propio de coleccionistas, se convence R.

¿Qué hace el cuarentón coleccionista de muñequitos de Star Wars?, se pregunta R: ¿Juega con ellos? ¿Los saca a pasear? ¿Se abstrae en su contemplación? ¿Habla con ellos? ¿Los escucha? ¿Qué hace el coleccionista de chucherías y cachivaches con todas aquellas cosas que se aglutinan en su dormitorio o arruman en algún lugar alejado de su casa? R admite que este tipo de personas a posteriori pueden sacar ventaja, concitar miradas, adquirir un cierto status, incluso hacerse ricos (ver película Virgen a los 40).

De sólo pensar en un par de ocasiones en que si R hubiera actuado ya no como un redomado coleccionista, sino como un nostálgico previsor (previsor de más nostalgias o recreador de ellas), hoy podría quizá no haber hecho plata, pero sí en cambio ganado cierta atención de sus semejantes. Son dos casos puntuales: R era lector impenitente del mítico Chesu, adquiría todos los jueves su semanario de humor irreverente y personajes pipilépticos como el Trolo y su clan. No dudaba a la hora de prestar sus ejemplares a quien se lo solicitara para luego olvidarse de pedir que se los devolvieran. Contaba con el respeto de sus padres a su espacio privado, así que hasta las pornos estaban libres de cualquier redada. Pero ni los llamados “chistes” que leía e intercambiada de chibolo les suscitaban algún tipo de apego. Lástima, pues.

Otro caso, que ya tiene visos de leyenda porque todos la han visto pero no hay evidencia tangible (R sólo pudo ver una breve escena en el youtube ya eliminada) es de sus cintas de vhs con todos los capítulos que grabó de la Serie Rosa (Chesu, pornos, Serie Rosa, este R ya debe estar causando si no alarma en sus dos lectores, tal vez alguna callada compasión). A riesgo de que se derrumbe el mito R -ente prístino, modoso y circunspecto hasta hace no mucho-, R era un consumidor de esa serie erótica. Durante sus años en la secundaria, los lunes tenía que presentarse lo más temprano que pudiese en el colegio (los dos primeros años para lorear y tocar el himno en la banda de música) o en las inmediaciones (los tres últimos para encontrarse con su enamoradita del colegio mixto que quedaba a pocas cuadras y para seguir dándole a la ominosa cadena arrastró); decía que en su última etapa estudiantil R se entregaba al sueño inmediatamente después de ver los goles del programa deportivo previo (si su equipo perdía, se acostaba antes, arrullado por algún libro de hasta entonces difícil lectura), pero no sin antes haber programado el vhs y la tv ubicados en la sala de la casa de sus padres, previos cálculos bastante generosos ya que los horarios nocturnos en aquella época de la televisión nacional no se respetaban, con lo que se deduce que los días siguientes R visionaba no solo el capítulo grabado, con la publicidad de rigor, sino que también las secuencias de fútbol internacional del programa precedente y la bendición que el cura derramaba sobre la pecadora teleaudiencia al cierre de la programación.

R no sólo se desprendió o no reclamó sus ejemplares del Chesu (o dejó que se lo llevara el ropajero u olvidó para que envolvieran pescado con ellos), ni sus videos guardad celosamente el secreto (que un amigo le propuso alquilar para hacerse de un dinero extra), cuyas cintas dejó enmohecerse o regrabó encima de ellas. R nunca fue de guardar recuerdos materiales (tarjetas, peluches, fotos, e-mails enviados y recibidos, etc), más allá del tiempo que legitimaba su atesoramiento, periodo algo arbitrario, sujeto a alguna intuición que evitase lastimar la susceptibilidad ajena (un luto respetuoso) o lo que era peor, la propia, en cuyo caso la celeridad con que llevaba a cabo su tarea de ilusionismo sin retorno (hoy lo ves, mañana ya no) demostraría cuánta carga negativa cobraban esos objetos para él. ¿Tampoco fotos? R tiene en algún lugar los negativos o en su defecto algún inhallable cd con las fotos digitalizadas. La Navidad que se avecina, por ejemplo, es un buen pretexto para aligerarse de cosas que ya perdieron su significado y que adquirirán uno distinto en otras manos.

R recuerda que leyendo “El amor en los tiempos del cólera”, la novela de García Márquez recientemente llevada al cine, encontró en la actitud de Fermina Daza hacia su hasta entonces idealizado Florentino Ariza, la cuestionable justificación de lo que R asumiría como una filosofía de vida o parte de sus convicciones poco convincentes. Fermina desilusionada ante las fachas vueltas a ver de su pretendiente, decide poner fin a tan descabellado romance y le pide a un descorazonado Florentino la devolución de todo cuanto le dio. El mozalbete, reacio a en un primer momento de desprenderse de las cartas que le dedicara Fermina, será convencido por la sabiduría materna. R está persuadido de que quien quiere martirizarse con el recuerdo ajeno, o trazarse la meta de recuperarlo, puede prescindir de lo que la otra parte de su puño y letra trazó, de lo que su gusto personal escogió, de la foto que atestiguó esa fenecible unión.

Lamentablemente R no ha encontrado quien comparta su peculiar filosofía o que siquiera la respete civilizadamente. Moralmente se sabe incapacitado para reclamar por lo que dio, pero sí en el deber de devolver lo que le fue dado o alejarlo de su entorno, volverlo invisible, eliminarlo. R no se ha topado aún con quien le dé la razón a la frase garciamarquezca, palabras más, palabra menos, uno que otro añadido: las cartas, e-mails, son del que las escribe, por eso es lo primero que se devuelve cuando hay una ruptura. Sin embargo es una verdad incuestionable aquella otra: la gente que uno quiere debería morirse con todas sus cosas. ¿Qué viene a ser la ruptura entre dos seres que se amaron sino la muerte simbólica del uno para el otro?

El martes último también fue feriado para R. El único libro que le quedaba por leer era uno que había comprado en la FIL que fue relegando prejuiciosamente y porque misteriosamente otros libros que fue adquiriendo le interesaron más. “Pequeñas infidencias” es el título del librito de marras que R leyó de un tirón ese día. Como es vox populi, su autor, Beto Ortiz, en otro alarde de exhibicionismo tan típico en él, del que lo salva su prosa y estilo particulares que se dejan atisbar en su correo diario, brinda a sus lectores un muestrario e-mailístico de ida y vuelta durante su exilio involuntario que mantuvo con cinco personajes (previa autorización de los involucrados, amparados eso sí bajo un pseudónimo), el primero de los cuales, Lord, es nada menos que Jaime Bayly.

Otra vez el disparadero de la memoria de R se activó apropósito de la lectura de ese libro y no sólo por las menciones elogiosas o rajonas a diversos y dispersos escritores que R lee (Bolaño, Paz Soldán, Bryce, etc.), sino por todas las palabras gastadas, dispuestas con cierto orden y concierto para suscitar la reacción esperada en una remitente que R desplegó en la prehistoria de un amor (y los primeros meses de la historia de amor en sí). R recordó los innumerables e-mails que intercambió con L durante varios meses del año 2000, cuando aún tenía su cuenta del LatinMail o se citaban en el LatinChat.

A R se le hizo una necesidad escribirle a L, y leerla también, una manera de acortar distancias, sentirse próximos. Un día L le contó que guardaba todos los e-mails que R le enviaba, así como las postales electrónicas que R aprendió a buscar en la red y que pensaba podrían gustarle a L (los dibujos, pinturas, afiches y fotos de gatos eran infaltables). L los imprimía y conservaba, llegando a juntar tres archivadores. Cuando llegó el primer hecho inevitable, que R y L se enamoraran, quizá ayudados por sus misivas, L le mostró a R, por un ratito nada más, los tres archivadores que salvaguardaba con celo, para que los hojeara. L se negó a prestarle siquiera uno, ya que temía, y no estaba del todo equivocada, que R no se los devolvería con el cuento ese de la novela de Gabo y la confesión de R con respecto a los regalos recibidos de sus ex. ¿Excentricidades de un aspirante a escritor?, quién sabe. Incluso R se puso más que latoso queriendo hacerle jurar que quemaría todo aquellos correos en el supuesto negado (inmortales descartables) de que algún día su amor fuera a finalizar.

L era una cachivachera confesa. Tenía su diario de adolescente, los regalos de sus ex, coleccionaba diversas revistas de moda, los juguetes de su niñez (sus libros tampoco formaban parte de ninguna colección, convino con R). Un día su mamá se deshizo de una muñeca gigante que L tenía porque le dio miedo al verla en la oscuridad de la habitación. L no tardaría en pedirle a R que la acompañara a la Cachina de las Malvinas para buscar una parecida. Fue angustioso para R haber gastado más de lo necesario en algunos cds originales lo que le impidió pagar el taxi de retorno y en cambio tuvo que vérselas en la combi con L en el asiento delantero, agarrado de la frankesteineana muñeca que por su hierático e inexpresivo semblante, parecía su hija fosilizada, salvo por los ojitos aguamarina que seguramente había sacado a la mamá, que no precisamente era L, porque qué madre no carga a la hija. Qué roche. Pero qué tierno, por no decirlo de otra manera, ver que L guardaba la entrada al cine de la primera película que vieron juntos, o las de los conciertos a los que iban, o los boletos de los viajes que hacían, los pases a museos de sitio, etc. Guijarros que arrastraban los ríos y el mar, conchas marinas sabiamente escogidas, souvenirs, fotos, peluches. R también decía coleccionar su parte, de forma precaria, obviamente, incluso podía ufanarse del dudoso privilegio de guardar el recibo del primer telo que visitaron. Qué roche, diría L.

Alguna vez a R se le amontonaron algunos semanarios de un par de diarios: el suplemento Domingo de La República y la revista Somos y el Dominical de El Comercio. Una parte se las legó a L, antes de la ruptura, la otra parte iba en aumento hasta que un día, con el fin de hacer espacio a su gato Aryel, más conocido como Arello, R se sumergió en sus páginas antes de botarlos. Recortó algunas fotos (como una que luego escanearía de Arguedas con su gata), tomó algunos apuntes para lo que pensaba sería un post evocativo. El ánimo no le daría para tanto. Fue derrotado por la nostalgia. Los vestigios de un pasado compartido que se adhieren al periódico de ayer, le fueron imposibles escribirlos.

R es un convencido de que sólo la ficción puede exorcizar los momentos menos amables y trágicos que forman parte de la experiencia pasada. Responderse cuántos cuentos, crónicas del embozado yo, falsos ejercicios estilísticos, etc. serán necesarios para poner fin a esa tarea, le es difícil precisarlo. Lo más probable es que el día que eso suceda, habrá sido ganado por una ilusión pasajera y posiblemente manco de ojos y ciego de manos ante aquellas obsesiones reestrenadas que en forman cíclica parecen habitarlo.

Alguna vez saltan los libros que L y alguien más le regaló, y con ellos la primera página dedicada, un nombre, una fecha y otra vez a recordar porque R se niega a mancillar ese libro, a arrancarle una hoja, y no sabe, o no quiere saber, que con ello está preservando del olvido una parte de su pasado inscrito en los objetos que más atesora, y que hay cosas imposibles de arrancárselas de la memoria.


Me contó que al terminar de leer su prosopografía, se hizo un silencio sólido en el salón. Pasaron varios segundos hasta que el profesor se decidió a preguntarle si la descripción fisonómica que había hecho correspondía a una persona real. Si esa chica existía. No podía ser de otra manera, convino gran parte de la clase de aquel taller. Era una imagen muy vívida, capaz de materializarse allí mismo, frente a todos. No supo dar respuesta, y no era por querer añadir un halo de misterio, completamente innecesario, ni darle mayor importancia al asunto. Simplemente las palabras no le daban para tanto. Con el correr de las sesiones, y los primeros relatos que tenía que presentar, percibió que ya no eran los rasgos físicos de ella los que se colaban en el papel, sino sus gestos, manías y actitudes frente a determinados estímulos, así como algunas de sus muletillas, todo lo cual ya no daba pie para que le preguntaran por la misteriosa mujer que había plasmado, porque eran características atribuibles a cualquiera. Sólo él sabía la verdad, y eso llegó a atormentarlo cada vez que releía sus escritos. Quiso ponerle fin a este malestar del alma. Se decidió a castigarse en lo que más quería: abandonar la escritura para que dejara de molestarlo quien más había amado. Dos castigos auto inflingidos inconscientemente eran demasiado para él. Ella no tardó en visitarlo en sus sueños, el siguiente paso fue hacerse notar a retazos en unos ojos, boca, cabellos ajenos. Él sintió enloquecer. El insomnio no le alcanzaba para estar despierto a una realidad paralela que no habitara el recuerdo de ella. Volvió a la tinta y al papel: tendría que seguir escribiendo tal como lo había empezado a hacer en la primera clase. Hasta que lo que sus antiguos compañeros y profesor creían que eran cuentos independientes, fue tomando forma en un relato más extenso, decidido como estaba a ser lo más fiel a la realidad, apenas ficcionalizando la participación de terceros en esa trama que ambos, él y ella, conocían, pero que sólo él creía, alucinaba, poder contar. Cuando me tocó visitarlo calculé que aún le falta relatar un par de líneas, aparentemente las últimas. Hasta donde pude leer, ella agonizaba y él, atónito ante el charco de sangre, sintió el peso del arrepentimiento tardío y escapó, dejándola moribunda. Ese era el recuerdo que le perseguía, mezclado con un falso recuerdo, un desenlace que no puede trasladarlo al papel y no sabe el porqué. Yo lo supe desde el primer momento. Tengo otros papeles, en uno de los cuales ella lo describe a él perfectamente y cuyas palabras calzan a la perfección con el tipo de sujetos que le huyen al momento final que elaboraron para sus víctimas. Él no sabe que ella sigue viva, que no murió. Más por un gesto de caridad, por si logra comprendernos desde su ensimismamiento cerril, a ella le contamos que él se suicidó después de creerla muerta, lo cual se ajusta plenamente a su actual condición fantasmal. Ella no quedó bien del todo de la cabeza, sólo se dedica a escribir incoherencias mezcladas con algunos instantes de lucidez reveladores, como el que permitió retratarlo. Son un par fantasmas que aún no se encuentran en las páginas que siguen escribiendo, y esto de alguna manera me apena: que penen ante la página en blanco en la que se ha convertido sus vidas. Tal vez yo debería darles el sosiego que tanto ansían sus estragadas mentes. Me pondré a escribir.

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