Te brindas a la noche
dosificas tus orgasmos
Te ofrezco un sueño
y mezquino un amanecer

Mi insomnio se ha petrificado
ante la visión de tus pesadillas
Hay envidia, deseo
Tú duermes



Hasta el q-rrículum!

Insomne a destajo
Falso suicida
Alcohólico frustrado
Titiritero del miedo

Palomilla sin ventana
Eyaculante tardío
Orador de cine mudo
Embajador de la Luna

Catastrofista de puro optimista
Escéptico diletante
Triste de tan alegre
Contento de tan poco feliz

Personaje apócrifo de sí mismo
en busca de su autora intelectual
Bombero de infiernos ajenos
Aprendiz de aprendiz



Sembrar el desierto
Arar el cielo
Acuarelar un espejismo
Desalinar el mar

Volar en el subsuelo
Moldear el aire
Celebrar tu orgasmo doble
con otro, y otro más

Amordazar mi orgullo
Ser gato y ladrarle a la Luna
Perderte para encontrarte
Ser otro y el mismo a la vez



Fin del segundo acto
Íntimos aplausos
Me incertidumbro
Velo tu sueño

Por toda compañía
tu libro de tapa dura
mis hojas de letras marchitas
y un bolígrafo moribundo

La luz proviene
del televisor encendido
El sonido es el que emites
mientras dormitas

Profieres un nombre
¿El mío en una lengua desconocida?
Reverdece mi imaginación
Capto tu ironía
Escribo



El espejo nos devuelve
nuestra imagen acoplada:
Una postal porno en movimiento

Son nuestros dobles
que sonríen al principio
para luego enseriarse

(No dejamos de atisbarnos
con el rabillo del ojo)

La escena de este lado se repite
De tan concentrados que estamos
ante esa doble visión,
íntima y externa,
improvisar se hace indispensable

El encuadre ya no es el mismo
Cedemos al placer
El vidrio se hace de papel
Algo se triza, moja
Estalla en mil pedazos
Corre tinta
y piel



Quien quiera esculpir la belleza
en la muralla de la indiferencia
por más que se parapete en su arte
no podrá prescindir del amor

Quien quiera escribir un verso
sin pretender hacer poesía
empezará rescatando del falso olvido
la prosa del un pasado amor

Quien quiera retenerte a su lado
te tallará con punzadas de afilados dedos
concertará un poema que hablará de amor
y tú te la creerás



Aún hay huellas
donde fue abolido el abandono
y extirpada la tristeza
El futuro es apenas el segundo después
del instante padecido

Un calma efímera ganada a pulso
y un paréntesis dentro de otro
los exhibes cual trofeo
ganado al tiempo

Proscrito setiembre
cancelados los domingos
desgastas el otro lado de la cama
y reaparecen tus laboriosos orgasmos

Ante el inventario del despojo
se instala una sospecha
Nada tiene cambio aparente
Lo dicen las esquirlas del ayer
Reciclas tu soledad


...

Cualquier parecido con la irrealidad...



R se confiesa fan de Roberto Bolaño, escritor chileno que falleció hace 3 años víctima de un cáncer hepático, a la edad de 50 años y que no tardó en convertirse en un autor de culto. Meses atrás (abril) R, asiduo lector de blogs literarios y secciones culturales de diversos diarios, se enteró de la publicación de dos nuevos libros póstumos de Bolaño. Tiempo después (mediados de junio), cuando visitó una librería capitalina, R los vio, hojeó, sopesó sus bolsillos, y si no agachó la cabeza, desmoralizó y/o ruborizó fue porque sabe esconder sus emociones, aunque no cree reprimirlas (están allí, camufladas si se quiere). Como nunca le gusta retirarse de una librería sin haber comprado nada, ese día R adquirió tres libros de autores peruanos (una novela, una nouvelle y un libro de relatos). Días después R visitó Quilca. Su “caserita 2” con la lista de novedades en mano le ofreció pedirle, si quería, los famosos libros con un descuento del 15%. R tomó la lista y se le encendió la mirada al leer la reposición de “Llamadas telefónicas”, el primer libro de cuentos y relatos de Bolaño que había leído en versión e-book. A R le tincaba que su “caserita 1” iba a tener ese y los demás libros del chileno, y como aún no tenía prisa, ni dinero (menudo detalle), aprovecharía el descuento mayor con que siempre era beneficiado, lo cual sucedería parcialmente: A la semana R compraría el antes mencionado libro dándose momentáneamente por satisfecho (los otros no los tenía).

R cifró sus esperanzas de encontrar los benditos libros en la tradicional feria del libro; planeó incluso asistir el día de la inauguración, visitar el stand que importaba los títulos de Anagrama, hacer sus primeras compras para luego acudir a la anunciada presentación de un polémico libro, cuyo autor nacionalizado mexicano nunca arribaría al país; de R podría decirse que ese día y el siguiente se hallaba no habido en el mundo de los sanos: Dos días estuvo en cama víctima de una infección intestinal, padeciendo fiebre y escalofríos el primer día y desmejorado los siguientes, lo que le imposibilitaría también de acudir al cumpleaños de A. Ese jueves R habló por teléfono con K. Él le contó su estado enfermizo, ella le comentó el gusto que, pese a los finales abiertos de un buen número de relatos, le había dejado el Bolaño de “Llamadas telefónicas”. R no ocultó su complacencia ante el placer compartido que suscitaba la lectura de uno de sus escritores favoritos. Al día siguiente, en fase de recuperación, como R no tenía ninguna nueva lectura que acometer, se decidió por releer el libro que a K le había gustado y fue como recuperar intacto un pasado de letras indelebles; se reencontró con aquellos pasajes y situaciones que K le había mencionado, afirmándolos en su memoria para posteriores charlas. Algo repuesto, R fue al tercer día de la feria, fecha en que las principales ofertas ya habrían sido previsiblemente aprovechadas. En el stand de Océano constató lo siguiente: El secreto del mal: agotado. La universidad desconocida: un único ejemplar bastante manoseado. Para otra vez será, se dijo un estoico R.

Ocho días después de finalizada la feria, un lunes para ser más exacto, R decidió darse una vuelta por Quilca, vio que el stand de su “caserita 1” estaba cerrado, compró a buen precio de “caserito 3” la novela de un escritor boliviano, y se dirigió adonde su “caserita 2” para encargarle los libros de Bolaño, decidido como estaba a tenerlos de una buena vez. “Caserita 2” hizo algunas llamadas bastante desalentadoras porque o bien no le contestaban o el tono era vacilante del otro lado del hilo telefónico (¿podían o no conseguir libros, siquiera uno de ellos?). En resumen, un mensaje de texto le noticiaría a R que los libros de Bolaño estaban agotados. Tres días después, y resignado a rembolsar el precio de librería de los libros de Bolaño, R volvería a ver a T, y con este segundo reencuentro de agosto, bien podría iniciarse otro relato, cargado de emociones intensas y final medio triste, esto debido exclusivamente a la personalidad escaldada de R, no a T.

Pero bueno, abreviemos: Ese jueves R y T despejaron brumas de ayeres recalcitrantes, absolvieron malos entendidos y… eso y más: Se citaron para el sábado, que no estaba muy lejos, y la buena estrella de T se derramó sobre R ese día, a quien, supersticioso como él solo, se le ensombreció la mente cuando se le desató el pasador del zapato izquierdo, pero tenía El secreto del mal en su mano (“caseria 1” tenía los libros de Bolaño y un libro de Coetzee que a R le faltaba. La Universidad Desconocida se lo iba a reservar porque no disponía de efectivo, todo esto acaecido entre bromas que T, "caserita 1" y esposo le gastaban a R). O sea que nada malo podía pasarles, al menos ese día en que compartieron una cena deliciosa que T invitó. R se encargó del resto de la noche, pero como los días de buena suerte acaban a las cero cero horas, y R con sus insomnios y humor fluctuante simplemente la caga, este relato debería acabar a las dos de la mañana de un domingo en que R y T se despiden fríamente.

Sería muy penoso que las historias reales no continúen más allá del punto final que se digita en un diario virtual o inscribe en el papel. R y T no se han visto desde ese día, un simulacro de fin de mundo hizo que intercambiaran mensajes de texto preguntándose si estaban bien (diagnóstico: sanos y salvos pero distanciados). Un mañanero (irónica palabreja) partido también los congregaría frente a la pantalla de sus celulares, y nada más, o sí, pero no importa, porque sucedió antes y T no tenía como saberlo: R adquirió el martes de esa semana que fenecía el libro de Coetzee y le volvió a decir a su “caserita 1” que ya volvería por el otro libro de Bolaño. Minutos después, R enrumbaría a su casa con dos libros en el maletín: “Caserita 1” le dijo que se llevará nomás el libro, que ya le pagaría cuando volviese, que no se preocupara. R no se hizo de rogar, pero antes de la fecha pagaría esos 98 soles, saldando una deuda (vigorizando la palabra empeñada) pero persistiéndole otra y es que extrañar cuesta, y el extraño que extraña tiene una deuda impagable con la vida y su puto orgullo.

Desde un décimo piso, la entrañable Na le ha dedicado un post a R y la proximidad de su cumpleaños número 30. En otras circunstancias, recordarle a R que pronto será un “alguien” de las tres décadas equivaldría a la ofensa de decirle un “cualquiera” de la tercera edad.

R de buena gana seguiría los consejos de Na y estaría presto a recibir en noviembre a dos adolescentes quinceañeros o a tres prepúberes latosos, pero cree que los ojos de estos cinco desmembrados seres tendrán sus fatigados ojos, la malicia preotoñal, la gravedad de un guiño insolente.

En un ejercicio de la memoria, R recuerda que sus 15 fueron jodidamente divertidos, obscenamente felices. Que lo encare una doble felicidad pasada, así, de sopetón, sin los dilemas existenciales propios de esa edad, le resultaría intolerable moralmente, más aún cuando siempre habrá chicos y chicas a los que el mundo les hiere por todas partes, mientras a él ni cosquillas le hizo.

Su primera decena de años se revela brumosa, casi mítica, y por tanto cercana a las deliciosas elucubraciones de Na.

Pero ni los recuerdos ni los ojos de R han sido sepia alguna vez, ni siquiera en las fotos de su niñez: siempre tendrán el barniz protector de la a veces útil experiencia.

Y como el futuro tampoco le angustia, R quiere decirle a Na que cuando se es personaje se ostenta la edad inalterable que se tuvo en la última página -o en la que más nos conmoviese- que nos nombró: la última mención antes que, por ejemplo, Santiago Nassar expirara, o el momento clave en que Cayetano Delaura quedara prendado de Sierva María, equivale a los años-vida que siempre tendrán estos entes imaginados y no por ello menos reales.

(Como si de un juego metaliterario se tratase, el personaje R ha mencionado dos personajes de la novelística garcimarquezana porque sabe que al personaje Na le fascinan.)

Así pues, por más que volvamos a releer innumerables veces a Bryce o Vasconcelos, ni Julius ni Zezé adoptarán edad adulta en nuestra sabiamente enriquecida y fértil imaginación dentro de las páginas que los cobijan.

¿Qué le propone R a Na? No es fácil, o quizá sí: Quiere que Na lo recuerde con la edad invariable de cuando lo vio aquella vez (la primera y hasta ahora única página escrita que los hizo coincidir en una trama en común), hace casi dos años, en alguna hoja de algún librito de carillas apenas legibles que consignaba el nombre de este personaje (un tal R) y como edad los veintiocho.

Datos que jamás desmentirá la brújula del tiempo (o cronobrújula), aparatito que conoce de tiempos y espacios, como los que se conjugaron y garabatearon en la céntrica ciudad, un imborrable anochecer decembrino del 2005; que aún se está escribiendo, descrifrando.

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