Durante mis dos únicas visitas, estos son los libros que adquirí en la 12ª feria internacional del libro (cualquiera diría que son parte de algún estado de hibernación):

El Conquistador de Federico Andahazi.
El enigma de París de Pablo de Santis.
El susurro de la mujer ballena de Alonso Cueto.
(Estos tres libros se los compré a mis caseritos de Quilca, stand Disbook Junior, a quienes pese a la rebaja, les tiré arroz a aquella antología titulada Disidentes que me ofrecieron, ya que he leído la mayoría de cuentos que incluye el editor.)

Radio Ciudad Perdida del norteamerincaico Daniel Alarcón (segundo libro más vendido en la feria). En lo mejor de la lectura de esta novela me di cuenta que al ejemplar que había adquirido en el stand de Santillana (editorial que no suele distribuir sus novedades a mis caseritos de Quilca, aunque brindaron un nada desdeñable 20% de descuento mínimo) le faltaban cuatro páginas, así que en mi última visita tuve que exigir el cambio respectivo.

Pastoral Americana de Philip Roth, a mitad de precio en Punto de Lectura.

La musa travestida de Leonardo Aguirre (que no se me juzgue por ello).

Pequeñas infidencias de Beto Ortiz (ídem). Los de Estruendomudo ofrecían una para mí desfavorable oferta, salvo que me hubiera acollerado con alguien y compraba dos ejemplares del libro de Ortiz u otro título que perteneciera a esa colección de páginas plomizas y diagramación parkinsoneana: 2 x 30 soles! (Por cierto, en mi recorrido final aprecié que Arnie Hussid acaparaba mayor atención de la concurrencia y firmaba más de “lo que se llame” en comparación de Ortiz concentrado en un único interlocutor.)

Séptima madrugada de Claudia Ulloa Donoso. No soy su hincha, pero estoy en vías de. En una rápida ojeada, aprecié que mi pata Manuel -mejor sea dicho su nick- ha quedado inmortalizado en las páginas de este libro/blog (sección "Caja negra").

El invierno en Lisboa de Antonio Muñoz Molina, el mismo escritor español autor de El jinete polaco, Plenilunio, Beltenebros, Carlota Fainberg entre otros. Lo encontré en el stand de Planeta. Tengo las mejores referencias de esta nouvelle y de la adaptación cinematográfica.

El huevo de la iguana de Carlos Calderón Fajardo. La gentita de la Editorial San Marcos son unos roñosos, me tinca que no me rebajaron ni un céntimo este libro que pertenece a su colección Diamantes y Pedernales. Apuesto que al mismo precio lo encuentro en su local de Wilson. Pensar que el libro de ensayos de Miguel Gutiérrez, El pacto con el diablo, me costó 25 soles en Quilca forever (cuesta 50 lucrecias).

El camino de regreso de José de Piérola. Con mi compra, además de leer –no sé cuándo- otra novela sobre los años de la violencia, supuestamente he colaborado con el Plan de dotación de bibliotecas del Grupo Editorial Norma.

También aproveché para comprarle a mi compinche por su cumple una novela de Javier Marías: Mañana en la batalla piensa en mí, que espero le guste.

Y nada, hasta la próxima feria, o sea hasta que mis pasos me guíen nuevamente a Quilca o Crisol o El Virrey o a… no, a Amazonas no vuelvo más.



Revisa la lista con los pacientes del día. Ubica un nombre más que familiar: pese a haber sido la primera en llegar, no la atenderá hasta el final, cuando, guardando las formas, se despida de Sandra en su papel de eficiente asistenta, y sea todo oídos.

Pasa revista a las historias clínicas. Observa las fotos de rostros simétricos, como sacados de un catálogo de ninfas y efebos terrenales. Suele recibirlos con el profesionalismo que dicta el oficio, en un ambiente facilitador de las más inquietantes confesiones; casi en penumbras para que entren en confianza y descarguen sus emociones. Invariablemente les dedica una hora.

Entre paciente y paciente se toma un descanso. Acude a los servicios higiénicos de uso personal; se lava las manos, refresca la cara y enfrenta al espejo; a la imagen que le devuelve cada una de sus cicatrices: las más antiguas producto del accidente automovilístico de cuando era un infante de perfil normal; y las no tan recientes, suerte de relieves encarnados donde se desvían infaltables lágrimas de dolor físico, no psíquico, al fin y al cabo dadoras de placer, que suelen integrarse periódicamente al conjunto original, previa cita, al contrario de la fatalidad o la felicidad que no se anuncian ni dejan su nombre impreso; simplemente se padecen o disfrutan. En su caso, todo -lo imprevisto o lo notificado- ha sabido sobrellevarlo acompañado de cierto espíritu profesional de hombre curtido en los avatares de la existencia humana.

Demora la mirada en su rostro: cuán diferente es al de sus pacientes, mas él está libre de complejos (piensa en lo afortunado que es al tener una esposa linda, a quien nunca se cansaría de lucir); ellos no (¿no es este un mundo al revés?). Ellos cargan con la culpa de ser terriblemente hermosos y todas las consecuencias que en esta ciudad de gente mayoritariamente “normal” tienen que pagar: a ellas nadie las toma en serio, a ellos los tachan de gays; unos y otros son relegados a la categoría de mononeuronales y sus capacidades intelectuales puestas permanentemente en duda. Por lo general son proscritos a oficios donde emitan el menor número de monosílabos; de cara a una cámara fotográfica o de video; como decorativos anfitriones o, en el mejor de los casos, atornillados recepcionistas. Hasta no intuirse curados, palian su soledad emparejándose con personas poco agraciadas, feas a secas, que terminan por tiranizarlos. Un roto para un descosido, sí, pero ¿quién es el roto, quién el descosido? ¿El o la de belleza insípida y devaluada, o el o la de talante inarmónico pero altivo? Trabalenguas que él se propuso allanar no en el campo de la sintaxis sino en el de la psiquis.

¿Será por eso que lo buscan? ¿Porque su aspecto les brinda una seguridad que no hallan en su entorno? (menos en el tiranuelo, roto y/o descosido, de turno). Obviamente porque está dotado de una paciencia infinita, entrenada y capacitada (una especie de zurcidor de conciencias atormentadas). Sabe escuchar, mostrar interés, solidarizarse, cualidades que se están perdiendo en un mundo de seres egoístas, de personas que hablan mucho y dicen poco, o domina la inexpresividad; un mundo meramente virtual, donde las relaciones interpersonales se procuran a través de la internet, por el chat.

En ciertas ocasiones le piden tocarlo, él se deja hacer; "y todo por el mismo precio", ironiza. Ha llegado a pronosticar en ese pedido de palparlo la génesis de la eventual cura, por lo que una o dos sesiones después, invariablemente da por finalizada su relación con el privilegiado paciente porque sabe que podría ser deliciosamente contraproducente.

Lleva varios minutos encerrado. Percibe por el ruido existente al otro lado de la puerta, que la última de sus pacientes, una vieja conocida, ya ha ingresado al consultorio. Como ha venido ocurriendo durante las sesiones anteriores, ella habrá encendido las luces y negado a ocupar el lugar asignado en el diván. Lo esperará a pie firme, no porque tuviera gollerías que otros pacientes careciesen, tampoco sería justo denominarlo un comportamiento producto de inveteradas costumbres que sólo él podría conocer y tolerar, sino por hallarse en una inaplazable etapa próxima a la cura total.

Sale del baño, la ubica; no puede sustraerse a su belleza. La ausculta con la mirada; se detiene en la bufanda y los guantes que luce. Piensa que afuera es de noche, hace frío y ella todavía podrá disimular bajo esos accesorios su martirizado cuello, los dedos de uñas de otro cuerpo.

La tiene a pocos pasos; quizá sea un signo de anticipada nostalgia lo mucho que le cuesta reconocer su imagen en el reflejo de espejeantes ojos, al hombre que la desposó. La bufanda de Sandra cae al suelo. Él repara en las uñas que cual garfios ha ido revelándole lenta y ceremoniosamente. Esta vez duda en ofrecerle o no resistencia. Suspira pensando que, por llamarlo de alguna manera, pronto tendrá que darle de alta. De todas maneras, como el profesional que es, será todo oídos, y más.

;;