Nuevamente tengo su foto frente a mí. Alterno la contemplación de su rostro fotografiado con la lectura de ese par de párrafos escritos por Rodrigo Fresán en uno de sus relatos de “La velocidad de las cosas”; leo y releo aquello que sólo puede estar dirigido a mí:

“Cada historia nos ofrece la posibilidad de alcanzar un final sin que, necesariamente, las cosas finalicen. Desde el momento de nuestro nacimiento –la historia de cómo nacimos- estamos expuestos a una infinidad de narraciones hasta alcanzar, sí, la historia de nuestra muerte.

Los defensores de la novela argumentarán que la vida no es otra cosa que una narración larga cuyo título es el propio nombre. Novelas que intersectan con otras novelas, personajes secundarios para nosotros que son héroes de una saga que no leeremos nunca. Puede ser… Pero hay algo innegable: si es cierto que en nuestra muerte toda nuestra vida pasa en cuestión de segundos frente a nuestros ojos agónicos, entonces lo que ocurre es que, al final, toda novela se convierte en cuento corto, en ficción súbita, en producto editado a su mínima expresión, en una hoja de papel arrugada. Y tal vez así, en ese nuevo y reducido formato, en esa compresión al máximo de lo vivido, nuestras existencias adquieren un sentido nuevo y preciso y perfecto que nos hace morir con una sonrisa o una mueca en los labios.”

Esas palabras adquieren un nuevo significado, si no es el mismo, con la resaltante diferencia que no me dejo invadir por inmovilizantes ensoñaciones que me anclan al pasado: esta vez me impelen a terminar de vestirme; a buscar el papel donde tengo anotado una dirección: a preguntarme una vez más si lo que no fue merece una segunda oportunidad de continuidad; a proponerme virar un destino ajeno, además del mío; a albergar la esperanza de que en el repaso final de mi existencia, un nombre, un rostro, de por sí olvidados, lleguen a cobrar mayor protagonismo en la historia de mi vida.

Las dudas permanecen, pero ya estoy decidido a encarar esa parte de mi pasado inconcluso, a retomarlo o, de una vez por todas, clausurarlo, pero no por haberme desentendido de él, que no se diga que al menos no lo intenté. No es mi objetivo insertarme a la fuerza en el presente de aquel pasado, no creo estar obsedido para actuar así, al menos a esta conclusión llegué en mis conversaciones con Mayra.

Mayra. Me pregunto qué estarás haciendo en estos momentos, hoy domingo, aún de mañana. Si estarás durmiendo después de haber bailado toda la noche y parte de este día; si algo te animará a enviarme un mensaje de texto más tarde; si podrás resistir los embates de un pasado que ha irrumpido en tu cotidianeidad y conmocionado notoriamente. Si podrás decirle “no”. “Eso nos diferencia”, concluiste en una ocasión. “Mientras el recuerdo de Fiorella permanece inmaculado para ambos porque nada bueno o malo pasó entre ustedes, yo me aferro a la ilusión de que Branco haya cambiado su actitud del pasado para conmigo, de que ahora todo sea diferente”. Bastó una llamada para que ella se dejara dominar por la avasallante personalidad de él, por sus deseos de poseerse para al final saciarse con efímeros instantes de gozo, el deseo que permanecía intacto pero que a ella solía dejarla insatisfecha emocionalmente. No era sólo sexo lo que ansiaba de él, eso era más que evidente a pesar de sus negativas iniciales. Engañarse es sencillo, y esto también iba para mí.

A Mayra me unía un sentimiento de afecto y complicidad desusados en personas de distinto sexo. Convertidos en confidentes el uno del otro, ambos conocíamos gran parte de nuestros deseos, frustraciones y pequeñas ambiciones y, sobre todas las cosas, evitábamos juzgarnos. Así que no era raro -y lo afrontábamos con cierta dignidad ofendida- que nuestros amigos nos preguntaran en más de una ocasión, a boca de jarro, si nada había pasado entre nosotros en el plano amoroso o si al menos no excluíamos esa posibilidad en el “futuro”, palabra esta que nos causaba cierta comezón por igual ya que la teníamos desterrada de nuestro vocabulario.

Cuando encontré el recorte del diario donde aparecía la foto de Fiorella (una encuesta vecinal que elaboraba el diario de la competencia), no tardé en contarle a Mayra mi descubrimiento y referirle de cuándo y dónde la conocía, la sensación que me producía volver a saber de ella: una comezón de adolescente enamoradizo. “¿Qué esperas para ir a buscarla?”, fueron sus primeras palabras al terminar mi narración. A manera de juego nos planteamos todas las posibilidades: que Fiorella estuviese casada (“mal, aunque podrían ser amantes”), que estuviese divorciada, (“bien, ahí podrías entrar a tallar, pero que los hijos los críe el ex”), que estuviera de novia, (“los noviazgos suelen romperse, sorry”), que estuviera enamorada (“puede tratarse de un enamoramiento precario o creer estarlo hasta que apareces tú”). Menudearon las risas, a pesar, incluso, de su alusión a la supuesta ruptura del noviazgo de Fiorella ya que por semejante trance había pasado un año atrás (y que su paciencia y amistad tanto me ayudaron a sobrellevarlo), y es que con Mayra era inevitable no hallar el lado tragicómico a todo lo que nos rodeaba y sucedía, aunque esto último tal vez era un paliativo que desenvainábamos para aquellas circunstancias poco gratas.

A Fiorella la conocí en la universidad, ambos teníamos la misma edad cuando ingresamos, pero no fue hasta transcurridos dos ciclos que compartimos una misma aula e inevitablemente reparamos en nuestras existencias, para casi de inmediato entablar nuestras primeras charlas entorno al curso que llevábamos en común. A este nivel monótono de charla hubiéramos llegado de no ser porque había algo que nos hacía sumirnos en un mutuo silencio contemplativo del que nos sacaba el timbre anunciando el cambio de horario o nuestros nombres proferidos por algún amigo o conocido en particular, y aquello que podía estar gestándose para franquear el tono académico de nuestras frases, se veía abruptamente interrumpido.

Si a aquellas infelices eventualidades le sumábamos nuestra militante timidez y los apretados horarios de clases que se nos exigía, intimar con Fiorella era algo que se presentaba casi imposible. No podía acceder a ella ni apelando a amistades comunes -que no las teníamos- ni intentando acercarme a una de sus amigas cuyas fachas me causaban cierta inquina inmemorial e inexplicable; menos procurando los buenos oficios de mis condiscípulos, dotados todos ellos en esa época de una sensibilidad paquidérmica y repulsiva a los ojos femeninos, de los que solía evadirme al punto de convertirme a sus juicios censores en el extraño del grupo.

El extraño del grupo, un servidor, cavilaba entorno a su musa: Fiorella, y garrapateaba versos profanando todo tipo de superficies; veía cómo diciembre, los exámenes finales, las vacaciones de fin de año (más de dos meses sin volverla a ver) se avecinaban y él sin dar un paso trascendental. Faltaba un par de días para el examen final del curso que llevaba con ella y, tendido en uno de los jardines del Campus Universitario, de cara al cielo, descifraba vanamente los mensajes que las remolonas y compactas nubes querían comunicarle. Intentar escribir en el aire era un esfuerzo no sólo ímprobo sino el pasaporte sin escalas al frenopático más cercano, aun así, tenía en sus manos un lapicero de tinta liquida, la cabeza reposando en la vereda, el resto del cuerpo en el césped, el brazo derecho extendido, la tinta como prolongación no solo de su mano, sino de su corazón, los ojos que sienten cierta irritación justo en el momento de mayor inspiración, las nubes que se disipan para filtrar un rayo cegador, una imprecación súbita y la mano que ya no responde y cae desangelada hacia atrás y arrastra el lapicero cuya punta entintada mancha una pantorrilla femenina de alabastro, y su dueña en ese preciso instante, desavisada de lo que podía estar ocurriendo a ras del suelo, desdibuja cualquier atisbo de enojo y encara a su improvisado y asustado tatuador, quien ya está de pie farfullando todo tipo de disculpas, de aquellas que provocarían una suerte de interés de entomólogo y desasosegante ternura en la muchacha de blanquecina piel y ojos de ónice. ¡Ónice! Qué rayos es eso, a qué color se asemeja (claramente vio dibujaba esa palabra en el cielo antes de que el sol lo cegara), se preguntarían ambos de camino a la banca más cercana mientras sintetizaban para el otro sus vidas y metas (la palabra futuro siempre inmiscuyéndose pero aún era tolerable en el ayer lejano), y más pronto de lo imaginado, el diccionario pondría las cosas en su sitio (Fiorella tenía los ojos color miel, en cambio…).

Siete años han transcurrido desde aquella fecha. Ahora los libros (algunos libros) me dicen mucho más de lo que leía y desleía en mis contemplaciones celestiales cuando soñaba con ser poeta. Si no fuera por mi empeño en ser periodista nunca hubiera conocido a Mayra (en la sala de redacción de un diario capitalino) y, pensándolo bien, mis trajinadas jornadas laborales no hubieran desgastado mi relación ni pospuesto su formalización legal con la de los ojos de ónice… (Hay algo que me impide nombrarla. ¿Será por aquella frase: lo que no se nombra no existe? ¿Quién o quiénes existen en mi vida?: un puñado de amigos, montones de recuerdos -uno que quiero reincorporar a mi presente- y, por supuesto, Mayra.)

La víspera le comenté a Mayra mi decisión de hacerle una visita sospechosa pero decidida -al contrario de mis indecisiones pasadas- a la de los ojos color miel. Ella, sin que yo se lo pidiera, averiguó dónde vivía y trabajaba, cuáles eran sus números telefónicos fijos, así como, par de gloriosos detalles, que no estaba casada ni tenía hijos, mientras me alentaba a presentarme a su puerta con la excusa que fuera; a hacer, al menos yo, algo inusual y romántico, ya que las improvisaciones me iban bien, a lo que yo le decía que el romance nunca se dio y que dónde quedaba nuestra máxima de que el amor no existe. Hasta que encontré esos párrafos literarios y, como antaño, sumido en mis meditaciones, me preguntaba si alguna vez yo había tomado la iniciativa en alguna relación amorosa, por efímera que esta hubiera sido (por descontado el resultado era negativo pero no desmoralizador).

Ahora Mayra está en mi memoria, sonriendo de oreja a oreja por la noticia que acabo de darle (según sus palabras, iba a retomar una historia interrumpida de mi vida, por la cual valía la pena apostar). Yo, íntimamente contagiado por su positivismo, la veo como nunca, quizá porque esta vez sí le creí cuando, como adivinándome el pensamiento, me dijo que no me preocupara por ella, que no pensaba contestarle nunca más, ahora sí era definitivo, al…, al…, y no supo cómo llamarlo. “Lo que no se nombra, Mayra, no existe”. ”Sí, ya lo sé, por eso bailaré pensando en ti -y pronunció mi nombre como nunca lo había hecho- y tu futuro con la de los ojos color miel” y advirtiendo el escalofrío que esa palabra proscrita me produce, posó dos dedos en mi boca, selló mi labios e impidió que ese instante lo recordara de otra manera y están guiando mis actuales pasos, desandando otros ya dados.

***

Estoy frente a tu puerta... Saco dos papeles de mis bolsillos. Uno tiene un par de párrafos hasta cierto punto motivadores, otro una dirección a cualquier parte. Uno de ellos me lo regaló la literatura, el otro podría llamarse el tributo de una amistad. Estoy convencido que ninguno de esos papeles que estoy estrujando me sirvieron para llegar a ti, que no quiero cobrar un falso protagonismo allí donde en su momento siempre fui un actor secundario, que la amistad puede desembocar en un sentimiento más grande sin pervertirse, que una ceguera mayor estuvo impidiéndome ver, de frente, el sol que los últimos años tuve a mi lado y me regaló su brillo, sus nubarrones, sus ocasos. Y es su puerta la que toco, y eres tú quien me abre, y no pareces sorprendida sino expectante, y basta decir nuestros nombres para entender tres años a cuestas y el futuro que ambos estamos escribiendo apenas nuestros labios se juntan y se dan la bienvenida como quien en un simple acto, llamado beso, redefine la palabra amor, sus consecuencias y retoma una historia en común.

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