Hace poco menos de dos años que conozco a C de Internet y hoy recién la conoceré. Durante todo este tiempo somos los dos perfectos desconocidos que se saben algunos secretos, que han intercambiado pareceres sobre un mismo tema, discutido virtualmente mas nunca escuchado al otro, menos visto por foto o webcam (yo de todas maneras intuyo su rostro simétrico). Solo el lenguaje escrito ha sido nuestro medio de comunicación y, por deformación profesional, bastante ceñido a las reglas gramaticales y ortográficas poco usuales en los tiempos telegráficos -cargados de emoticones y demás artificios- que discurren.

En contra de lo que podría pensarse, nuestro recurrente tema en común han sido los gatos y no tanto la literatura que nos apasiona de diferente manera y grado, con contadas coincidencias, ya que además de nuestros diametrales y hasta cierto punto complementarios gustos, su manejo de otros idiomas la llevan a leer preferentemente a autores franceses en su idioma original, a la par de las lecturas obligatorias, pues C recién acaba la carrera de literatura este semestre, mientras que yo hace siete -como las vidas del gato- años que egresé, de lo que se desprende nuestra diferencia de edades que nunca representó un obstáculo a la hora de entendernos, mérito que le corresponde a ella y a su madurez transparentada.

Dije -y no exagero- que nuestro tema recurrente siempre ha girado en torno a los gatos, y no solo los que abundan en las letras ajenas. Por foto -única licencia que nos hemos permitido hasta hoy- conocemos a nuestras respectivas mascotas gatunas. Ella tiene dos: Aisha y Draco, yo a Aryel. Entre otros asuntos, hemos llegado a debatir -situándonos cómodamente en sus lugares- sobre qué es lo que prefieren los gatos domésticos en general: si la comida casera o la balanceada (ella prepara los alimentos de sus gatos, a mí me viene de perillas el friskies); sobre el verdadero valor nutritivo de la leche (nulo según ella, imprescindible creo yo). Sobre la inmortalidad del pericote en los sueños opiáceos de los gatos en general y que ambos envidiamos desde nuestra posición de insomnes internautas. Sucede que poco o nada compartimos de lo que nos acaecía durante el día, salvo nuestras lecturas que son lo más parecido a los sueños.

Alguien se preguntará si esta complicidad virtual no ameritaba que nuestro encuentro se hubiera dado antes, si no me correspondía a mí invitarla a salir, a dar el primero paso. No hice poco al respecto. A la tercera o cuarta evasiva por parte de ella asumí que nuestra agradable relación cibernética permanecería incontaminada por las falsas ilusiones que, para qué negarnos, ambos podríamos albergar en nuestras mentes: la construcción no de un ente de carne y hueso sino de un personaje tal vez más cercano al universo ficcional que nos fascinaba por igual; lindante con nuestros diurnos ensueños.

“¿Cuándo podré conocerte?”, aventuré en tono directo a preguntarle alguna vez (casi siempre apelaba a circunloquios demasiado evidentes), a lo que ella me respondió: “Un miércoles de Luna llena” y como si estuviera leyéndome la mente complementó su respuesta con un “No creas que soy un licántropo”. El simple hecho de que aquello se me pasara por la mente me avergonzó. ¿Podía haber alguien más real y cercano en gustos e intereses que ella y no considerarla mi semejante? ¿Quién era yo para juzgarla más allá de lo que me contaba, de lo que me permitía saber de ella? Nadie, y concluí aquella vez que la vida mundana que llevaba no me daba derecho para exigirle conocernos ni investirme de falsos derechos ni deberes; hasta que ella y el calendario hicieron el resto.

Para estar a tono, C me ha citado a las 9 de la noche de un martes en una librería céntrica. Son las 10. Están cerrando. Siento como si me hubieran echado del local y aguardo en los alrededores a que aparezca. No sé cómo podría identificarme, no me dio chance ni para decirle cómo iba a ir vestido -todos son iguales, arguyó-, menos quiso decirme ella cómo iba a estar trajeada. Lo único que me quedó claro es que yo sería quien advertiría su presencia.

Deambulo. El cielo se ha despejado, veo una hermosa Luna, ya debe ser miércoles. Unos tipos pululan a mí alrededor. El corazón se me agita. En mi interior ruego porque C no se aparezca; si tengo que liarme con esta gentuza, no quisiera que ella esté presente. Los aborrezco, siempre ha sido así y lo peor es que creo que a ella esto no le importaría en absoluto. ¡Demonios! ¿No pude haberme equivocado con mis vaticinios instintivos esta vez? La siento, la huelo, la veo aproximarse; ellos también la perciben. ¿Cuántos son? ¿Cinco, seis, siete? El ronroneo de C ha sido opacado por nuestros maullidos. ¡Acá vamos otra vez!

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