Ayer, 6 de marzo, Gabriel José de la Concordia García Márquez (o simplemente Gabo) cumplió 80 años; en mayo, su afamada novela “Cien años de soledad” cumplirá 40 de su aparición; en setiembre celebrará los 60 años de la publicación de su primer cuento, “La tercera resignación”; y en octubre serán 25 los años transcurridos desde que recibiera el Nobel de Literatura. Alguna vez dijo que los homenajes son como una especie de embalsamiento prematuro, pero qué duda cabe: este es su año, un 2007 que lo sorprende con esa misma vitalidad y jovialidad que trasunta su obra.

Anoche releí algunos pasajes de “Vivir para contarla”, hasta ahora el primer tomo de sus memorias. Volví a cotejar aquellas coincidencias evocativas, heredadas y vivenciales, que se pueden rastrear en sus ficciones, principalmente en Cien años de soledad. Algunas son el lance de honor que tuvo que afrontar el Papalelo Nicolás (otrora coronel liberal y artesano de pescaditos de oro), cuyos verídicos detalles quedaron entre brumas y en la ficción desencadena el éxodo del patriarca juvenil de los Buendía hacia Macondo, mientras que a los Márquez los llevó a afincarse en Aracataca.

Las 70 bacinillas que la abuela Mina tuvo que disponer cuando su hija Luisa Santiaga pasó las vacaciones acompañada de sus amigas, en la novela son 72 las que se agencia Fernanda del Carpio ante la llegada de Meme, 4 monjas y 68 compañeras. La elaboración por parte de la tía solterona Francisca Simodosea de su propia mortaja, se espejea en la misma actitud tomada por Amaranta al final de sus días, célebre ésta por la venda negra de la terrible expiación en la mano, cuyo par en la realidad sería la que se vendó Tranquilina, quien en un rapto de furia levantó un cuchillo contra su hija que estaba de amores con un telegrafista y además hijo natural (el futuro padre del escritor). Gabo nos cuenta también la peculiar costumbre de su hermana Margot de masticar tierra, hábito que transfiere al personaje de Rebeca, la novia perpetua de Pietro Crespi.

Recuerdo claramente la primera vez que leí uno de sus libros: su colección de cuentos agrupados bajo el título “Ojos de perro azul”, en una edición sencilla e ilustrada con dibujos llamativos, los cuales años después pude rescatar de la voracidad de las polillas, ya que por esa época, tendría unos 12 años, solía guarecer los libros pequeños en cajas y los olvidaba tentado por la novedad de otros tantos.

Supe del estropicio de las polillas cuando en mis manos cayó la responsabilidad escolar de leer una novela de cualquier autor latinoamericano. Los ecos de la fascinación que “Cien años de soledad” producía en los mayores hicieron que escogiera ese libro con las consabidas consecuencias: sucumbí a la cadencia de su prosa. Desfrontericé la realidad e incorporé lo fantástico como parte de lo cotidiano (empresa hasta entonces llevada a cabo sólo en mis sueños) y, lo que resulta obvio en un adolescente, vi en cada chica de mi edad una Remedios la bella, mi bella.

No me consideré con las armas necesarias para resumir la novela y presentarla como trabajo de asignación. Paladeando aún sus pasajes, sobre la marcha tuve que acometer otra lectura (Los perros hambrientos de Ciro Alegría). Cumplido el deber, me interesé por todos los libros del colombiano que tuviera disponibles en la biblioteca de mi abuelo, pero recordé una lectura primigenia, su libro de cuentos, y acudí en su rescate.

Al abrir la caja, contrario a mis pronósticos macondianos, no fueron flores ni mariposas amarillas las que me envolvieron, sino los estragos del tiempo y la paciente labor de las polillas, voraces lectoras, pero a su modo.

Pasaron varios años hasta que pude reponer aquellos libros devastados no por un viento bíblico sino por vulgares psocópteros, pero a partir de aquella doble experiencia, tengo a Gabo en mi parnaso literario personal y a todos mis libros les dedico los mismos cuidados posibles, sin distinción alguna, aunque uno siempre tenga sus favoritos.



Buscando en mi memoria situaciones de la vida real para el segundo, recordé que una de las mujeres más bellas que conocí de niño me dijo que quería estar dentro del gato de una rara hermosura que acariciaba en su regazo. Le pregunté por qué, y me contestó: “Porque es más bello que yo”. Entonces tuve un punto de apoyo para el segundo cuento, y un título atractivo: “Eva está dentro de un gato”. El resto, como en el cuento anterior, fue inventado de la nada, y por lo mismo –como nos gustaba decir entonces– ambos llevaban dentro el germen de su propia destrucción. (Vivir para contarla, pág. 300)

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