( Misunderstood )


Aún quiero creer que es parte de un insondable misterio lo que en los últimos meses me ha venido sucediendo. Después de ceder a mi propósito de no coger nunca más los libros, me son ajenas las causas de cómo estos han ido llegando a mi puerta para seducirme con sus títulos y páginas. Por si fuera poco, sus temas y tramas estaban ligados a una experiencia reciente totalmente ajena a mis viejas convicciones o en torno a ciertas cavilaciones y obsesiones que suelen atormentarme; e indefectiblemente todo ello está relacionado a un ex amor. De cómo dejé las lecturas y estás volvieron a mí, amén de otras promesas a las que claudiqué, trata el siguiente relato, así como la manera en que contribuyeron esos libros a prolongar mi existencia; a volver a la escritura y echarle una mirada entre sorprendida y nostálgica a mis luchas por convivir armoniosamente con ese pasado que se sintetiza en aquel objeto que pende de una viga en algún rincón de esta casa.

Fue en noviembre del año pasado que Morgana decidió terminar definitivamente cinco años de, a decir de ella, infructuosa relación conmigo. Anteriormente, ese mismo año rompimos por lo menos en tres ocasiones, todo un récord recién inaugurado, alternándonos el rol protagónico de quien mandaba al cacho al otro. Tal vez la costumbre y cierto empecinamiento, donde la esperanza de tiempos mejores semejaba una quimera, sumado al orgullo de no convertirse en el “choteado”, de la mano de posteriores falsas reconciliaciones, hizo que Morgana, quizá inspirada en alguna de sus series favoritas (de esas que tienen como protagonistas a mujeres emancipadas, sexualmente activas y mentalmente premenopáusicas), no tuviera mejor idea que terminar con una llamada telefónica en vísperas de mi cumpleaños.

Si bien el tedio había enrarecido nuestra atmósfera común y el cariño nos unía con los tenues lazos de la costumbre, nunca imaginé semejante deslealtad, su impersonal ruptura. Tentado estuve de ir a su casa ante sus negativas de al menos conversarlo mejor, cara a cara. Ella no quería verme. Alegó, entre otras cosas, que tenía miedo de mi reacción, porque esta vez sí era definitivo. Me consideraba emocionalmente peligroso y lo peor que podría pasarle es que volviera por lástima (más tarde me preguntaría si no fue por esa razón que decidimos darnos otra oportunidad cuando me vio abatido por el fallecimiento de mi mamama). Escucharla decir aquello me dejó indignado y la emprendí a gritos por el auricular, lo cual de alguna manera le corroboraba al menos mi agresividad verbal. Me era imposible quedarme mudo y estupefacto a la vez.

Consecuentemente vine a sumirme en una profunda y jamás experimentada depresión que solo mi orgullo pudo disfrazar ante mis conocidos. Mantener ante los demás la careta de la normalidad es desgastante e inútil. Tal vez me hubiera sido de bien contarle a alguien por lo que estaba pasando, pero a decir de muchos se veía que lo había superado de sabia manera, sin dárseme por los excesos ni el encierro (qué poco me conocían, y yo a mí). Como no quería contradecirlos ni hacerlos cargar con el real peso de mis penas, me inventé múltiples ocupaciones y tuve el tino de renunciar al trabajo. Por esa época dictaba clases a nivel secundario en tres colegios particulares. Afortunadamente la pronta finalización del año lectivo ameritaba solo un repaso previo a los exámenes finales, que un profesor suplente, y mi futuro reemplazante, desempeñaría con eficiencia. La farsa de la normalidad me hubiera sido imposible mantener ante esos adolescentes, sumamente despiertos y sensibles a los avatares del corazón. También pensé, como una idea no del todo erradicada hasta hoy, en el suicidio, y el inconveniente prototipo de perfecto suicida que negativamente podía irradiarles mi figura.

Yo vivía en el tercer piso de la cómoda y espaciosa casa de mis padres. Tenía acceso independiente a mi habitación, una especie de mini departamento teñido de los recuerdos de las horas pasadas con Morgana (días y noches, pleitos y amistes, objetos que formaban parte de su particular decoración y buen gusto), y de los cuales quería deshacerme de alguna manera. Le propuse a mi padre mudarme a la casona que la abuela me había dejado como herencia. Alegué que quería empezar de cero y con nuevos bríos el nuevo año, aprovechar las vacaciones de verano. A mi madre se le iluminaron los ojos creyendo avizorar mi pronto matrimonio, si bien no con la pelo pintado (así se refería a Morgana por sus encendidos cabellos, que consideraba producto de los tintes y cuyos denuestos yo atribuía a una entendible envidia y al celo materno, a la nobleza de sus coloreadas canas y a ser su último hijo varón), retomando lo dicho por mi madre, si bien no con Morgana con otra joven (“ahora sí búscate una que tenga tus años”) en edad de merecerme.

La casona de mi abuela, construcción cincuentera de adobe y quincha, se ubica en el centro de la ciudad. De techos altos y amplias ventanas, sus servicios higiénicos requerían urgente mantenimiento. Puse mi famélico empeño y significativos ahorros para hacer de mi nuevo hogar un lugar habitable aunque no tan digno de su ocupante y novel dueño, a la vez fuente de ingresos ya que tenía planeado alquilar tres de sus cuatro habitaciones. Diciembre me lo pasé en esos menesteres, supervisando las labores de refacción y sumiéndome en incontrolables accesos de sueño que no eran otra cosa que los síntomas de mi autodiagnosticada depresión (enfermedad de la que conocía solo por los libros) cada vez que por un resquicio Morgana entraba a sus anchas y me devoraba el cerebro y el corazón.

Cambié, pues, no solo de domicilio sino de costumbres. Dejé en la casa de mis padres todos mis libros y revistas, y traje conmigo televisor, equipo de sonido, laptop -por si acaso- y compré algunos electrodomésticos indispensables que me faltaban (una arrocera, un reducido microondas, etc.). Quemé recuerdos, fotografías, que no tuvieron tiempo de formar parte de algún muñeco que simbolizara el año viejo, porque me escocían cada vez que me urgía contemplarlos. ¡Cómo me desasosegaba el espíritu navideño que se respiraba en el ambiente! Me alejé definitivamente de mis amigos con aspiraciones literarias. Tenía proscritas las páginas culturales de los diarios que leía, no fuera a ser que me viera tentado de adquirir alguna novela o libro de cuentos de reciente publicación. Frecuenté solo, cosa nunca antes hecha, salas de cine ubicadas en los distritos periféricos de la ciudad, con el fin de no encontrarme con Morgana. Me hice adicto al cable, a sus series, ánimes y películas, a los DVDs, y aficionado a los más heteróclitos géneros musicales que en el pasado hubiera juzgado gañidos de aparecidos, mas también tuvo su lado bueno, ya que me cultivé en el gusto por el jazz. En suma, me volví un parásito que la Navidad y el recibimiento del Año Nuevo se los pasó durmiendo con el televisor encendido.

A mediados de enero de este año estuve en condiciones de recibir a mis nuevos arrendatarios. Mi rutina no había sufrido mayores variaciones, aunque cierto pensamiento morboso me llevó a alucinar con mis futuras inquilinas. Sí, así pensaba, en femenino. Cobijaba la idea de tener una que otra aventurilla o encamada, lo que en un principio me llevó a rechazar no solo a los tipos que venían por el aviso, sino a las mujeres que consideraba poco agraciadas. Mas como llegó febrero, y la plata la despilfarraba en mis estrenadas aficiones audiovisuales, irremediablemente tuve que aceptar lo que la providencia me endosaba: tres envidiables y flamantes parejas, cuya sola presencia, y según contrato de medio año, iban a enrostrarme que jugar a ser felices es inmoral pero ético a pesar de las fachas de misántropo del casero: un servidor.

El disco duro de la memoria no es formateable, salvo grave enfermedad, y mi memoria de elefante, caprichosa cuando quiere y perjudicial la mayoría de veces, solía dedicarse determinados días al mes a asociarlos con los aniversarios que Morgana y yo jamás celebraríamos, con el malsano añadido -de manera unilateral y masoquista- de nuestra definitiva ruptura y los meses, días y horas sin verla u oír su voz, como quien conmemora sus derrotas.

Transcurrió un verano poco caluroso, pero mi añoranza de días de playa en compañía de Morgana, en connivencia con mi palidez acentuada por el encierro, manifestaba a ojos de los desconocidos, rasgos insoslayables de mi involuntaria excentricidad. Empecé a notar los efectos de mi exilio apenas atisbé cúmulos de grasa en diversas partes de mi cuerpo, debía prolongar los paseos a comprar. Contrariamente a lo que pensaban mis amigos, el hecho de llevar una vida dedicada a la docencia y a leer y escribir, lo cual creí haber abandonado por lo siglos de los siglos, siempre hizo de mí un ser sociable. Bueno, quién no lo sería al lado de Morgana; pero igualmente, en mis tiempos sin ella, en compañía de otras enamoradas o la patota de la época escolar o universitaria, fueron los de mayor enriquecimiento lectoral y de múltiples actividades recreativas y culturales que recordaba con melancolía. Dormía poco, pero descansaba lo suficiente como para acometer los días venideros, descubrir el placer de la lectura, a cualquier hora y en donde sea. Eran impensables las siestas diurnas y nocturnas que el futuro me depararía.

Con Morgana prácticamente no teníamos amigos en común. Las reuniones se daban o con sus amigos o con los míos. Yo era, según sus palabras, su único y mejor amigo, trato -de amigos- que quería seguir manteniendo conmigo y que me pareció una aberración, tal como se lo dije para percibir luego sus diatribas por el hilo telefónico. A veces imaginaba las consecuencias de haber aceptado su propuesta para continuar siendo amigos. Si bien la vería esporádicamente, conociéndome, esta opción reportaba mayor peligro emocional para ambos. Lo peor que me podría pasar, me decía, era que llegara a odiarme por pegajoso e insistente, ya que no cejaría por todos los medios en reconquistar su amor. Me conformaba, pues, con pensar que el no darle señales de vida lo tomaría como signo de haber superado nuestra separación, por muy equivocada que sea esta apreciación.

No tenía libros que leer o releer, pero perfectamente recordaba tramas completas, capítulos de las novelas que más me emocionaron, personajes con los que me identifiqué. Echado en la cama, entrecerrados los ojos, reconstruía aquellos pasajes de ficción, recreaba sus situaciones mentalmente, las variaba ostensiblemente y de pronto, me convertí en protagonista de una tragicomedia que tenía a Morgana desempeñando diversos roles, desde femme fatal a casta novia, de amante despechada a tenaz ama de casa, mujeres todas ellas ideales e idealizadas para el personaje masculino que yo encarnaba en estas elucubraciones y que adquirían otros matices en el cine de mis sueños, adonde iba a parar la puesta en escena mental. Libros y personajes me unieron a Morgana de alguna manera y pensaba que alejándome de ellos también lo haría de su recuerdo; un yerro más de los que iba decantando mi estragado raciocinio.

Conocí a Morgana un 16 de agosto de hace seis años, en una feria de libros de viejo. Soportábamos uno de los más crudos inviernos que ese día en particular nos regalaba una temperatura benigna, lo cual no era razón suficiente para que desabrigara su hermoso cuello y sus bellas manos. Convenientemente enchalinada y enguantada, más cierto aire del que sabe lo que busca pero todavía no lo halla, su figura no pasó inadvertida a mi vista. Me aproximé al stand que concitaba su interés y me sumé a la búsqueda de libros. De pronto, un título común concitó nuestra atención. Sin atrevernos a asirlo, preguntamos casi al unísono por su precio. Reparamos en la coincidencia, intercambiamos miradas y sonrisas. En segundos pensé desde obsequiarle el libro de memorias de Vargas Llosa que sin duda le interesaba (yo quería reponerlo en mi biblioteca luego de su extravío) hasta hablarle de sus bondades, sin importarme que en ese momento éramos unos extraños el uno para el otro. Ella estaba sumida en sus propios pensamientos, cuando de pronto, alguien más, que evidentemente escuchó al librero, estaba abonando su valor y llevándoselo ante nuestros sorprendidos ojos. Prácticamente el “Pez en el agua” escapó de nuestras redes; Morgana no podía hacerme lo mismo. Repuestos del pasmo y luego de las subsiguientes y renovadas sonrisas, no exentas de frustración, cruzamos algunos comentarios sobre nuestra devoción vargasllosiana y lo graciosa de la anécdota. Ante mi propuesta decidimos continuar la plática en otro lugar, no bien terminásemos nuestras pesquisas, a lo cual no puso reparos. A la media hora nos encontrábamos sentados a la mesa de un café cercano. Eran las seis y cuarto de un día que me iba a resultar inolvidable. Congeniamos y nos gustamos. Los días siguientes las llamadas telefónicas menudearon; largas conversaciones donde nos preguntamos de todo, gustos no solo librescos, sino musicales, cinéfilos, culinarios y banalidades en general. Acordamos vernos por segunda vez en un cine, y, ante la lista de la cartelera, cada uno tenía su película predilecta, así que salomónicamente vimos ambas cintas, como ocurriría en ciertas ocasiones con el pasar de los años (por lo general a uno de nosotros terminaba gustándonos más la película que el otro había escogido). Al final de una tercera salida (dos de setiembre, próxima la medianoche de un sábado septembrino, para mayores señas) nos besamos e hicimos enamorados, a pesar de las diferencias de edades, Morgana cinco años mayor que yo, lo cual nimbaba nuestra relación con un aura transgresora y prohibida. Pronto a cumplir veintitrés años, había conocido el verdadero amor. ¿Alguien podía dudar del amor a primera vista? Sin duda serían los mismos que no creían en las rupturas por vía telefónica.


Continuará...

La mañana se presenta promisoria. Es lunes, precedido por un feriado largo, el clima es benigno, condiciones favorables para que inicies la semana con buen pie. Sobre ti pesa una responsabilidad que llevas con honor. Te sientes seguro de formar parte de aquellos prohombres anónimos que contribuyen al desasnamiento de las masas. Antes de salir a la calle has revisado tu traje, algo usado pero digno, implementado el maletín, puesto las gafas y el reloj.

Como de costumbre, te detienes en el puesto de periódicos de la esquina. Lees los titulares de los diarios exhibidos, las mismas noticias (Miembros del orden implicados en actos delincuenciales…). Luego, te acercas al atareado periodiquero que en ese momento ha vendido uno de esos diarios chicha con la calata de rigor (Cae banda de polis en actividad: Compartirán cana con preciosos de Luri…). Esas actitudes ajenas te ruborizan, tú sí sabes escoger tus lecturas. Julio te saluda y alcanza los semanarios culturales de reciente circulación, los que siempre ojeas y nunca compras. Una gran noticia te remece: la clausurada y flamante Feria del Libro ha sido un éxito en asistencia y ventas. No puedes evitar sentirte parte de esos logros. A tu modo, también contribuyes a la difusión de la cultura, pero una de tus cualidades naturales es la modestia, y ahí quedará el asunto. ¿Quién dijo que los peruanos no leen?

Alguna vez habías leído una escalofriante estadística: los peruanos leen en promedio un libro al año. Siempre dudaste de aquellas cifras, el día a día te daba la razón: gente leyendo en parques, en el transporte público, haciendo cola para alguna gestión, aunque siempre se presentaba cada hecho que formaba parte de tu anecdotario personal.

Como aquella vez en el micro, cuando hiciste una pausa en tus labores. Fiel a tu estilo, vagaste la mirada por los pasajeros. Desde tu ubicación, cinco filas de asientos atrás, viste a una joven leyendo, ajena al mundanal ruido, en actitud solemne y reconcentrada. Pensabas ser el testigo del poder de la lectura, del hechizo de una trama. El rostro de la muchacha parecía transfigurarse, incluso percibiste atisbos de lágrimas. Sin pensarlo dos veces guiaste tus pasos a la altura de la insoslayable lectora para dar con el título del milagroso libro. Grande fue tu sorpresa cuando descubriste la causa del llanto incontenible que se apoderaba de la joven: el libro albergaba una página ajena, expedida en alguna clínica u hospital, una sentencia que resumía la frase de letras grandes “diagnóstico del embarazo, positivo”. Saliste disparado.

Las bocinas de los autos te sitúan en el presente. Devuelves las revistas, te despides de Julio. Chequeas tu reloj, es hora punta. Ves con nostalgia a unos escolares con sus llamativos uniformes y recuerdas el color rata de antaño. El semáforo está en rojo. Calibras los autos estacionados. Entre custers y micros te decides por uno no tan lleno. Ni bien pones un pie en las escaleras, eres recibido por el ceño adusto del cobrador. Subes, te ubicas adelante y apoyas en el respaldar de uno de los asientos. Rechazas con un gesto amable a quien intenta cederte el asiento. El chofer te dedica una mirada reprobatoria por el espejo. No acusas recibo.

De pronto, todo parece sucederse simultáneamente. El semáforo está en verde; abres tu maletín; alguien, que solo puede dirigirse a ti, dice que al fondo hay sitio; has extraído un par de ejemplares. El chofer pone segunda y ahora dirige la mano libre a la perilla del volumen de la radio. Tú no te inmutas. Comienzas a soltar tu perorata seguida de la primera frase célebre, cuando el retumbar de los parlantes parece competir contigo en sonoridad y eficacia. Así de incomprendido es tu oficio.

Pocas cosas peores que salir expectorado de tu propio cuarto, y además mojado, después de unos momentos calenturientos que prometían una noche lujuriosa. En la calle, bajo la anoréxica garúa limeña, me sentía como Chespirito imitando al actor de una vieja película-musical, pero sin paraguas ni verdadera o artificiosa lluvia. Escenográficamente hablando, me faltaba todo, salvo la sensación de humedad y la nariz constipada que me hacía pensar en lo pernicioso de este invierno. Sin embargo, la cordura aún no la perdía, y esa gente que miraba a un ensopado tipo me daría la razón.

El affaire, por nombrarlo de una manera decorosa, fluía dentro de lo previsible. A pesar del tiempo transcurrido, fue grato reconocerla y encontrarla desorientada en una avenida -se mantenía joven, aunque pasasen los años-, para minutos después verla vestida con lo mínimo indispensable, bajo mi precario techo, sin las miradas libidinosas que se la querían comer con los ojos. “Amigos y amigas de la calle”, me diría con total desparpajo. “Tus amigos no son mis amigos, al menos esta noche”, le dije. Ella, fiel a su estilo, sonrió coquetamente para todos, no solo para mí. Su risa de dientes perfectos me pareció una promesa de todos los incisivos, caninos y demás que me faltarían en mi vejez. Por si alguna vez, de acá a algunos siglos, nos volviésemos a ver, consideré pertinente ahorrar para comprarle una dentadura postiza, y así yo pueda contemplar, gracias a la cosmética, su eterna sonrisa primordial; en caso contrario, me sería beneficioso.

En mi cubil tenía muy poco que ofrecerle para beber, así que improvisé un trago mezclando los restos de una bebida gasificada con algo de alcohol medicinal, lo que nos sirvió para combatir el frío. Y cuando ella ya estaba bastante desabrigada, burbujeando ardores, y yo harto motivado… ¡Miércoles! Unas gotas caen del techo; y otras más. ¡Miércoles! Inundación en el piso superior y la jodida filtración. “¡Mierda!”, dice ella que no se aviene con eufemismos y se empieza a vestir y yo trato de calmarla, que si colocamos la cama unos metritos más allá, y un balde, bueno, unos vasos debajo de. No hace caso de mis medidas de emergencia. Me resigno a verla cruzar la puerta, a dedicarme la noche entera a oír el golpeteo del agua, a sentir mi corazón como un puzzle al que le faltan todas las piezas porque se las ha llevado; a no saber nada de ella por sabe el diablo cuánto. Mas veo cómo agarra mi frazada y la tira a una parte seca del suelo, se arrebuja y me ordena que me vaya, ipso pucho, que la deje descansar y yo obedezco no sin antes botar la basura por la ventana y ubicar estratégicamente el tacho y los vasitos debajo de las goteras.

Lloviznaba en la calle, el frío había amainado un poco, mi errabundeo me llevó cerca de una muchedumbre nocturna que se solazaba en la contemplación de algo o alguien. Me acerqué. Se trataba de un tipo que cantaba algo en inglés, mientras hacía piruetas lógicamente risibles para un público poco conmiserativo, sin importarle un pepino el espectáculo que daba a esas horas y bajo la ducha que una tubería rota, cual aspersor, lo bañaba torrencialmente. El sujeto alucinaba que estaba cantando bajo la lluvia, pero se le veía feliz. ”Las cosas que haces luego de un buen polvorín”, me dijo un nictálope transeúnte, con mundana sabiduría.

Sí, claro, el tipo estaba cantando bajo la lluvia y yo hueveando bajo la garúa.

...

Me despierto. Mis ojos se acostumbran a la penumbra de la habitación. Trato de ubicarme en el tiempo y el espacio; este último me es familiar o quiero creerlo así. Miro hacia arriba y no es el techo de tablas del cuchitril de mi sueño; estas paredes no filtran la humedad. A mi izquierda, unas cortinas ligeras cubren una amplia ventana y la luz exterior que se despierta con cada amanecer. ¿Qué horas darán? ¿Qué día será hoy? Nuevamente tengo una respuesta para la segunda cuestión. Debe ser domingo a juzgar por los elementos aún velados y mi posición en esta cama, la cual considero mía. Una pantalla de televisor se atisba metros adelante, la imposibilidad de asir el reloj despertador porque no está a mi alcance -este siempre lo dejo en la mesa de noche del lado derecho-. A mi diestra, una presencia femenina, con su aroma característico, descansa ajena a mi vigilia. Ahora sí estoy seguro que es un domingo cualquiera de los últimos meses, rutinario en sus olores, el gusto en mi boca de algún licor y la disposición de ciertas cosas -me incluyo- que los otros días de la semana no admitirían: la TV en mi dormitorio, ella en mi lado favorito de la cama y yo a años luz del reloj despertador; en las fronteras de la irrealidad.

Me reacomodo. Pongo las manos debajo de mi cabeza y mientras afuera la luz del alba termina por definirse, y los mínimos ruidos de la ciudad acaban de darse cuerda, me concentro en la evocación de mi sueño y trato de buscarle un significado porque no es la primera vez que sueño con una situación similar. El escenario puede ser distinto, menos menesteroso o hediondamente opulento; pero siempre la misma sensación frustrante, el romance interrumpido, el deseo insatisfecho frutos de algún imprevisto cómico. El peculiar ritmo de la narración que hago de mi sueño, con flashback incluido. La mujer de rostro y cuerpo desconocidos, incotejables en la realidad, pero que en el sueño se me hace alguien muy querido, tal vez amado en otro tiempo. El final feliz del sueño depende de su esquiva y negada compañía, cobrando visos de pesadilla, mas soy testigo de algún hecho ridículo que anula cualquier tono melodramático a mi sueño, tornándolo tragicómico.

Son absurdos los sueños, siguen su propia lógica, vienen mal editados, pienso; y lo que es peor, son parte de la vida, por más que se emancipen de la memoria, de la vida de quien los sueña. Ya quisiera tener sueños más banales y descartables. Soñar con perros, por ejemplo, sueño que se ha convertido recurrente en un amigo. Yo que siempre lo veo con un libro bajo el brazo, mientras me contaba algo, me fijé en el título: “Perros héroes”, de un tal Mario Bellatín. Corté su monólogo y le dije que esa debía ser la causa de sus sueños con canes: sus lecturas, la tarea que cierto día le encomendaron: “literatura y perros”. Desecha mi interpretación, ya hubiera él querido soñar con gatos cuando su labor consistía en ubicarlos en las ficciones, o por qué ambos no llegamos a soñar recurrentemente con “telos” cuando no teníamos departamento propio y éramos caseritos de unos cuantos, hasta que alquilamos un cuarto que, como en la “Casa de tantos” de la novela de Nicolás Yerovi, nos turnábamos en ocupar con nuestros respectivos ligues. Se siente ofendido, algo importante para él debió estar contándome, y se va con su perorata a otro lado. Ese día también le dediqué unos minutos a mi sueño recurrente y a buscar en los rostros de las compañeras de trabajo y en las practicantes alguno que me sea familiar al soñado.

Afuera, algunas aves empiezan a cantarle a la alborada. La habitación parece desperezarse asumiendo mayor nitidez. Las paredes aún no revelan sus tonos pastel. Regreso a mi imperfecto sueño, no por el fondo sino por la forma. La trama ahora es lo de menos. Para ser un sueño perfecto le faltaría, entre otras cosas, un buen epígrafe y una música de acompañamiento. Que los sueños no vengan con moraleja pero si con el fraseo de algún escritor o su personaje a manera de introducción y que estén musicalizados. Otra vez se me viene una solución para lo segundo: “El aguacero” de “El Gran Combo” -¿de cuándo acá me gusta la salsa?-. Sí, todo exceso es una caricatura, un aguacero en esta ciudad es un improbable. Una interpretación de mis sueños vendrían a ser una parodia de la realidad futura, la cual suele ser impredecible, invaticinable por su complejidad. Pero nada pierdo con explicarme lo tangible para aproximarme al mundo de los sueños, hacer el camino inverso para exorcizarlos mediante la escritura o su evocación, con tal de que me dejen en paz. La clave está, como casi todo en la vida, debo admitirlo, en el pasado; la misma sensación actual, de hace horas, de hace días, trasladada al plano onírico. No es ella quien en estos momentos se está despertando con su insolente juventud que cree redimirla de toda ignorancia, con ese cuerpo núbil que se ofrece ciegamente y que parece pretender cancelar el futuro porque está lleno de presente. No es ella, pero ya quisiéramos los dos.

La claridad aún no está en su apogeo. Cierro los ojos antes de que su voz emita un saludo, una falsa queja, una palabra cariñosa o sus manos se encarguen de todo lo anterior. En mi íntima oscuridad, "cual túnel al final de una luz", me apodero de una frase leída: “A mí me gusta estar solo. La soledad está llena de personas”, y se me ocurre insertarla como epígrafe de mis sueños futuros, pero concluyo que es más acorde con mi realidad. Voy a abrir los ojos. Una gota de agua cae del techo y me moja la nariz.

...

- Oye, despierta que estás hablando dormido.
- ¿Qué pasó?
- Hablabas entre sueños y me has despertado.
- Pero no tenías que mojarme.
- Yo no te he mojado. ¿Acaso no te acuerdas de las goteras de anoche?
- ¡Cierto! El motivo de tu enojo y que terminaras echándome de mi cuarto. Tú también tienes la cara húmeda…
- Ya, ya. No te hagas el ofendido. Bien que volviste y te aprovechaste de mí.
- Jo
- Pero, ¿cómo se te ocurrió venir acompañado?
- ¿Qué dices?
- ¿No te acuerdas que viniste con un tipo salido del diluvio universal y…?
- Ah, ya recuerdo. Te conté, ¿no? El tipo alucinaba que estaba cantando bajo la lluvia.
- ¿Pero tuviste que traerlo?
- Es que me dio pena. Además, entre que comenzaban a bolsiquearlo y se aparecían los municipales para llevárselo, aunque la tarea más pintaba para que la baja policía barriera sus despojos producto de una pulmonía, me atreví a acercármele y le dije para que me contara el motivo de su alegría o pena y anclamos en un bar que también terminó por deshacerse de nosotros, ya que se trataba de un burdel clandestino en plena batida; pero estábamos convenientemente aprovisionados.
- Tú y tus juntas, encima llegaron borrachos.
- Pensé que ya debías haber descansado lo suficiente y marchado, y al patita se le pegó una mariposa nocturna.
- Una puta, dirás. ¿No habrá sido a ti que se te pegó?
- ¿Estás celosa? ¿Te quedaste a esperarme?
- ¿Celosa, yo? Para nada. Por si acaso ya me estaba yendo cuando entraste.
- Jo. Pero bien que les cerraste la puerta en las narices. Felizmente me encontraba de este lado.
- Y con un six pack que no creo que tú lo hayas comprado.
- Mi comisión por rescatarlo. No me vas a negar que estuvieron buenas las chelas.
- En estos momentos debe estar pepeado.
- Sí, ¿no? Pero dime, ¿qué decía dormido?
- En realidad me despertaste de un sueño y de la cólera no quise prestarle atención a tu discurso lastimero.
- ¿Estaba discurseando?
- Eso parecía, sonaba a queja. Bueno, antes que amanezca y me vaya, quiero que me cuentes qué soñabas.
- En realidad no pasaba nada en mi sueño. Tardaría en poner en orden los pensamientos, las sensaciones que experimentaba. La tristeza que me embargaba. Mejor me cuentas tú qué es lo que soñaste. ¿Acaso era un sueño recurrente?
- Adivinaste y justo cuando iba a dar un paso adelante para resolver mi cuita existencial en el sueño, ¡zas!, me despiertas.
- En serio, discúlpame. No era mi intención.
- Ya lo sé.
- Vamos, cuéntamelo. No sé si ayudará en algo, pero tal vez el misterio del porqué te despiertas a destiempo se devele diciéndoselo a otra persona.
- A ver, quizás tengas razón. Nunca se lo he contado a nadie. Resulta que en el sueño debo tener unos veinte años. He sufrido una decepción amorosa. Tú sabes, un primer amor tormentoso y para olvidarme de él, accedí a los galanteos de un hombre diez años mayor que yo. Él es un buen tipo, muy correcto, apasionado por momentos, accede a mis caprichos pero es una relación que no me llena del todo.
- O sea que no lo amas.
- Obvio.
- Pero lo quieres
- Algo, pero siento que lo nuestro es una mentira.
- Hablas por ti en el sueño.
- No, por ambos. En el sueño estamos en su departamento, en la cama. Está por amanecer. Él está desvelado. No sabe que yo sé qué es lo que pasa por su mente. Me cree dormida. Sufre por un ex amor.
- Pero no te lo dice.
- Ajá. No se atreve y yo quiero decirle que a ambos nos pasa lo mismo. En el sueño he tomado esa irrevocable decisión. Comienzo a hacer el ademán de despertarme. Me reincorporo en la cama. Él ha cerrado los ojos, finge que duerme. Me acerco a su cara. Voy a despertarlo; sé lo doloroso que será esta confesión, él también me debe la verdad y una de mis lágrimas cae en su nariz y me despierto.
- Y despertaste llorando. No eran las goteras.
- Así es.
- ...
- ...
- Mira. Hagamos algo. Yo también tengo algo que resolver, no sé si en otra realidad, en algún sueño, tiempo paralelo u otra vida. Aún no despunta el amanecer. Prométeme hacerme caso.
- Lo prometo.
- Recostémonos. Toma mi mano. Cerremos los ojos y busquemos ese sueño recurrente que nos desasosiega. Hallemos el camino. No hay nada ni nadie que nos distraiga. Concentrémonos. ¿Me sigues?
- Te sigo.
- ...
- ...
- Veo algo.
- Yo también.
- ¿Qué ves?
- A ti. ¿Y tú?
- Igualmente. A ti.

...

- Hay algo que quiero contarte.
- Yo también. Pero creo saber lo que vas a decirme.
- ¿En serio? Yo también creo saber lo que vas a confesarme.
- Ah, ¿sí? ¿Quién comienza primero?
- ¿Lo echamos a la suerte?
- No, mejor algo más interesante.
- ¿Qué se te ocurre?
- A ver, sentémonos. Mírame.
- Te miro.
- Cerremos los ojos. El primero que los abra, es el primero en hablar.
- Y cómo sabremos quién abre los ojos primero.
- Se trata de que a partir de ahora confiemos el uno del otro.
- Trato hecho. Yo quiero que alguien de una vez confíe en mí y confiar en alguien.
- Y yo.

...

- Oye, ¿quién vive en el piso de arriba?
- Una anciana y sus cinco perros.
- ¡Asu! ¿Tantos?
- Sí.
- Pero no los he sentido en toda la noche o lo que viste son sus fantasmas o los perros son mimos.
-¡Ja! ¡Qué graciosa! Las cosas que se te ocurren. Es raro que no hayan llegado a dormir, dónde estarán. Pero no te debe sorprender que alguien viva con cinco animales silenciosos.
- Si son mudos, no.
- Nada que ver. Me has hecho recordar un libro titulado “Perros héroes”, de Mario Bellatín.
- Pero debe ser una ficción.
- No. Ahí cuenta un hecho real, incluso lo documenta fotográficamente. Un discapacitado vive con treinta Pastor Belga Malinois perfectamente amaestrados por él.
- Ver para creer. Mejor dicho, leer para creer.
- Luego busco el libro. ¿Sabes? Hubo un tiempo en que soñaba recurrentemente con perros.
- ¿En serio? A mí me gustan más los gatos.
- A mí también.

El hormigueo que acabas de sentir en la mano, hace que sobrepongas una sonrisa más a las que instintivamente te brotan. Decides aflojar los músculos con cauto disimulo, sin aspavientos, siempre manteniendo el gesto amable. Cuánto tenías que agradecerles la atención y el tiempo que te dispensaban. Sin duda mucho, pero quien tú querías ver, aún no se mostraba. Nada te garantizaba su repentina aparición, sin embargo guardabas un resto de esperanza. Había pasado mucho tiempo desde ese único encuentro. Qué no hiciste por volverla a ver. Es más, se diría que todos los previos a este momento -tu momento- (el despliegue publicitario, así como el aspecto del objeto que te iban pasando), fueron hechos pensando en ella; para atraer su atención y tropezártela otra vez en la vida.

De la grata y algo fatigante tarea te sustrae una visión. No puede ser, pensaste emocionado. Si no se trataba de un espejismo, sólo a ella se le ocurrirían esas extravagancias capilares, deducibles de esas contadas horas de cordial e imborrable charla. Era eso: su recuerdo se te quedó marcado a fuego, y si no procedías con más presteza, la incertidumbre terminaría por roerte el cerebro. Te vuelves más expeditivo: una pareja más, luego un atento estudiante, y otro… Y ahora que ella parece aproximarse con ese mismo aire distraído, la testa llamativa, las dudas empiezan a disiparse.

Te habían pedido que definieras tu relación con esa cuestionada musa. Cuestionada porque nadie más la vio, ni conoció; de su paradero ni la tos. Incluso pensaban que la habías inventado. Ni siquiera sabes su nombre, te dijeron más de una vez, a lo que tú respondías que ella quiso que la llamaras Lila, por el llamativo color de su cabello que no dejabas de apreciar. Para ti, la relación con Lila no podía ser un caprichoso recuerdo, menos producto de tu imaginación desbordante. Formaba parte de aquellos inconclusos encuentros casuales, no del todo imperfectos porque ansiabas un decisivo topetazo: el que pusiera las cosas en su sitio y definiera un posible futuro en común o lo clausurara del todo. Solo tú te entiendes, ¡salud!, te decían cuando largabas en esas confusas explicaciones sobre la epifanía del hecho y su esperanzador desenlace, más por finalizar con tu ensimismado discurso con tintes míticos que por sincera sed alcohólica, quedando zanjada la cuestión para ellos, no para ti. Otros llegaron a considerarlo una fijación con lo irreal que felizmente no había cobrado visos patológicos en el terreno amoroso. Pero sí te exigió sumo cuidado para no sacar a colación el tema, evitando herir susceptibilidades de tu pareja de turno. Así que optaste por refundirlo en tu fuero íntimo, que incluía largas jornadas de escritura evocativa, dando a entender con ello que estabas curado, si es que alguna vez estuviste enfermo de un fantasma que se encarnaba cada vez que escribías; cada vez que creías verla en otros cuerpos, en otra mirada.

Era mediados de los noventa. Entre los de la facultad de Letras corrieron la voz sobre la presentación a cargo de su autor, de uno de los libros que más llamaron tu atención ese año. Era toda una novedad que tu casa de estudios diera tribuna a tan peculiar personaje, toda una leyenda en los años de la pera por el escándalo que su prosa había suscitado en la hipocritona sociedad limeña. Considerado un autor de culto, y figura de excepción dentro de los marginados y marginales escritores peruanos, había regresado de su estadía en China con una nouvelle bajo el brazo, la cual devoraste y obtuvo tu nota aprobatoria, para luego dejar fluir en ti ese novel fetichista que quiere tener en su ejemplar la firma del autor.

Como era previsible, el auditorio donde se iba a llevar a cabo la presentación no lucía lleno, pero como llegaste sobre la hora, tuviste que ocupar una de las sillas posteriores, lejos de los amigos y conocidos que muy afanosos ellos, ocupaban las primeras filas de asientos. Todo se llevó acabo con absoluta normalidad hasta bordear los previsibles aplausos de la concurrencia. De pronto, casi al finalizar el acto, la viste. Enfocaste: nadie sentado a su alrededor, estaba sola. La tenías tres filas delante, en diagonal, así que te embebiste de su perfil izquierdo, un color de piel cerúleo y atrayentes cabellos hasta poco más abajo de los hombros. No hubieras llegado a más que a la simple observación extática e inofensiva ya que tenías que sumarte a la cola que se iba gestando para recabar la firma del escritor. Quizá, pensaste, podías ubicarla en ese trajín; pero no. Se paró de su asiento y encaminó a una de las salidas. Ahora ella te regalaba además de su diestro perfil, valiosos segundos de plena contemplación. Tornaste la mirada al espacio que había ocupado, como quien aguarda su repentina materialización o le rinde plegaria a su ausencia, mas te diste con la sorpresa de que en una de las sillas vecinas, un libro había sido dejado por descuido. Te paraste y orientaste a rescatar el objeto olvidado. Efectivamente, se trataba de un ejemplar de la nouvelle que los congregó en ese recinto. No te dio tiempo para pensar el asunto, debías encontrar a su dueña, darte prisa.

Fuera del auditorio, las posibles rutas a seguir eran diversas y desalentadoras. No sabías cuál tomar. Agachaste la cabeza como quien pide consejo al suelo, al libro que sostenías en una mano. A esa mano que se posa mitad en tu mano, mitad en el libro que le pertenece. Levantaste la mirada: era ella. Con un creo que esto es mío sumado a una sonrisa que marcaba unos hoyuelos de ensueño, aflojaste la presión de tu mano y le hiciste saber escuetamente de tu hazaña: recuperaste su libro. Ella te dio las gracias y te preguntó si tenía que darte alguna recompensa, a lo que sugeriste, y rogaste para ti, tomarse un café con el pretexto de comentar la finalizada presentación, entre otros temas. Le pareció genial, no tenía nada que hacer. Al diablo con lo que tú sí tenías que hacer.

Qué hacer en estos casos y no parecer ansioso, banal, o insufriblemente sabiondo, te preguntabas camino de la cafetería más cercana con ella al lado. Algo en su voz terminó por serenarte e inspirarte confianza y seguridad. Sentados a la mesa, te contó que también había leído la novelita, que le había gustado y de casualidad se enteró de la presentación. Si bien era el primer libro que leía de ese autor, le había picado el bicho de la curiosidad por saber más de su prosa. Tú sí te considerabas una especie de hincha, pero no era tampoco para vanagloriarse, le comentaste, ya que no era un escritor prolífico y que incluso tuvo una temprana incursión en la poesía; a lo que ella remató con un “suele suceder”.

“Suele suceder”. Esa era una de sus frases favoritas, como quien admite múltiples posibilidades, ninguna ajena, a lo humanamente esperable. Discurrieron por otros temas; sus intereses literarios: eclécticos y azarosos; cinéfilos: singulares, porque a quién se le podía ocurrir ver una película con los audífonos puestos y escuchando boleros, mientras su mente reconstruía solo con imágenes la trama de turno (de esa manera te contó su particular versión de Casablanca). A tus preguntas personales respondía si bien no con evasivas o rodeos, sí con un aire misterioso, como quien pospone explicaciones a retomar en futuros encuentros. Lo poco que pudiste saber de ella era que quería ser una connotada pintora y que planeaba ser la fundadora de una nueva corriente artística a la cual denominaría “Absurdismo”, lo cual juzgaste muy propio de su personalidad etérea, inaprensible, aparentemente despreocupada, y le planteaste extenderla al ámbito literario, porque tú también te consideras un “absurdista” de la escritura. “Suele suceder”.

Cuando todo parecía indicar que la sobremesa era improrrogable, se te prendió el foco. Decidiste matar dos pájaros de un tiro: le propusiste ir el día de mañana a la universidad donde se había reincorporado como docente el autor de la nouvelle que propició su encuentro para que les firmase los libros. Ella una vez más sonrió, alcanzándote su ejemplar y diciéndote que eso no podía ser posible en su caso: ya constaba la dedicatoria. A continuación pasó a narrarte lo anecdótico del hecho.

Fue en esa misma cafetería, al mediodía, en que ella daba una hojeada distraída a las ilustraciones del libro, cuando de pronto un señor canoso y obeso le dijo si la silla vecina estaba desocupada. Le respondió afirmativamente en tanto finalizaba su frugal almuerzo consistente en una taza de té frío más unos pastelitos. Instantes después, cuando le hubieron dejado su pedido al señor de búdica humanidad, a la par que ella dejaba el libro en la mesa para tomar su mochila y buscaba su monedero para pagar la cuenta, el de la nívea testuz le preguntó por lo que estaba leyendo a la vez que tomaba el ejemplar, sacaba un bolígrafo del bolsillo interior de su saco y escribía con esmero algo en una de sus hojas, para devolvérselo inmediatamente después cuando ella ya estaba en pie, despidiéndose de tan enigmático personaje.

Puedes creerlo, te diría ella al finalizar su relato. Lo tenía al frente y no sabía quién era. Qué roche no saber cuál es el aspecto del autor de uno de los libros que has leído. Todos los libros deberían venir con una solapa y su foto impresa, añadió. No todos los escritores son fotogénicos y a lo mejor sus obras son el fiel reflejo de su verdadero rostro que ni el lente más moderno podría captar, dijiste. Era imperdonable para ella. Esa confesión te causo cierta conmoción. Le preguntaste cómo había llegado a dar con el título, si alguien se lo había recomendado. Otra respuesta insospechada: cuando pasó por la librería de la universidad, primero le llamó la atención la portada, luego las ilustraciones interiores, así como el número de páginas que no llegaba al centenar, expresado esto último con cierto azoro. De la presentación se enteraría minutos después cuando se dio cuenta de lo absurdo de la experiencia y corrió en vano a la cafetería para excusarse con el escritor. Gracias a la informada cajera supo que en el auditorio de Letras se iba a llevar a cabo la presentación del libro del escritor que acababa de retirarse. “Suele suceder”, expresaron a coro, y nunca sonó más pertinente esa muletilla.

“Suele suceder” es el título de tu primer libro de cuentos que diez años después de ese encuentro publicas con relativo éxito. No te podías quejar. Quedaste contento con la diagramación, la ausencia de erratas y te satisfizo la imagen escogida para la portada, gracias a una paciente y buena amiga interesada en tu legendaria remembranza, quien te propuso varias opciones y decidiste por una que pensabas iba a atraer a una peculiar lectora: en una caballeriza, una pareja se rinde a un abrazo. Él está de espaldas al unicornio que únicamente ella puede ver en ese momento, pero está absorto en la contemplación de su propio reflejo en su descarnada y cruel dimensión. Podía haber algo más absurdo, te inquiriste más de una vez. Sí, concluiste: que en todos estos años no la hayas ubicado. Que ese indescifrable me buscas otro día te supliciara con la obsesión de no hallarla, que llegaras a cuestionarte su existencia; creerte loco. Que algún vil arcano se confabulara en tu contra y se esfume la mujer que a pesar del tiempo mantiene los mismos rasgos, ciertos relieves en las comisuras y esa coloratura ahora malva de sus cabellos.

Pero esa inconfundible lectora sí está frente a ti. No es una alucinación. No quisiste incluir tu fotografía, ansiabas que ella lograría captar tu imagen, aunque desgastada por la década transcurrida, leyéndote. Felizmente estás sentado, no hubieras podido mantenerte en pie. Buscas en sus ojos algún gesto de reconocimiento. Te sonríe. En contados segundos decides tu accionar: no forzar las cosas, tal vez algo que pudiera llamarse el destino les tiene preparado otro encuentro, el definitivo. Antes de pedirle su nombre, que por fin conocerás, haces unas señas con las manos como diciéndole y el libro, dónde está. Ella ha mudado la sonrisa por una seriedad nerviosa, más una mirada escrutadora. Cuando termina de procesar tus palabras, busca en su bolso y saca un libraco que lo deja sobre la mesa. Ahora no puedes reprimir una sonrisa, el libro que tienes ante tus ojos no es de tu autoría, se lo haces saber a su dueña, quien, abochornada, dirige la mirada en rededor, avista la gigantografía de tu libro, y luego el libraco de similar y absurda carátula, pero, qué vergüenza, dice ella, no eres tú el autor. Respiras hondo y dices: “suele suceder”.



Mi oncena literaria de narradores está conformada básicamente por escritores que pertenecieron a aquella famosa Generación del Boom. Creo que sus herederos e hijos negados aún están jugando en la segunda división, salvo honrosas excepciones.

Crecí leyendo y admirando a estos escritores. Muchos de ellos aún nos siguen brindando lo mejor de su prosa. Alguno partió dejando una exigua pero imperecedera obra, otros se marcharon al parnaso con una mayor producción. Hubo quienes fueron relegados de esta pléyade de escritores pero el tardío reconocimiento de sus lectores y críticos les hizo justicia.

Cuentan que Borges dictó una conferencia sobre el tema de la inmortalidad el mismo día, y a la misma hora, en que la selección argentina estaba disputando su primer partido en el Mundial del ’78. Parecería una aberración colocarlo dirigiendo esta oncena latinoamericana mayor de 65 años -salvo una excepción hecha en la zaga-, pero ya Galeano definió en pocas frases el papel que desempeñaba aquella figura ya mítica del “entrenador” y la de director técnico en la actualidad:

“El entrenador decía:
Vamos a jugar.
El técnico dice:
Vamos a trabajar.”

Borges hubiera dicho vamos a escribir, pero sobre todo: vamos a leer.

¿A quién le damos la camiseta número 10? ¡Tremendo problema! ¿Y la cinta de capitán?

¿Gabo y Marito pueden jugar juntos? ¿Cuánto les apuesto que a Bryce se le ocurrirá jugar el segundo tiempo por el equipo contrario?

¿Quiénes conformarían la banca de suplentes? (Calientan Puig, Arguedas, Monterroso, Lezama Lima, Cabrera Infante, Benedetti, Sábato…)

¿Sería Adolfo Bioy Casares un buen asistente de Borges?

Estas y otras preguntas me propongo responder más adelante; o quizá nunca, porque verlos jugar a su libre albedrío -sustraídos de esquemas tácticos o constreñidas fórmulas- comporta la mayor satisfacción que uno pueda tener desde la tribuna del lector y escritor en ciernes.

Los once:

Julio Ramón Ribeyro (1929 – 1994)
Carlos Fuentes (1928)
Juan Carlos Onetti (1909 – 1984)
Roberto Bolaño (1953 – 2003)
Juan Rulfo (1917 – 1986)
José Donoso (1924 – 1996)
Julio Cortázar (1914 – 1984)
Jorge Amado (1912 – 2001)
Gabriel García Márquez (1928)
Mario Vargas Llosa (1936)
Alfredo Bryce Echenique (1939)

Jorge Luis Borges (1899 – 1986)

Solo nos queda esperar. Del otro lado nos llega apenas un concierto de murmullos. Ya se han percatado de nuestra situación. Que esperemos un poco, nos dice alguien con tono estudiadamente tranquilizador. La semipenumbra incita a adivinarnos los gestos, yo se los conozco todos. Me pregunto si este ambiente no le afinará otros sentidos, si no percibirá mi pulso acelerado, mi corazón debatiéndose por alcanzar un ritmo a la par de las circunstancias, cuando ya me está invitando a sentarme a su lado, en el piso, y ahora posa su cabeza en mi hombro y siento el perfume embriagador de sus cabellos causante de un incendio en mi rostro

Quisiera hacerle llevadera esta espera, pero de pronto se me ha nublado la mente. Sé de su afición por la literatura y el cine español. Súbitamente Bryce o Almodóvar se me hacen seres extraños, distantes, desfamiliarizados. Confesarle mis sentimientos en un momento como este sería descabellado, menos decirle aquellas cosas que hasta hoy no me he atrevido ni en la oficina, ni en las pocas reuniones en que hemos coincidido, lo cual demuestra mi natural timidez para decidirme siquiera a invitarla a conversar, a tomar una bebida a solas. A dar ese trascendental primer paso o acercamiento que me facilitaría todo e infundiría aplomo.

Ella parece dormitar y yo consigo tranquilizarme. Descarto cualquier posibilidad de romper el silencio casi mágico que se ha creado a nuestro alrededor, un ambiente propiciatorio de las más nobles confesiones que me brinda la posibilidad de ahondar en mis recuerdos y el extraño deleite que me produce encontrar una situación similar en el pasado.

De aquello hace ya una década y media. Por esa época vivía en el cuarto piso del edificio ubicado en un céntrico distrito limeño. A mis doce años, despreocupado parcialmente de las impiedades del gobierno saliente y los estragos que causaba el terrorismo, estaba sumido en una rutina apenas modificada por las vacaciones de medio y fin de año, lo incierto del futuro inmediato y las pocas salidas a badulaquear con los amigos, pero no hasta muy tarde porque. a decir de los mayores, reportaba peligro. De modo que la mayor parte del tiempo me la pasaba sumido en la lectura de todo lo que caía en mis manos y en la contemplación del reducido universo del otro lado de mi ventana.

Cierto día me fijé en un camión de mudanza estacionado y el trajín de los empleados en subir muebles y demás objetos al edificio en que habitaba. Se trataba de mis nuevos vecinos: los padres y sus dos hijas. Desde el primer instante quedé prendado ante la visión de Vanessa, la hija mayor: delgada, cabello negro, largo y sedoso, un tono de piel como de la canela, pero más claro. Podría jurar a quien sea que me había enamorado a primera vista.

Vanessa fue la primera mujer que me estremeció de pies a cabeza. Una niña, tal vez, pero definitivamente debíamos tener la misma edad, y si me lo proponía, no iba a ser relegada al limbo de mis amores platónicos que empezaban con la Miss del nido y acababan con la tarambana de la otra cuadra, acaparadora de libidinosas miradas y musa involuntaria de las ingentes poluciones nocturnas del barrio. Estaba en mí caerle algún día a Vanessa (así escuché llamarle a gritos cierto día a su hermanita), pero antes, debía buscarle conversación: primer y fatal escollo ya que era un inexperto en el arte de seducir y agradar a quien no fuera una tía solterona o amiga de mi madre.

Transcurrieron un par de meses y mi amor crecía silencioso y amenazaba con colapsar por permanecer en la incertidumbre de no saber si era correspondido. Durante este período fueron innumerables las veces que cruzamos miradas, compartimos la misma acera o me tropezaba con las muecas burlonas de su hermana menor. Una que otra vez coincidimos en el ascensor y sentía clavada su mirada en mí. En esos precisos instantes ansiaba tener el don de la invisibilidad. No atinaba a nada.

En el colegio me enteré de que algunos compañeros ya estrenaban enamorada, los más precoces las coleccionaban. Tal vez ese fue el acicate que me faltaba, saber que mis más íntimos camaradas tenían pareja. Yo estaba convencido de mis sentimientos y soñaba con formar parte de este feliz grupo. En el peor de los casos sería rechazado, pero al menos lo intentaría.

Se fue un mes más. Decidí hablarle a mi amada, pero no me conformaría con emitir un “hola” prosaico, seguido de las previsibles frases. Quería si bien no impactar, al menos asegurarme siempre su atención y generar una mínima y prometedora complicidad. Sabía dónde estudiaba, sus horarios, a qué hora llegaba del colegio (los viernes invariablemente llegaba más tarde de lo habitual, con ropa deportiva) y ciertas costumbres de fin de semana.

Era el mes noviembre. Tenía un talonario con rifas por vender y una kermés a la vuelta de la esquina: la excusa perfecta para ofrecerle en venta una y si no podía pagarla, no importaba pues la invitaba a la actividad que se organizaba en mi colegio. Venía ensayando frente al espejo mis gestos. Busqué un tono de voz adecuado, hallé las pausas necesarias. No podía fallar. Un viernes fue el día escogido, a golpe de seis de la tarde. Desde mi ventana la vería llegar desde la avenida. Yo saldría de casa y tomaría el ascensor para evitar fatigas innecesarias o una súbita marcha atrás. Cero atolondramientos, directo al grano, seguro de mí mismo; que notara mi interés por ella y darle a entender que no aceptaba un no por respuesta.

Las cosas no salieron como lo esperaba. Ninguno de los dos contaba con que justo cuando abordaba el ascensor y descendía con él, entre el tercer y segundo piso se fuera el fluido eléctrico. ¡Malditos terroristas! La oscuridad fue total, no como ahora en que me encuentro con Sandra y vimos encenderse automáticamente unas luces de emergencia que contribuyeron a no dejarnos ciegos ante lo próximo.

Esa vez llamaron a los bomberos. Mi madre estaba desesperada. Yo adentro, con el talonario estrujándolo en la mano, me sentía frustrado; tal vez no tendría otra oportunidad. La kermés era el domingo. Como a la hora abrieron la puerta. Cuando traspuse el umbral, el abrazo materno se abalanzó sobre mí. Por sobre su hombro pude ver rostros de vecinos curiosos; no sería la primera vez, con los frecuentes apagones que acaecían. De pronto vi a Vanessa. Me sonreía.

Ya en casa, fui presa de la más absoluta confusión. La energía eléctrica llegó pasadas las nueve de la noche, seguramente me desvelaría leyendo. Al poco rato de tomada mi decisión, resignado del todo, sonó el timbre, cosa rara a esas horas. Fui a abrir la puerta. Era Vanessa.

Buenas noches me dijo a la par que me alcanzaba unos papeles medio arrugados, para luego agregar que tal vez eso era mío. Se trataba de las benditas rifas. Nuevamente quedé mudo, incrédulo y como atontado; mi natural condición para esos casos. Luego de algunos segundos de mutuo y devastador silencio, comprensiblemente ella decidió irse con un adiós que me estremeció. La vi tomar el camino que conducía a las escaleras. Pronuncié su nombre.

Un ruido similar al de otra época interrumpe mis recuerdos. Se ha superado el desperfecto que ocasionó nuestro encierro en este moderno ascensor. Nos detenemos en la planta baja. Se abre la puerta. Del otro lado miradas y voces expectantes. Alguien ensaya una broma ruborizante, digna del Don Juan que nunca seré. La normalidad invade el ánimo de los presentes, el mío más que nunca, como si hubiera derrapado por los terrenos de la confesión.

Sandra sonríe despreocupada, nítidamente relajada. Ambos tenemos que volver a nuestras respectivas oficinas. Da unos pasos y de pronto parece recordar algo. Se acerca y me pregunta qué tal si nos tomamos un café a la salida para que le termine de contar cómo me fue con Vanessa. Con la mayor naturalidad del mundo asiento. Nos ponemos de acuerdo en el lugar y despedimos hasta más tarde. Alguien tiene que llamarme para salir de este delicioso desconcierto. Pienso en el tiempo restante y en lo interminable que se me va a hacer esta nueva espera.

Somos los que nos dé la gana
Antídoto y veneno
Antinómicos complementarios
Locura bien razonada

Somos la incandescente Luna
En afiebrado espectáculo
El Sol devorando estrellas
En la noche violentada

Somos estridente fulgor
La opacidad de una mínima pausa
Las fuerzas recobradas
Las insaciables ganas de más

Somos miradas que bullen
Quietudes en movimiento
Sentidos que se reabastecen
Gemidos que conjuran

Somos la prolongación
De esta y otras muertes
Somos un orgasmo
Al infinito



Origami de ti

Busqué quien me hablara de ti
Aun antes de haberte conocido
Fui a parar a esquinas y plazas
A bares y playas
Pregunté
Indagué
Mas nadie me dijo nada
Y todo me decía algo de nosotros

Fue en un rapto de furia
De bendita locura espuria
Que forcé la razón contenida
En cada nervio de mi ser
Arrugué. Estiré
Plegué, Alisé

Hoy expuse mi obra
Al calor de las llamas
Y con la certeza de habernos conocido
Marcharé con la aurora y sin prisas
Guiado por la imaginación inflamada del distraído
En la búsqueda de tus cenizas



Fuiste un sueño hermoso
Huidizo y pretencioso
Eres la primera hoja ofrendada
Al otoño de mis horas

Fuiste el temple y la mesura
Para quien no midió su amor
Eres la espumosa ola
Que se pierde en el mar

Fui capaz de fundirme al viento
Para disipar tus miedos
Soy quien no verá otro día
Desde esta diluviada orilla

Fui quien enfrentó tus pesadillas
A riesgo de perder la razón
Soy quien buscó cobijo
En tu deshuesado corazón

Serás mañana
Seré soledad



Gramática del desamor

Hoy que te veo levar las anclas del adiós
Asolar mi corazón entre signos de interrogación
Alejarte con calma ínter parentética
Y desdén admirativo

Hoy que bogo contracorriente
Como el más vil de los puntos suspensivos
Invoco mis adjetivos
Igual que un manco cuyos remos mienten

Hoy que cada brazada se equipara
A un abecedario fallido
Incapaz de dar con la palabra
Que detenga tu marcha sin escalas

Pues hoy encalló un “te quiero”
Un “te amo” no vuelve en sí
Hoy nació a la triste vida
Un náufrago de ti



Vaivenes en picada
Consuetudinaria modorra
Domingos frente al espejo
Azares diluidos en frondosas esperas

Ocasos sin sol
Sueños atados
Arrítmica corazonada
Desangelada Luna

Apócrifas insinuaciones
Antediluviano directorio
Memoria traicionada
Promesas en blanco

Rutinaria contemplación
Maquillada soledad
De quien se siente solo
En el sueño de la multitud



Ayer dejé en libertad
Lo mejor de nuestros recuerdos
Aquellos que se aferraban a una primordial ilusión
Y los que periódicamente soborno

A unos los vi cruzar la puerta
Temerosos e inseguros
Otros fueron cegados por el presente
Y en su huida a ninguna parte
Tropezaron entre ellos
Y desaparecieron por ensalmo

Hubo recuerdos que me miraron agradecidos
Como si los hubiera liberado de un tormento
Y me hicieron sentir como un verdugo
Redimido de futuros ajusticiamientos

Otros, los del grupo de los insobornables,
Me dedicaron comprensibles gestos vindicativos
Que se me mezclaron con su actual estado de indefensión
Y los reconocí como a los que ciegamente me aferraba

No podía traicionarlos,
y con ellos a ti,
De dejarlos a la deriva
Así que opté por dejarlos en mejor destino

(La banca de un parque, el cruce de una avenida
El cine de butacas cómplices
Un muelle arrullado por el mar…)

A algunos de ellos los tuve que embarcar por tierra
Al último lo acompañé al mar:
Era tu figura emergiendo
De un fondo acrepusculado
Algo desvaído en sus colores
Por lo avanzada de la hora

Con el postrero adiós
Solo vi tu rostro en cruel sonrisa
Y la melancolía encauzó mis lágrimas
A medida que una costra de niebla
Me exiliaba de esta vida

;;