( Misunderstood )


Aún quiero creer que es parte de un insondable misterio lo que en los últimos meses me ha venido sucediendo. Después de ceder a mi propósito de no coger nunca más los libros, me son ajenas las causas de cómo estos han ido llegando a mi puerta para seducirme con sus títulos y páginas. Por si fuera poco, sus temas y tramas estaban ligados a una experiencia reciente totalmente ajena a mis viejas convicciones o en torno a ciertas cavilaciones y obsesiones que suelen atormentarme; e indefectiblemente todo ello está relacionado a un ex amor. De cómo dejé las lecturas y estás volvieron a mí, amén de otras promesas a las que claudiqué, trata el siguiente relato, así como la manera en que contribuyeron esos libros a prolongar mi existencia; a volver a la escritura y echarle una mirada entre sorprendida y nostálgica a mis luchas por convivir armoniosamente con ese pasado que se sintetiza en aquel objeto que pende de una viga en algún rincón de esta casa.

Fue en noviembre del año pasado que Morgana decidió terminar definitivamente cinco años de, a decir de ella, infructuosa relación conmigo. Anteriormente, ese mismo año rompimos por lo menos en tres ocasiones, todo un récord recién inaugurado, alternándonos el rol protagónico de quien mandaba al cacho al otro. Tal vez la costumbre y cierto empecinamiento, donde la esperanza de tiempos mejores semejaba una quimera, sumado al orgullo de no convertirse en el “choteado”, de la mano de posteriores falsas reconciliaciones, hizo que Morgana, quizá inspirada en alguna de sus series favoritas (de esas que tienen como protagonistas a mujeres emancipadas, sexualmente activas y mentalmente premenopáusicas), no tuviera mejor idea que terminar con una llamada telefónica en vísperas de mi cumpleaños.

Si bien el tedio había enrarecido nuestra atmósfera común y el cariño nos unía con los tenues lazos de la costumbre, nunca imaginé semejante deslealtad, su impersonal ruptura. Tentado estuve de ir a su casa ante sus negativas de al menos conversarlo mejor, cara a cara. Ella no quería verme. Alegó, entre otras cosas, que tenía miedo de mi reacción, porque esta vez sí era definitivo. Me consideraba emocionalmente peligroso y lo peor que podría pasarle es que volviera por lástima (más tarde me preguntaría si no fue por esa razón que decidimos darnos otra oportunidad cuando me vio abatido por el fallecimiento de mi mamama). Escucharla decir aquello me dejó indignado y la emprendí a gritos por el auricular, lo cual de alguna manera le corroboraba al menos mi agresividad verbal. Me era imposible quedarme mudo y estupefacto a la vez.

Consecuentemente vine a sumirme en una profunda y jamás experimentada depresión que solo mi orgullo pudo disfrazar ante mis conocidos. Mantener ante los demás la careta de la normalidad es desgastante e inútil. Tal vez me hubiera sido de bien contarle a alguien por lo que estaba pasando, pero a decir de muchos se veía que lo había superado de sabia manera, sin dárseme por los excesos ni el encierro (qué poco me conocían, y yo a mí). Como no quería contradecirlos ni hacerlos cargar con el real peso de mis penas, me inventé múltiples ocupaciones y tuve el tino de renunciar al trabajo. Por esa época dictaba clases a nivel secundario en tres colegios particulares. Afortunadamente la pronta finalización del año lectivo ameritaba solo un repaso previo a los exámenes finales, que un profesor suplente, y mi futuro reemplazante, desempeñaría con eficiencia. La farsa de la normalidad me hubiera sido imposible mantener ante esos adolescentes, sumamente despiertos y sensibles a los avatares del corazón. También pensé, como una idea no del todo erradicada hasta hoy, en el suicidio, y el inconveniente prototipo de perfecto suicida que negativamente podía irradiarles mi figura.

Yo vivía en el tercer piso de la cómoda y espaciosa casa de mis padres. Tenía acceso independiente a mi habitación, una especie de mini departamento teñido de los recuerdos de las horas pasadas con Morgana (días y noches, pleitos y amistes, objetos que formaban parte de su particular decoración y buen gusto), y de los cuales quería deshacerme de alguna manera. Le propuse a mi padre mudarme a la casona que la abuela me había dejado como herencia. Alegué que quería empezar de cero y con nuevos bríos el nuevo año, aprovechar las vacaciones de verano. A mi madre se le iluminaron los ojos creyendo avizorar mi pronto matrimonio, si bien no con la pelo pintado (así se refería a Morgana por sus encendidos cabellos, que consideraba producto de los tintes y cuyos denuestos yo atribuía a una entendible envidia y al celo materno, a la nobleza de sus coloreadas canas y a ser su último hijo varón), retomando lo dicho por mi madre, si bien no con Morgana con otra joven (“ahora sí búscate una que tenga tus años”) en edad de merecerme.

La casona de mi abuela, construcción cincuentera de adobe y quincha, se ubica en el centro de la ciudad. De techos altos y amplias ventanas, sus servicios higiénicos requerían urgente mantenimiento. Puse mi famélico empeño y significativos ahorros para hacer de mi nuevo hogar un lugar habitable aunque no tan digno de su ocupante y novel dueño, a la vez fuente de ingresos ya que tenía planeado alquilar tres de sus cuatro habitaciones. Diciembre me lo pasé en esos menesteres, supervisando las labores de refacción y sumiéndome en incontrolables accesos de sueño que no eran otra cosa que los síntomas de mi autodiagnosticada depresión (enfermedad de la que conocía solo por los libros) cada vez que por un resquicio Morgana entraba a sus anchas y me devoraba el cerebro y el corazón.

Cambié, pues, no solo de domicilio sino de costumbres. Dejé en la casa de mis padres todos mis libros y revistas, y traje conmigo televisor, equipo de sonido, laptop -por si acaso- y compré algunos electrodomésticos indispensables que me faltaban (una arrocera, un reducido microondas, etc.). Quemé recuerdos, fotografías, que no tuvieron tiempo de formar parte de algún muñeco que simbolizara el año viejo, porque me escocían cada vez que me urgía contemplarlos. ¡Cómo me desasosegaba el espíritu navideño que se respiraba en el ambiente! Me alejé definitivamente de mis amigos con aspiraciones literarias. Tenía proscritas las páginas culturales de los diarios que leía, no fuera a ser que me viera tentado de adquirir alguna novela o libro de cuentos de reciente publicación. Frecuenté solo, cosa nunca antes hecha, salas de cine ubicadas en los distritos periféricos de la ciudad, con el fin de no encontrarme con Morgana. Me hice adicto al cable, a sus series, ánimes y películas, a los DVDs, y aficionado a los más heteróclitos géneros musicales que en el pasado hubiera juzgado gañidos de aparecidos, mas también tuvo su lado bueno, ya que me cultivé en el gusto por el jazz. En suma, me volví un parásito que la Navidad y el recibimiento del Año Nuevo se los pasó durmiendo con el televisor encendido.

A mediados de enero de este año estuve en condiciones de recibir a mis nuevos arrendatarios. Mi rutina no había sufrido mayores variaciones, aunque cierto pensamiento morboso me llevó a alucinar con mis futuras inquilinas. Sí, así pensaba, en femenino. Cobijaba la idea de tener una que otra aventurilla o encamada, lo que en un principio me llevó a rechazar no solo a los tipos que venían por el aviso, sino a las mujeres que consideraba poco agraciadas. Mas como llegó febrero, y la plata la despilfarraba en mis estrenadas aficiones audiovisuales, irremediablemente tuve que aceptar lo que la providencia me endosaba: tres envidiables y flamantes parejas, cuya sola presencia, y según contrato de medio año, iban a enrostrarme que jugar a ser felices es inmoral pero ético a pesar de las fachas de misántropo del casero: un servidor.

El disco duro de la memoria no es formateable, salvo grave enfermedad, y mi memoria de elefante, caprichosa cuando quiere y perjudicial la mayoría de veces, solía dedicarse determinados días al mes a asociarlos con los aniversarios que Morgana y yo jamás celebraríamos, con el malsano añadido -de manera unilateral y masoquista- de nuestra definitiva ruptura y los meses, días y horas sin verla u oír su voz, como quien conmemora sus derrotas.

Transcurrió un verano poco caluroso, pero mi añoranza de días de playa en compañía de Morgana, en connivencia con mi palidez acentuada por el encierro, manifestaba a ojos de los desconocidos, rasgos insoslayables de mi involuntaria excentricidad. Empecé a notar los efectos de mi exilio apenas atisbé cúmulos de grasa en diversas partes de mi cuerpo, debía prolongar los paseos a comprar. Contrariamente a lo que pensaban mis amigos, el hecho de llevar una vida dedicada a la docencia y a leer y escribir, lo cual creí haber abandonado por lo siglos de los siglos, siempre hizo de mí un ser sociable. Bueno, quién no lo sería al lado de Morgana; pero igualmente, en mis tiempos sin ella, en compañía de otras enamoradas o la patota de la época escolar o universitaria, fueron los de mayor enriquecimiento lectoral y de múltiples actividades recreativas y culturales que recordaba con melancolía. Dormía poco, pero descansaba lo suficiente como para acometer los días venideros, descubrir el placer de la lectura, a cualquier hora y en donde sea. Eran impensables las siestas diurnas y nocturnas que el futuro me depararía.

Con Morgana prácticamente no teníamos amigos en común. Las reuniones se daban o con sus amigos o con los míos. Yo era, según sus palabras, su único y mejor amigo, trato -de amigos- que quería seguir manteniendo conmigo y que me pareció una aberración, tal como se lo dije para percibir luego sus diatribas por el hilo telefónico. A veces imaginaba las consecuencias de haber aceptado su propuesta para continuar siendo amigos. Si bien la vería esporádicamente, conociéndome, esta opción reportaba mayor peligro emocional para ambos. Lo peor que me podría pasar, me decía, era que llegara a odiarme por pegajoso e insistente, ya que no cejaría por todos los medios en reconquistar su amor. Me conformaba, pues, con pensar que el no darle señales de vida lo tomaría como signo de haber superado nuestra separación, por muy equivocada que sea esta apreciación.

No tenía libros que leer o releer, pero perfectamente recordaba tramas completas, capítulos de las novelas que más me emocionaron, personajes con los que me identifiqué. Echado en la cama, entrecerrados los ojos, reconstruía aquellos pasajes de ficción, recreaba sus situaciones mentalmente, las variaba ostensiblemente y de pronto, me convertí en protagonista de una tragicomedia que tenía a Morgana desempeñando diversos roles, desde femme fatal a casta novia, de amante despechada a tenaz ama de casa, mujeres todas ellas ideales e idealizadas para el personaje masculino que yo encarnaba en estas elucubraciones y que adquirían otros matices en el cine de mis sueños, adonde iba a parar la puesta en escena mental. Libros y personajes me unieron a Morgana de alguna manera y pensaba que alejándome de ellos también lo haría de su recuerdo; un yerro más de los que iba decantando mi estragado raciocinio.

Conocí a Morgana un 16 de agosto de hace seis años, en una feria de libros de viejo. Soportábamos uno de los más crudos inviernos que ese día en particular nos regalaba una temperatura benigna, lo cual no era razón suficiente para que desabrigara su hermoso cuello y sus bellas manos. Convenientemente enchalinada y enguantada, más cierto aire del que sabe lo que busca pero todavía no lo halla, su figura no pasó inadvertida a mi vista. Me aproximé al stand que concitaba su interés y me sumé a la búsqueda de libros. De pronto, un título común concitó nuestra atención. Sin atrevernos a asirlo, preguntamos casi al unísono por su precio. Reparamos en la coincidencia, intercambiamos miradas y sonrisas. En segundos pensé desde obsequiarle el libro de memorias de Vargas Llosa que sin duda le interesaba (yo quería reponerlo en mi biblioteca luego de su extravío) hasta hablarle de sus bondades, sin importarme que en ese momento éramos unos extraños el uno para el otro. Ella estaba sumida en sus propios pensamientos, cuando de pronto, alguien más, que evidentemente escuchó al librero, estaba abonando su valor y llevándoselo ante nuestros sorprendidos ojos. Prácticamente el “Pez en el agua” escapó de nuestras redes; Morgana no podía hacerme lo mismo. Repuestos del pasmo y luego de las subsiguientes y renovadas sonrisas, no exentas de frustración, cruzamos algunos comentarios sobre nuestra devoción vargasllosiana y lo graciosa de la anécdota. Ante mi propuesta decidimos continuar la plática en otro lugar, no bien terminásemos nuestras pesquisas, a lo cual no puso reparos. A la media hora nos encontrábamos sentados a la mesa de un café cercano. Eran las seis y cuarto de un día que me iba a resultar inolvidable. Congeniamos y nos gustamos. Los días siguientes las llamadas telefónicas menudearon; largas conversaciones donde nos preguntamos de todo, gustos no solo librescos, sino musicales, cinéfilos, culinarios y banalidades en general. Acordamos vernos por segunda vez en un cine, y, ante la lista de la cartelera, cada uno tenía su película predilecta, así que salomónicamente vimos ambas cintas, como ocurriría en ciertas ocasiones con el pasar de los años (por lo general a uno de nosotros terminaba gustándonos más la película que el otro había escogido). Al final de una tercera salida (dos de setiembre, próxima la medianoche de un sábado septembrino, para mayores señas) nos besamos e hicimos enamorados, a pesar de las diferencias de edades, Morgana cinco años mayor que yo, lo cual nimbaba nuestra relación con un aura transgresora y prohibida. Pronto a cumplir veintitrés años, había conocido el verdadero amor. ¿Alguien podía dudar del amor a primera vista? Sin duda serían los mismos que no creían en las rupturas por vía telefónica.


Continuará...

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