La mañana se presenta promisoria. Es lunes, precedido por un feriado largo, el clima es benigno, condiciones favorables para que inicies la semana con buen pie. Sobre ti pesa una responsabilidad que llevas con honor. Te sientes seguro de formar parte de aquellos prohombres anónimos que contribuyen al desasnamiento de las masas. Antes de salir a la calle has revisado tu traje, algo usado pero digno, implementado el maletín, puesto las gafas y el reloj.

Como de costumbre, te detienes en el puesto de periódicos de la esquina. Lees los titulares de los diarios exhibidos, las mismas noticias (Miembros del orden implicados en actos delincuenciales…). Luego, te acercas al atareado periodiquero que en ese momento ha vendido uno de esos diarios chicha con la calata de rigor (Cae banda de polis en actividad: Compartirán cana con preciosos de Luri…). Esas actitudes ajenas te ruborizan, tú sí sabes escoger tus lecturas. Julio te saluda y alcanza los semanarios culturales de reciente circulación, los que siempre ojeas y nunca compras. Una gran noticia te remece: la clausurada y flamante Feria del Libro ha sido un éxito en asistencia y ventas. No puedes evitar sentirte parte de esos logros. A tu modo, también contribuyes a la difusión de la cultura, pero una de tus cualidades naturales es la modestia, y ahí quedará el asunto. ¿Quién dijo que los peruanos no leen?

Alguna vez habías leído una escalofriante estadística: los peruanos leen en promedio un libro al año. Siempre dudaste de aquellas cifras, el día a día te daba la razón: gente leyendo en parques, en el transporte público, haciendo cola para alguna gestión, aunque siempre se presentaba cada hecho que formaba parte de tu anecdotario personal.

Como aquella vez en el micro, cuando hiciste una pausa en tus labores. Fiel a tu estilo, vagaste la mirada por los pasajeros. Desde tu ubicación, cinco filas de asientos atrás, viste a una joven leyendo, ajena al mundanal ruido, en actitud solemne y reconcentrada. Pensabas ser el testigo del poder de la lectura, del hechizo de una trama. El rostro de la muchacha parecía transfigurarse, incluso percibiste atisbos de lágrimas. Sin pensarlo dos veces guiaste tus pasos a la altura de la insoslayable lectora para dar con el título del milagroso libro. Grande fue tu sorpresa cuando descubriste la causa del llanto incontenible que se apoderaba de la joven: el libro albergaba una página ajena, expedida en alguna clínica u hospital, una sentencia que resumía la frase de letras grandes “diagnóstico del embarazo, positivo”. Saliste disparado.

Las bocinas de los autos te sitúan en el presente. Devuelves las revistas, te despides de Julio. Chequeas tu reloj, es hora punta. Ves con nostalgia a unos escolares con sus llamativos uniformes y recuerdas el color rata de antaño. El semáforo está en rojo. Calibras los autos estacionados. Entre custers y micros te decides por uno no tan lleno. Ni bien pones un pie en las escaleras, eres recibido por el ceño adusto del cobrador. Subes, te ubicas adelante y apoyas en el respaldar de uno de los asientos. Rechazas con un gesto amable a quien intenta cederte el asiento. El chofer te dedica una mirada reprobatoria por el espejo. No acusas recibo.

De pronto, todo parece sucederse simultáneamente. El semáforo está en verde; abres tu maletín; alguien, que solo puede dirigirse a ti, dice que al fondo hay sitio; has extraído un par de ejemplares. El chofer pone segunda y ahora dirige la mano libre a la perilla del volumen de la radio. Tú no te inmutas. Comienzas a soltar tu perorata seguida de la primera frase célebre, cuando el retumbar de los parlantes parece competir contigo en sonoridad y eficacia. Así de incomprendido es tu oficio.

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