El hormigueo que acabas de sentir en la mano, hace que sobrepongas una sonrisa más a las que instintivamente te brotan. Decides aflojar los músculos con cauto disimulo, sin aspavientos, siempre manteniendo el gesto amable. Cuánto tenías que agradecerles la atención y el tiempo que te dispensaban. Sin duda mucho, pero quien tú querías ver, aún no se mostraba. Nada te garantizaba su repentina aparición, sin embargo guardabas un resto de esperanza. Había pasado mucho tiempo desde ese único encuentro. Qué no hiciste por volverla a ver. Es más, se diría que todos los previos a este momento -tu momento- (el despliegue publicitario, así como el aspecto del objeto que te iban pasando), fueron hechos pensando en ella; para atraer su atención y tropezártela otra vez en la vida.

De la grata y algo fatigante tarea te sustrae una visión. No puede ser, pensaste emocionado. Si no se trataba de un espejismo, sólo a ella se le ocurrirían esas extravagancias capilares, deducibles de esas contadas horas de cordial e imborrable charla. Era eso: su recuerdo se te quedó marcado a fuego, y si no procedías con más presteza, la incertidumbre terminaría por roerte el cerebro. Te vuelves más expeditivo: una pareja más, luego un atento estudiante, y otro… Y ahora que ella parece aproximarse con ese mismo aire distraído, la testa llamativa, las dudas empiezan a disiparse.

Te habían pedido que definieras tu relación con esa cuestionada musa. Cuestionada porque nadie más la vio, ni conoció; de su paradero ni la tos. Incluso pensaban que la habías inventado. Ni siquiera sabes su nombre, te dijeron más de una vez, a lo que tú respondías que ella quiso que la llamaras Lila, por el llamativo color de su cabello que no dejabas de apreciar. Para ti, la relación con Lila no podía ser un caprichoso recuerdo, menos producto de tu imaginación desbordante. Formaba parte de aquellos inconclusos encuentros casuales, no del todo imperfectos porque ansiabas un decisivo topetazo: el que pusiera las cosas en su sitio y definiera un posible futuro en común o lo clausurara del todo. Solo tú te entiendes, ¡salud!, te decían cuando largabas en esas confusas explicaciones sobre la epifanía del hecho y su esperanzador desenlace, más por finalizar con tu ensimismado discurso con tintes míticos que por sincera sed alcohólica, quedando zanjada la cuestión para ellos, no para ti. Otros llegaron a considerarlo una fijación con lo irreal que felizmente no había cobrado visos patológicos en el terreno amoroso. Pero sí te exigió sumo cuidado para no sacar a colación el tema, evitando herir susceptibilidades de tu pareja de turno. Así que optaste por refundirlo en tu fuero íntimo, que incluía largas jornadas de escritura evocativa, dando a entender con ello que estabas curado, si es que alguna vez estuviste enfermo de un fantasma que se encarnaba cada vez que escribías; cada vez que creías verla en otros cuerpos, en otra mirada.

Era mediados de los noventa. Entre los de la facultad de Letras corrieron la voz sobre la presentación a cargo de su autor, de uno de los libros que más llamaron tu atención ese año. Era toda una novedad que tu casa de estudios diera tribuna a tan peculiar personaje, toda una leyenda en los años de la pera por el escándalo que su prosa había suscitado en la hipocritona sociedad limeña. Considerado un autor de culto, y figura de excepción dentro de los marginados y marginales escritores peruanos, había regresado de su estadía en China con una nouvelle bajo el brazo, la cual devoraste y obtuvo tu nota aprobatoria, para luego dejar fluir en ti ese novel fetichista que quiere tener en su ejemplar la firma del autor.

Como era previsible, el auditorio donde se iba a llevar a cabo la presentación no lucía lleno, pero como llegaste sobre la hora, tuviste que ocupar una de las sillas posteriores, lejos de los amigos y conocidos que muy afanosos ellos, ocupaban las primeras filas de asientos. Todo se llevó acabo con absoluta normalidad hasta bordear los previsibles aplausos de la concurrencia. De pronto, casi al finalizar el acto, la viste. Enfocaste: nadie sentado a su alrededor, estaba sola. La tenías tres filas delante, en diagonal, así que te embebiste de su perfil izquierdo, un color de piel cerúleo y atrayentes cabellos hasta poco más abajo de los hombros. No hubieras llegado a más que a la simple observación extática e inofensiva ya que tenías que sumarte a la cola que se iba gestando para recabar la firma del escritor. Quizá, pensaste, podías ubicarla en ese trajín; pero no. Se paró de su asiento y encaminó a una de las salidas. Ahora ella te regalaba además de su diestro perfil, valiosos segundos de plena contemplación. Tornaste la mirada al espacio que había ocupado, como quien aguarda su repentina materialización o le rinde plegaria a su ausencia, mas te diste con la sorpresa de que en una de las sillas vecinas, un libro había sido dejado por descuido. Te paraste y orientaste a rescatar el objeto olvidado. Efectivamente, se trataba de un ejemplar de la nouvelle que los congregó en ese recinto. No te dio tiempo para pensar el asunto, debías encontrar a su dueña, darte prisa.

Fuera del auditorio, las posibles rutas a seguir eran diversas y desalentadoras. No sabías cuál tomar. Agachaste la cabeza como quien pide consejo al suelo, al libro que sostenías en una mano. A esa mano que se posa mitad en tu mano, mitad en el libro que le pertenece. Levantaste la mirada: era ella. Con un creo que esto es mío sumado a una sonrisa que marcaba unos hoyuelos de ensueño, aflojaste la presión de tu mano y le hiciste saber escuetamente de tu hazaña: recuperaste su libro. Ella te dio las gracias y te preguntó si tenía que darte alguna recompensa, a lo que sugeriste, y rogaste para ti, tomarse un café con el pretexto de comentar la finalizada presentación, entre otros temas. Le pareció genial, no tenía nada que hacer. Al diablo con lo que tú sí tenías que hacer.

Qué hacer en estos casos y no parecer ansioso, banal, o insufriblemente sabiondo, te preguntabas camino de la cafetería más cercana con ella al lado. Algo en su voz terminó por serenarte e inspirarte confianza y seguridad. Sentados a la mesa, te contó que también había leído la novelita, que le había gustado y de casualidad se enteró de la presentación. Si bien era el primer libro que leía de ese autor, le había picado el bicho de la curiosidad por saber más de su prosa. Tú sí te considerabas una especie de hincha, pero no era tampoco para vanagloriarse, le comentaste, ya que no era un escritor prolífico y que incluso tuvo una temprana incursión en la poesía; a lo que ella remató con un “suele suceder”.

“Suele suceder”. Esa era una de sus frases favoritas, como quien admite múltiples posibilidades, ninguna ajena, a lo humanamente esperable. Discurrieron por otros temas; sus intereses literarios: eclécticos y azarosos; cinéfilos: singulares, porque a quién se le podía ocurrir ver una película con los audífonos puestos y escuchando boleros, mientras su mente reconstruía solo con imágenes la trama de turno (de esa manera te contó su particular versión de Casablanca). A tus preguntas personales respondía si bien no con evasivas o rodeos, sí con un aire misterioso, como quien pospone explicaciones a retomar en futuros encuentros. Lo poco que pudiste saber de ella era que quería ser una connotada pintora y que planeaba ser la fundadora de una nueva corriente artística a la cual denominaría “Absurdismo”, lo cual juzgaste muy propio de su personalidad etérea, inaprensible, aparentemente despreocupada, y le planteaste extenderla al ámbito literario, porque tú también te consideras un “absurdista” de la escritura. “Suele suceder”.

Cuando todo parecía indicar que la sobremesa era improrrogable, se te prendió el foco. Decidiste matar dos pájaros de un tiro: le propusiste ir el día de mañana a la universidad donde se había reincorporado como docente el autor de la nouvelle que propició su encuentro para que les firmase los libros. Ella una vez más sonrió, alcanzándote su ejemplar y diciéndote que eso no podía ser posible en su caso: ya constaba la dedicatoria. A continuación pasó a narrarte lo anecdótico del hecho.

Fue en esa misma cafetería, al mediodía, en que ella daba una hojeada distraída a las ilustraciones del libro, cuando de pronto un señor canoso y obeso le dijo si la silla vecina estaba desocupada. Le respondió afirmativamente en tanto finalizaba su frugal almuerzo consistente en una taza de té frío más unos pastelitos. Instantes después, cuando le hubieron dejado su pedido al señor de búdica humanidad, a la par que ella dejaba el libro en la mesa para tomar su mochila y buscaba su monedero para pagar la cuenta, el de la nívea testuz le preguntó por lo que estaba leyendo a la vez que tomaba el ejemplar, sacaba un bolígrafo del bolsillo interior de su saco y escribía con esmero algo en una de sus hojas, para devolvérselo inmediatamente después cuando ella ya estaba en pie, despidiéndose de tan enigmático personaje.

Puedes creerlo, te diría ella al finalizar su relato. Lo tenía al frente y no sabía quién era. Qué roche no saber cuál es el aspecto del autor de uno de los libros que has leído. Todos los libros deberían venir con una solapa y su foto impresa, añadió. No todos los escritores son fotogénicos y a lo mejor sus obras son el fiel reflejo de su verdadero rostro que ni el lente más moderno podría captar, dijiste. Era imperdonable para ella. Esa confesión te causo cierta conmoción. Le preguntaste cómo había llegado a dar con el título, si alguien se lo había recomendado. Otra respuesta insospechada: cuando pasó por la librería de la universidad, primero le llamó la atención la portada, luego las ilustraciones interiores, así como el número de páginas que no llegaba al centenar, expresado esto último con cierto azoro. De la presentación se enteraría minutos después cuando se dio cuenta de lo absurdo de la experiencia y corrió en vano a la cafetería para excusarse con el escritor. Gracias a la informada cajera supo que en el auditorio de Letras se iba a llevar a cabo la presentación del libro del escritor que acababa de retirarse. “Suele suceder”, expresaron a coro, y nunca sonó más pertinente esa muletilla.

“Suele suceder” es el título de tu primer libro de cuentos que diez años después de ese encuentro publicas con relativo éxito. No te podías quejar. Quedaste contento con la diagramación, la ausencia de erratas y te satisfizo la imagen escogida para la portada, gracias a una paciente y buena amiga interesada en tu legendaria remembranza, quien te propuso varias opciones y decidiste por una que pensabas iba a atraer a una peculiar lectora: en una caballeriza, una pareja se rinde a un abrazo. Él está de espaldas al unicornio que únicamente ella puede ver en ese momento, pero está absorto en la contemplación de su propio reflejo en su descarnada y cruel dimensión. Podía haber algo más absurdo, te inquiriste más de una vez. Sí, concluiste: que en todos estos años no la hayas ubicado. Que ese indescifrable me buscas otro día te supliciara con la obsesión de no hallarla, que llegaras a cuestionarte su existencia; creerte loco. Que algún vil arcano se confabulara en tu contra y se esfume la mujer que a pesar del tiempo mantiene los mismos rasgos, ciertos relieves en las comisuras y esa coloratura ahora malva de sus cabellos.

Pero esa inconfundible lectora sí está frente a ti. No es una alucinación. No quisiste incluir tu fotografía, ansiabas que ella lograría captar tu imagen, aunque desgastada por la década transcurrida, leyéndote. Felizmente estás sentado, no hubieras podido mantenerte en pie. Buscas en sus ojos algún gesto de reconocimiento. Te sonríe. En contados segundos decides tu accionar: no forzar las cosas, tal vez algo que pudiera llamarse el destino les tiene preparado otro encuentro, el definitivo. Antes de pedirle su nombre, que por fin conocerás, haces unas señas con las manos como diciéndole y el libro, dónde está. Ella ha mudado la sonrisa por una seriedad nerviosa, más una mirada escrutadora. Cuando termina de procesar tus palabras, busca en su bolso y saca un libraco que lo deja sobre la mesa. Ahora no puedes reprimir una sonrisa, el libro que tienes ante tus ojos no es de tu autoría, se lo haces saber a su dueña, quien, abochornada, dirige la mirada en rededor, avista la gigantografía de tu libro, y luego el libraco de similar y absurda carátula, pero, qué vergüenza, dice ella, no eres tú el autor. Respiras hondo y dices: “suele suceder”.

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